‘Cónclave’, un eficaz thriller (de esos que ya no se hacen) sobre la fe y las dudas
Allá por 1969 no debía ser raro que multitud de kioscos y pequeñas tiendas situadas en los aeropuertos a lo largo de EEUU vendieran ejemplares de El padrino de Mario Puzo. Era un bestseller, a fin de cuentas, y fácilmente identificable desde lejos por el genial logo de la mano titiritera que había creado S. Neil Fujita. Como luego las películas producidas por Paramount reutilizaron sin rubor ese diseño, el fenómeno de El padrino también habría podido acoger trazas de esas operaciones transmedia que se irían consolidando durante las décadas siguientes. Pero no pasó eso exactamente. En su lugar, aquel tocho de 700 páginas destinado a distraer a los pasajeros durante sus viajes y transbordos daría pie a la mejor película de la historia del cine.
El vínculo de la(s) obra(s) maestra(s) de Coppola con los bestsellers de escasa legitimidad cultural no se ha atendido mucho, más allá del rol central de Puzo a la hora de adaptar su propia obra o de las chocantes diferencias entre libro y película (como ese desmedido protagonismo de Johnny Fontane). Sin embargo, y dado que antes de El padrino el patrón oro de todo aquello a lo que podía aspirar Hollywood había sido Lo que el viento se llevó (otra adaptación de un best seller, este de Margaret Mitchell), quizá habría que proponer la existencia de una afinidad entre ambos aparatos. Algo que, desde la energía que moldea las novelas de aeropuerto y los libritos de usar y tirar, puede permear la acción industrial cinematográfica en sus mayores instantes de esplendor.
Habrá que ponerse populistas, y asegurar que el secreto del gran cine de Hollywood radica en el equilibrio entre la frivolidad y la trascendencia. La frivolidad necesaria para entretener con una experiencia ajena a nuestra cotidianidad, y la trascendencia que termine conectando esa experiencia con algo reconocible a la vez que, quizá, inmanente. El ímpetu entertainer de los grandes cineastas estadounidenses no es distinto, por tanto, al ingenio pirotécnico de aquellos juntaletras que absorben tanto a sus lectores como para que, cuando estos tengan que levantar la vista de las páginas, perciban algo distinto alrededor (y quizá, además, estén volando). No es distinto, claro, a quien abandona una sala de cine mareado, y farfulla que acaba de ver cosas más grandes que la vida.
Siguiendo esa línea podríamos asumir que tardías expresiones de este gran Hollywood vinculado a la literatura de masas han podido ser El señor de los anillos o las primeras tres Fases de Marvel, pero no parece muy convincente. Ahí ha primado más lo transmedia y otras coyunturas de mercado, y a partir de ahí podemos entender por qué Hollywood, a día de hoy, es incapaz de manufacturar otro Padrino. Cónclave de Edward Berger desde luego no lo es, aunque Ralph Fiennes esté inmenso como un personaje que podría haber interpretado Robert De Niro perfectamente en los años 70, y la película se base en un bestseller de Robert Harris. Autor especializado en novelas históricas como El hijo de Stalin o la saga Imperium. Un Ken Follett de la vida.
Por lo demás, Berger no es un novato en esto de intentar reconectar a Hollywood con sus esencias. Dando un rodeo, es más o menos lo que hizo con Sin novedad en el frente. La adaptación estadounidense de esta novela de Erich Maria Remarque había ganado el Oscar a Mejor película en 1930. La pertinencia de que Berger, como ciudadano alemán, volviera a adaptar a Remarque, estaba fuera de toda duda, y así se celebró. Y sin embargo los méritos de Sin novedad en el frente no iban mucho más allá de ese gesto, reeditando otra caligrafía perfectamente académica (y bastante aburrida) a la espera de que Berger lidiara con otro material mejor para sus filias hollywoodienses. Cónclave ofrece ese material, y desvela a un tiempo lo buen cineasta que puede llegar a ser.
Sin tener ya la tentación de recabar prestigio foráneo o reparar afrentas históricas, aquí tenemos a Berger acomodado en la encrucijada frivolidad/trascendencia que citábamos como material genético de aquel gran y convaleciente Hollywood. Aquí tenemos un temperamento artístico donde la prioridad inicial bien pueda ser darle un acabado espectacular a las opacas elecciones de un nuevo Papa —ese cónclave que dirige el personaje de Fiennes, y que aísla a varios cardenales a lo largo del mundo teniendo que decidir quién será el nuevo líder de la Iglesia Católica—, para desde este envoltorio abrillantar los giros argumentales que ideó Harris con la idea de que sus lectores quisieran leer un capítulo más antes de irse a dormir. Y ser, en fin, entretenido. Y emocionante.
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Pasa sin embargo que Cónclave no tiene un desarrollo vertiginoso, y los giros no desafían más credibilidad que la necesaria dentro de su compromiso narrativo. Tanto le gusta a Harris planificar en detalle cada reunión y paseo por el Vaticano como coreografiar las pausas y los momentos muertos: uno de sus planos más sugerentes atiende al cúmulo de colillas que han dejado los curas tras sus deliberaciones. Esta solemnidad desapegada conduce a veces a brechas de ritmo e incluso puede llegar a traicionarse a sí misma por culpa de ciertas pulsiones comunicativas de la propuesta —en el film hay muchos discursos y no todos funcionan igual de bien—, pero a la larga sirve para invocar un peso muy específico, que crece y crece paralelo a los tormentos de Fiennes.
A su cardenal Lawrence no solo le atormenta que ese cónclave se presente anegado en secretos y corrupción, sino también una crisis de fe agravada por cuanto algunos compañeros piensan que él sería un buen Papa igualmente. El protagonista de Cónclave se hace entonces repositorio directo de las dudas esenciales que proyecta el guion adaptado de Peter Straughan, y resulta un auténtico placer verle enfurecerse, llorar e ir atisbando posibles salidas. Los giros de Cónclave parecen menos telenovelescos de lo que pudieran parecer sobre el papel gracias a la forma en que los recibe e interioriza este improvisado Guillermo de Baskerville, y a la gravedad con la que se acicalan dentro de un modelo de producción que de pronto ha recordado cómo convertirlos en trascendencia.
Así es como Cónclave, con discreción y buen gusto —a años luz del vacuo impresionismo de Sin novedad en el frente— abraza las contradicciones políticas y programáticas de una institución centenaria sin necesidad de interrumpir la clausura (tanto física como moral) de los hombres que la manejan. Todo emana de ellos, de su concepción del mundo y su postura ante los cambios, invitándonos con sumo respeto a conectar las preocupaciones vislumbradas con todo aquello que parezca importante en la vida. No solo engrasando, en fin, el motor de El padrino, sino también compartiendo el retrato de estructuras similarmente severas y dañinas: no parece casualidad que aquí sea la Iglesia católica, y ahí fuera… la mafia. Ya dijimos que iba a haber que ponerse populistas.