Nadie con algo de corazón podría olvidar la primera vez que el látigo de Indiana Jones chasqueó en pantalla. Sucedía, claro, al comienzo de En busca del arca perdida, en ese prólogo selvático donde el aventurero aprendió que nunca debía fiarse de un supuesto aliado y el espectador, a su vez, que el del sombrero y su franquicia tenían de todo menos sensibilidad por los imaginarios del sur global. Sigue siendo así en Indiana Jones y el dial del destino, la última película de la saga para Harrison Ford y quizá la peor de todas.
Era 1981 cuando el personaje dio el susodicho primer latigazo. Iba dirigido a una pistola que emergía alevosa de entre la maleza y servía también para presentar en sociedad al doctor Jones, tal vez el papel más memorable de Ford con perdón de su Han Solo. En En busca del arca perdida, el icónico gesto del arqueólogo asaltatumbas se relataba a trozos: primero el objeto, luego la sacudida, luego la onda viajando a través de la cuerda, luego la descarga de energía cinética sobre el arma. Así lo filmó Spielberg, que realizó las cuatro primeras entregas pero se ausenta de esta última. James Mangold, quien ha recogido el testigo, dirige El dial del destino como si no hubiera visto jamás esa escena.
El planteamiento por despiece que practicaba Steven Spielberg en aquella cinta inaugural tampoco era ninguna revolución. Las de Indiana Jones han sido desde el principio películas empeñadas en parecer décadas más viejas de lo que en realidad eran: embalsamaban —pese a que pretendían reanimarlo— el cine de aventuras clásico, el noir, el wéstern y hasta el péplum. Tanto Spielberg como George Lucas, el otro gran artífice de la franquicia y padre de Star Wars, actuaron por esas fechas como garantes de la implantación final del estilo posmoderno en Hollywood y de la cita textual como la unidad mínima de significado del cine espectáculo que estaba por venir.
No hay muchos otros ejemplos que inviten tanto como las cinco cintas de la saga a pensar la historia del cine como una sucesión de crisis. Si el estado natural del medio es el desorden, entonces tendrán más éxito las soluciones estéticas, tecnológicas, sindicales, etc., que consigan contener por más tiempo la llegada de la siguiente crisis. Desde este prisma, las Indiana Jones de los ochenta ya estaban comprometidas a desmantelar los piquetes del nuevo Hollywood y restaurar los pactos clásicos tras el fructífero paréntesis. Pero, ¿qué es lo que restaura El dial del destino?
El blockbuster yanqui no ha dado tantos bandazos desde aquel primer chasquido del látigo del arqueólogo. Si acaso, la mirada de la industria se ha intensificado hasta concretarse en algo como Indiana Jones y el dial del destino: una película donde el espacio y el tiempo fragmentados de En busca del arca perdida han evolucionado en un metaverso plano de tomas hiperrealistas, de un holismo desmadrado y aberrantemente digitales.
La propuesta de la versión de Mangold es apurar el homenaje y la cita, de por sí técnicas conservadoras, hasta convertirlos en pura momificación. Solo así se entiende el agotador prólogo de Indiana Jones y el dial del destino, protagonizado por un Harrison Ford devuelto a la época de la Alemania nazi con tecnología de rejuvenecimiento facial o de-aging. Por su culpa, la microaventura que abre la película es totalmente incapaz de suscitar ningún interés: todas las miradas se atoran en el abismo del rostro digitalmente recompuesto de un Harrison Ford pretérito que en realidad nunca existió.
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El de ese tramo es un Ford inquietantemente joven, sin aristas, con esa lisura terrorífica de las superficies generadas por ordenador. La película trae luego al actor al futuro, que para nosotros sigue siendo un pasado ya inalcanzable: 1969, el año en que el profesor y arqueólogo se jubila. Antes de que cuelgue el sombrero, su ahijada (Phoebe Waller-Bridge) aparece para embarcarlo en una última aventura en busca del mecanismo de Anticitera.
En la mortaja de la cinta caben las tradicionales manías de la saga, como esa devoción por los estereotipos de cualquier realidad no-anglo. En este caso, incluso los clichés sobre lo español, que corren a cuenta del personaje encarnado brevemente por Antonio Banderas. También caben en la taxidermia de Mangold algunas intenciones, no muchas, de ponerles remedio; principalmente en lo tocante a las mujeres que los guionistas han ido lanzando a los brazos de Indiana a lo largo de la historia de la franquicia, redimidas todas en la chispa de una Waller-Bridge que podría ser lo más vivo del filme.
Pero para llegar a todo eso hay que saber salir primero del hoyo perverso del de-aging. Y no sería criticable que algún espectador se quedara atascado en él: a fin de cuentas, del prólogo con ese Harrison Ford disecado se sale, sí, pero no indemne. La obsesión enfermiza de la secuencia inicial por impugnar el paso del tiempo es un eco de la de la propia película por detenerlo y revertirlo, anclada en giros, estampas y gestos construidos únicamente a partir del homenaje o la parodia. No es una falta ajena a ninguna de las otras cuatro entregas de la saga, pero nunca Spielberg había pecado también de aburrir en ese proceso. Y que una cinta de Indiana Jones aburra es una arruga del espíritu que ni todo el CGI del mundo puede rejuvenecer.
Nadie con algo de corazón podría olvidar la primera vez que el látigo de Indiana Jones chasqueó en pantalla. Sucedía, claro, al comienzo de En busca del arca perdida, en ese prólogo selvático donde el aventurero aprendió que nunca debía fiarse de un supuesto aliado y el espectador, a su vez, que el del sombrero y su franquicia tenían de todo menos sensibilidad por los imaginarios del sur global. Sigue siendo así en Indiana Jones y el dial del destino, la última película de la saga para Harrison Ford y quizá la peor de todas.