Una de las razones del interés de Mariana Enríquez por los cementerios —y por consiguiente del ensayo que escribió al respecto, Alguien camina sobre tu tumba— es la superpoblación de muertos. Enríquez es consciente de que, por pura lógica, actualmente y en casi cualquier actualidad hay muchas más personas muertas que vivas en el mundo. Existe una amplia probabilidad de que cualquiera de los pasos que demos sobre la tierra tendrá unos restos humanos debajo afrontando su descomposición. Es así. Es algo a lo que no solemos darle muchas vueltas, prefiriendo visitar esporádicamente camposantos de límites bien marcados, pero no quita que sea una verdad motriz para la ficción de terror de siempre. Incluido la que practica la propia escritora argentina.
En directa consecuencia, el terror de Enríquez habla de la memoria de las familias y los pueblos, y de cómo fruto de su interacción con los espacios estos pasan a emitir historia y política. Claro que no es la única autora con estas inquietudes, pero es una que ha citado Pedro Martín-Calero al hilo de su debut a la dirección, El llanto. Martín-Calero ha ganado, ex aequo con Laura Carreira por On falling, la última Concha de Plata a Mejor dirección en el Festival de San Sebastián. La irrupción del cine de terror en este palmarés, antes de Sitges, podría recordarnos al terremoto de La sustancia en el anterior Festival de Cannes. Solo que, ya que Martín-Calero lo ha puesto en bandeja, también podríamos pensar en cuando Enríquez ganó en 2019 el Premio Herralde con Nuestra parte de noche, pasando a ser un título imprescindible del prestigioso catálogo de Anagrama.
¿Hay algo de Mariana Enríquez en El llanto, por tanto? La historia se desarrolla a través de España y Argentina y apela a varias generaciones de mujeres, acechadas por un mal angustioso capaz de enloquecerlas. Así que a lo mejor sí. Sus vivencias además están marcadas por la soledad y la confusión sobre la época en que se enmarca —como le afea un profesor a Camila (Malena Villa) en torno a un corto que ha presentado en clase—, lo que en este caso le alejaría un poco de la escritora de Buenos Aires, tan atenta del folclore y la memoria histórica. Por otro lado el guion que Martín-Calero ha coescrito con Isabel Peña (guionista habitual de Rodrigo Sorogoyen) le da una gran importancia a un edificio fantasmal, capaz de aparecer simultáneamente en ambos continentes.
Este edificio es una presencia relacionada de forma íntima con una maldición que se transmite por vía familiar y acecha a las tres mujeres protagonistas: la citada Camila, Andrea (Ester Expósito) y Marie (Mathilde Olivier). Pero aquí viene lo interesante. Este edificio llama la atención porque en sus inmediaciones se escucha a una mujer llorando… si tienes a mano algún medio de registro audiovisual. El llanto solo se escucha en grabaciones de audio o vídeo. El trauma fantasmal de Enríquez —vértebra inevitable de El llanto por cómo asume que el presente es una reverberación moderadamente imprevisible del pasado—, solo afecta a la trama si es por medios indirectos. Si hay una pantalla entre medias, revelando lo oculto en el vacío. Martín-Calero, ahí es nada, parece querer conciliar en un mismo film los imaginarios de Enríquez y Kiyoshi Kurosawa.
El cineasta japonés lleva décadas especializándose en un terror que procede de lo estrictamente visible, acotado por planos abiertos y diáfanos donde la inquietud surge a partir de ligeras disonancias. Fallos, glitches, que dentro de una obra magna como Pulse (2001) se trabajaban a medida de las nuevas e inabarcables dinámicas de Internet. En este contexto las pantallas pasaban a ser umbrales del caos y apisonadoras de certezas, que como principal consecuencia amplificaban la soledad e indefensión de los seres humanos.
Y aquí nos reencontramos con El llanto. El personaje de Expósito aparece constantemente mirando la pantalla de su ordenador y empequeñecida por unos rótulos gigantescos que —en una de las muchas ideas brillantes del film— emulan la mensajería instantánea. Rara vez aparece devolviéndole la mirada a quienes le rodean, aunque la familia y las amistades sean relevantes en el argumento. Martín-Calero recoge entonces de Kurosawa un entendimiento ominoso de la soledad contemporánea según la afloración de pantallas, y las imágenes-misterio que esta pueda generar. Son recurrentes las videollamadas, las búsquedas por Internet y muy especialmente la grabación voyeur, que reencuadra los pasos de los personajes con nuevas texturas y presencias.
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El mal que acecha a las protagonistas de El llanto solo puede ser identificado a través del registro audiovisual, pero eso solo le facilita causar estragos más virulentos e incontrolables. Tal es el planteamiento y podría haber conducido a un previsible festival de sustos dislocados, pero Martín-Calero tiene la suficiente convicción como para apoyarlo en un amplio abanico de recursos que generen un desasosiego constante. El guion coescrito por Peña descoloca con su estructura episódica y sus meandros narrativos —la parte de Argentina es bastante problemática en ese sentido—, mientras que la esquiva naturaleza de la amenaza depara imágenes enormemente sugerentes, capaces de revelar mucho más que cualquier diálogo explicativo.
Siendo una película cuya fuerza no deja de ir y venir —tiene la culpa su estructura mutante, pero también algún que otro asomo de abierto capricho—, El llanto puede presumir en cualquier caso de saber perfectamente la tradición de terror en la que quiere ubicarse. Y es una que se revuelve contra las categorizaciones fáciles pues tiene la encomiable ambición de describir una forma actual de ver el mundo: una sobrepasada por la cantidad de lugares a los que mirar, y por la consecuente dificultad de entender qué estamos dejando atrás. O qué tenemos bajo nuestros pies.
Es una mirada no enteramente deprimida, por otro lado. Martín-Calero, en este debut tan estimulante, también ha replicado instintivamente una cierta tendencia del cine actual a la hora de aproximarse a los misterios de la pantalla, que halla afinidad con Jane Schoenbrun —El brillo de la televisión, película clave de este 2024, también se proyectó en la pasada edición de San Sebastián— y matiza la pose apocalíptica. Porque esta subjetividad, sin dejar de ser complejísima, al final no deja de anhelar que alguien espere al otro lado de la pantalla, y es justo lo que buscan estas tres mujeres. Alguien que escuche el llanto, y seguidamente trate de sofocarlo con un abrazo.
Una de las razones del interés de Mariana Enríquez por los cementerios —y por consiguiente del ensayo que escribió al respecto, Alguien camina sobre tu tumba— es la superpoblación de muertos. Enríquez es consciente de que, por pura lógica, actualmente y en casi cualquier actualidad hay muchas más personas muertas que vivas en el mundo. Existe una amplia probabilidad de que cualquiera de los pasos que demos sobre la tierra tendrá unos restos humanos debajo afrontando su descomposición. Es así. Es algo a lo que no solemos darle muchas vueltas, prefiriendo visitar esporádicamente camposantos de límites bien marcados, pero no quita que sea una verdad motriz para la ficción de terror de siempre. Incluido la que practica la propia escritora argentina.