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'La habitación de al lado' o el aislamiento como forma de resistencia

Tilda Swinton y Julianne Moore en 'La habitación de al lado'.

En un efectivo diálogo de La habitación de al lado, Martha (Tilda Swinton), comenta su rechazo por la forma en que se suele hablar de la experiencia de las personas enfermas de cáncer. No le gusta la retórica bélica: términos como batalla contra el cáncer, una batalla que se gana o se pierde. La escena es efectiva sobre todo por los ojos atentos y transparentes con los que escucha su amiga Ingrid. Julianne Moore interpreta en la última película de Pedro Almodóvar a uno de los personajes más luminosos de su obra: cándido, empático, de un optimismo tan vitalista como para guardarle un miedo atroz a la muerte. El impacto del diálogo se diluye, sin embargo, cuando antes y después Swinton continúa hablando de su cáncer, y lo describe como “su última guerra”.

El personaje de Swinton fue en su día reportera de guerra, lo que garantiza este tipo de metáforas tanto como otras contradicciones. Así como rechaza que exista algo heroico en una enfermedad terminal a la vez que la entiende como otra guerra donde militar, no ve ningún problema en describir los horrores que ha presenciado antes de responder alegremente a cuando su amiga le pregunta cuál es su guerra favorita. Son incoherencias, accesos de frivolidad, que no pueden explicarse por el momento tan delicado que está atravesando Martha. Pues estas serían las incoherencias propias de una mente inestable, a la que se acerque una escritura realista o de cierta profundidad psicológica, y ese no es el registro de La habitación de al lado. Almodóvar nunca ha escrito así.

Martha habla con seguridad, sus palabras son declamadas con la artificiosa convicción de ese melodrama hollywoodiense al que el manchego es tan asiduo, así que la única forma de entender estos bruscos cambios de tono es dentro de los cauces del capricho o, peor aún, la indecisión. Dicha indecisión convierte La habitación de al lado en una película llena de tensiones ruidosas a la hora de acercarse a las protagonistas y de ubicarlas en un contexto. Como viene sucediendo en la obra del manchego desde Julieta, hay una querencia por lo íntimo y lo aparentemente minimalista —el metraje se limita en su mayor parte a dos mujeres hablando—, y sin embargo la ejecución de este enfoque desvela una progresiva incomodidad a la hora de conciliar lo público y lo privado.

La gravedad de las guerras donde ha trabajado Martha se evapora y deviene narcisismo cuando conecta con su sufrimiento actual, del mismo modo que su rechazo por la retórica bélica a la hora de hablar de cáncer —con la culpabilización de los enfermos que esta implica— se tambalea a merced de la épica cinematográfica. No son errores en absoluto nuevos para el autor manchego: de hecho su largometraje anterior, Madres paralelas, se levantaba por entero sobre la reverberación de los melodramas excesivos propios del estilo almodovariano en el compromiso político. Uno que puede ser honesto, por qué no. ahí a Almodóvar le preocupaba la memoria histórica y en La habitación de al lado la eutanasia —seguramente sea eso lo que le ha hecho ganar un muy concienciado León de Oro en Venecia—, pero el problema va más allá de la honestidad.

Asomándose con estupor a Holmes & Watson: Madrid Days, penúltima película hasta la fecha de José Luis Garci, Jordi Costa escribió que, en vez de criticarla, “sería más productivo psicoanalizarla”. A la última fase del cine de Almodóvar le viene pasando un poco lo mismo.

Tal es la tentación cuando, cerca del final de La habitación de al lado, el personaje interpretado por John Turturro se marca un monólogo delirante en torno a las razones de su hastío existencial. Ha renunciado a traer hijos al mundo por culpa de una ensalada de cambio climático, neoliberalismo y auge ultraderechista, que enumera con la furia y el ritmo de los tuits acalorados (de cuando los tuits existían). Y volvemos a lo mismo. Almodóvar no está impostando la voz al escribir frases tan bochornosas, solo permisibles por el capital cultural acumulado: Almodóvar se cree de verdad ese monólogo, hasta el punto de haber dicho cosas parecidas en sus últimas entrevistas y de haber protagonizado alguna tonta polémica por ello. Almodóvar se siente como Turturro.

¿Y cómo se siente Turturro? Pues bastante ajeno al mundo en definitiva, de la misma forma que se sentía Madres paralelas y ese pequeño western, Extraña forma de vida, que Almodóvar dirigiera a mayor gloria de Saint Laurent. El malestar es reconocible y palpable: nos habla de la desesperación de un hombre mayor que sabe que cuando muera dejará un mundo peor que aquel que conoció, pero no sabe cómo interactuar con él. ¿Cuál es su solución entonces? La habitación de al lado la muestra explícitamente: el aislamiento. Para pasar los últimos días de Martha, ella e Ingrid viajan a una lujosa casa en un bosque idílico, rutilando colores y sensaciones totalmente inasequibles que fortalecen la excelsa fotografía de Eduard Grau y la excelsa música de Alberto Iglesias.

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Esa casa imposible es el cine de Almodóvar, y es una casa confortable. Por supuesto. Sus habitantes se desplazan grácilmente, componen planos perfectos, intercambian reflexiones demasiado bellas como para intervenir de forma efectiva en la realidad, y se ven envueltas en giros estrafalarios emitidos con la confianza de quien, sí, definitivamente se encuentra muy cómodo. La exposición de los problemas que se dan fuera de los muros de esa casa —sea en forma de esos temibles diálogos o de una sucesión de flashbacks ciertamente espeluznante al inicio del film— se acaba pareciendo a una débil y aburguesada superestructura, donde tan sincera es la preocupación que la ha forjado como la resignación de que solo va a quedarse en eso, en una superficie.

Sobre el cáncer, Susan Sontag decía que era una enfermedad imposible de estetizar. “El cáncer, lejos de revelar nada espiritual, revela que el cuerpo desgraciadamente no es más que un cuerpo”, leíamos en La enfermedad y sus metáforas. En ese sentido, a Almodóvar le mueve la ética suficiente como para no querer estetizar los cuerpos y posibilitar los ocasionales aciertos de La habitación de al lado a base de salvaguardar la dignidad de sus personajes —la resolución de la escena en la que Ingrid cree antes de tiempo que Martha ha muerto es un buen ejemplo—, pero de poco le sirve si la estética solo está respetando los cuerpos para anegar, a su vez, todo lo que les rodea.

A lo largo de La habitación de al lado son recurrentes las citas a Los muertos de James Joyce en sintonía a la imagen de una nieve pertinaz, que Swinton y Moore contemplan extasiadas en un momento que acaso pase automáticamente a la lista de imágenes icónicas del cine de Almodóvar. La nieve cae sobre un Nueva York tan de ensueño como solo puede serlo a los ojos de un extranjero, y la estampa es tan potente como para definir íntegramente la película y la situación anímica del autor. Un apátrida, un extranjero del mundo, con quien sin duda puede ser bonito reencontrarse de vez en cuando… pero que ya no tiene gran cosa que ver con nosotros. Él mismo parece asumirlo, solo está de paso, y aunque eso sin duda le duela tampoco hay mucho que hacer con ese dolor.

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