‘Daniela Forever’, la película más dolorosa y emocionante de Nacho Vigalondo

Beatrice Grannò y Henry Golding en 'Daniela Forever'.

Las mejores partes de la obra de Nacho Vigalondo son aquellas que logran combinar armoniosamente la brillantez del discurso con la punchline. La verdad emocional de la idea, fusionada con el remate del chiste que la venía vehiculando. Así concluía, por ejemplo, la narración en off de un corto suyo de 2009: “No voy a decir los años que tardé en encontrar a Marisa y tampoco importa dónde; lo que importa es que conseguí encontrarme con ella. Pero no sirvió de nada, porque para Marisa entonces yo ya era otro”. Las ambivalencias ante la imagen del ser amado ya atravesaban Marisa, y conviene recordarlo ahora que Vigalondo estrena Daniela Forever.

Hay quien considera al director cántabro una de las personas más ingeniosas del ecosistema cultural español. La gran prueba de ello radica tanto en aquellas exhibiciones donde efectivamente dicho ingenio ha fluido con libertad, como en las muchas más ocasiones que este torrente de ocurrencias y genialidades desordenadas no ha tenido dónde guarecerse. Pese a que Colossal fuera desarrollada en las inmediaciones de Hollywood y fuera su mayor logro hasta la fecha, han tenido que transcurrir ocho años desde entonces para Daniela Forever, su siguiente largo.

Años en los que Vigalondo ha compartimentado las series (El vecino, Nuestra bandera significa muerte) con un milagro de la televisión nacional demasiado radiante para durar (Los felices 20, cancelado en 2022 tras dos únicas temporadas), aparte de las previsibles decepciones y traspiés a la hora de materializar sus ideas. Su ingenio acaso se ha desvelado en todos estos años como una maldición, ya fuera por una dificultad propia para hacer justicia a cada planteamiento —la admirable armonía de Marisa o de, efectivamente, Colossal, no ha sido lo que se dice constante en su carrera—, o por no tener las circunstancias necesarias para ello. Siempre como outsider y a la vez como alguien extremadamente visible, cuya generosidad kamikaze le impelía una y otra vez a compartir sus ideas con el mundo. Tuviera una película o un corto donde hacerlo, o no.

Ya son unos cuantos años compartiendo mundo y conversación con Vigalondo —un mundo y una conversación inagotablemente divertidos, ni que decir tiene—, de lo que se extrae una curiosa inevitabilidad a la hora de enfrentar Daniela Forever: no queda otra que experimentar su película desde una intensa cercanía. No es solo que hablemos de un autor que ha dejado claro a lo largo de su carrera cuál es su estilo o sus preocupaciones; es que este autor lo ha dispuesto todo para que entendamos el modo en que funciona su cabeza, y podamos apreciar casi en tiempo real cómo un tuit gracioso va haciéndose más y más grande. Hasta el punto de congelar nuestra sonrisa, impactada bien por el tamaño que ha alcanzado, o por la comprensión de qué lo movía desde un principio.

Así que Daniela Forever lo pone fácil para identificar de dónde sale. Más fácil que nunca en Vigalondo, de hecho. A nivel superficial —pues hablamos de sueños lúcidos para evadirse de la realidad—, Daniela Forever remite a Abre los ojos. Yendo un poco más allá, quizá a Philip K. Dick y sobre todo al cine de Charlie Kaufman, sumergiéndose en unos terrenos de la pesadilla urbano-existencial colindantes a ¡Olvídate de mí! Como en aquella, un hombre busca ayuda para superar la pérdida de su pareja. Pero el tratamiento es inverso: ¡Olvídate de mí! iba, pues eso, de olvidar, y Daniela Forever va de aferrarse al recuerdo.

Henry Golding (Locamente millonarios) es ese hombre, un DJ afincado en Madrid cuya novia (Beatrice Grannò, The White Lotus) ha fallecido en un accidente de tráfico. El protagonista intenta lidiar con ello a través de los sueños, según la posibilidad de controlarlos que ofrece el tratamiento scifi de turno. Una vez tiene ese control olvidar a Daniela no entra naturalmente en sus prioridades, y Vigalondo acompasa su ensimismamiento onírico según un planteamiento bastante inédito en su carrera. A diferencia de la mayor parte de sus películas previas, Daniela Forever no parte de una idea originalísima que se desdibuje al ritmo de la ejecución. En su lugar es el desarrollo lo que brilla. Lo que comunica el planteamiento convencional con su demolición.

El relato fluye entonces desde algo parecido a una madurez juguetona. Un tipo de madurez que contempla grabar con estética VHS de Betamax para distinguir las partes ambientadas en el “mundo real” —antes de que este se contagie de las imposturas del sueño— y también la indispensable gamberrada, cifrada en chistes sobre tecno y monstruos libres de derechos, o en lúdicos desafíos a la solemnidad de Christopher Nolan cuando le daba por abordar entornos semejantes en Origen. Alérgico al acartonamiento de lo que no era sino una imaginación colonizada, el cántabro prefiere soñar al estilo de Matrix, y disponer que su Neo pueda controlar su entorno a placer para poco a poco irse dando cuenta de los vacíos que esto implica.

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Es entonces cuando Daniela Forever entabla diálogo directo con una temática recurrente en la obra de Vigalondo: la centrada en masculinidades inseguras y crispadas, ante cuya subjetividad la contraparte femenina queda desdibujada entre lo que es y lo que se percibe. Desde un poso melancólico alejado de la violencia de Los cronocrímenes u Open Windows resultaba que Marisa también iba de eso, a fin de cuentas, y Daniela Forever lo retoma para extender su tragedia más allá de lo terrenal: el doloroso entendimiento de Golding de que esa Daniela solo es la imagen de todo lo que proyectó en ella mientras estaba viva, y hasta qué punto puede ser eso suficiente en un duelo.

Son estas cuestiones las que laten dentro de Daniela Forever en carne viva, desde una conmovedora vulnerabilidad que invoca tejidos universales a fuerza de ceñirse a lo particular: una canción de El Columpio Asesino, unos calcetines largos, la noche de Madrid. El cine de Vigalondo nunca había transmitido una serenidad así, a la vez que un desdén tan atolondrado por las reglas que su propio artefacto iba componiendo —ajustándose al caos esperable en la dinámica de los sueños, pero también a un desenlace que acaso pueda motivar inicialmente la perplejidad—, y es desde esta serenidad que Daniela Forever se antoja como un trabajo tan finalmente revelador.

Este, su quinto largometraje, proclama para quien quiera verlo la razón última por la que hay que agradecer que tengamos en España a alguien como Vigalondo pensando, teorizando, haciendo las cosas que le dejen. Y no es el ingenio travieso, sino algo tan básico como su mirada. Esos ojos eternamente sorprendidos, que miran alrededor con curiosidad incombustible. Ojos que no lo entienden (porque nadie lo entiende), pero que seguirán intentándolo mientras puedan. 

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