'Kill Boy' mezcla videojuegos y ultraviolencia en un cóctel gore que ha apadrinado Sam Raimi

Bill Skarsgård en 'Kill Boy'

En febrero de 2022, el estudio francés Sloclap publicó Sifu, un videojuego extraordinario donde calibrar el caudal de influencias resultaba todo un desafío. La dificultad no estribaba tanto en identificarlas como en establecer un orden interno: cuál era la jerarquía, qué había seguido a qué. De entrada era obvio que algunos niveles homenajeaban Kill Bill y sobre todo Oldboy, con un pasillo donde el jugador debía acabar con sus enemigos en toma continua. Pero claro, Park Chan-wook ya se había fijado a su vez en los videojuegos beat’em up —o “yo contra el barrio”— para idear la escena más famosa de su película. Por si fuera poco estos videojuegos habían remitido durante su esplendor 2D, en los 90, a las películas de acción hongkonesas de mediados de siglo.

¿El huevo o la gallina? Daba igual, porque los regímenes de causalidad a la hora de percibir la obra humana han perdido peso irremediablemente durante las últimas décadas. Sobre todo si hablamos de cine y videojuegos, ajustándose a la figura que propusieron Deleuze y Guattari en Capitalismo y esquizofrenia: puestos a analizar la genealogía de las expresiones culturales del capitalismo tardío, conviene dejar de lado la imagen de la cadena —lineal, con eslabones concretos— para decantarse por el rizoma. La lógica rizomática, en Sifu, trascendía cualquier orden aprehensible para convertirse en discurso y zeitgeist, complementada por la propuesta de John Wick 4 al año siguiente. Una vez había modulado el actual cine de acción hollywoodiense según inercias gamer, la última película del asesino de Keanu Reeves se alargaba a las tres horas gracias a las “misiones secundarias”, y en una secuencia incluso emulaba directamente el famoso juego Hotline Miami.

Hay que aceptar el rizoma, pero también criticarlo y tomar conciencia de lo asfixiante que puede llegar a ser su paradigma, conduciendo a pasajes como uno especialmente revelador de Kill Boy. En él dos hermanos, agotados por las complejidades de su realidad sociopolítica —una en la que, por lo demás, no son ni mucho menos los más damnificados—, se evaden frente a una máquina arcade. Se encogen de hombros, descartan responsabilidades por aquello que suceda en su entorno, y rematan el vínculo del debut a la dirección del alemán Moritz Mohr con los videojuegos. Un vínculo no tan explícito como el de películas previas estilo Hardcore Henry o Scott Pilgrim pero que se localiza en múltiples expresiones, siendo Kill Boy un film donde nada es realmente suyo. 

La raigambre cinéfila se deja ver en la abultada tradición de películas de venganzas donde se inscribe, así como en obras recentísimas cuyas similitudes —y aquí volvemos al rizoma— no nos hablan tanto de plagio como de extraños sentidos compartidos. La represalia sangrienta con coartada social se dejaba ver hace unos meses en el Monkey Man de Dev Patel —esperando resolver las desigualdades de India a golpes—, mientras que el vengador incapaz de hablar —el protagonista de Bill Skarsgård es sordo— remite a la magnífica Noche de paz de John Woo. Pero son parentescos superficiales. El silencio de Skarsgård, sin ir más lejos, no suscribe la expedición por un posible cine mudo de hostias como quisiera el hongkonés, sino que se trata más bien de un gimmick, un truquito de márketing: hay una voz narradora constante (su “voz interior”) que resulta ser la de H. Jon Benjamin, el narrador de un videojuego muy querido para el protagonista.

El rol de Benjamin ahonda en el intrincado laberinto de referentes con el que juega Kill Boy, pero lo que sucede con respecto a las preocupaciones de Monkey Man es mucho más jugoso. El personaje de Skarsgård —a quien antes de que acabe el verano volveremos a ver repartir estopa en El cuervo— se erige como un guerrero que con su ansia vengativa podría impartir justicia contra un sistema de poder corrupto. Al contrario que en Monkey Man —y por eso Kill Boy funciona mucho mejor— este sistema es ficticio, gobierna un estado indeterminado, y podemos identificarlo con el signo de las distopías de Los juegos del hambre o algunas novelas de Stephen King estilo La larga marcha o El fugitivo. En ellas, como en el mundo de Kill Boy, la élite atemoriza y doblega a sus súbditos a través de un espectáculo televisado que confluye en sacrificio ritual.

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Una secuencia derivada de esto —un asesinato de masas mediado por las mascotas de una marca de cereales— es tan burra que jamás se le habría ocurrido a Suzanne Collins y refuerza la condición de travesura lúcida de Kill Boy a la hora de hacer malabares con un lecho iconográfico caótico, del que sin embargo termina extrayendo cierta coherencia. Mohr logra controlar el microcosmos de Kill Boy —hipermediado, grotesco y demasiado vago como para cobijar resonancias directas del mundo real— gracias a aciertos como el ácido retrato de la familia contra la que Skarsgård se quiere vengar o al personaje del maestro que impulsa dicha venganza. A este lo interpreta, además, el artista indonesio Yayan Ruhian, con lo que Kill Boy también se las apaña para orquestar un efectivo trasvase de distintas formas de entender el cine de acción globalizado.

El desvergonzado gore del que hace gala refrenda la posición de Sam Raimi como productor, mientras que el fichaje de Ruhian —coreógrafo y actor de las ya clásicas películas de Redada asesina— canaliza el diálogo que hoy por hoy mantiene Occidente con las cinematografías asiáticas. No porque Kill Boy prime la visualización frontal y “realista” de Redada asesina y sus discípulos (empezando por John Wick), sino por la atolondrada fetichización que se cuela en su montaje fragmentado y ultradigital, extendida a sus compromisos con la explotación, la serie B, el culto programado y, de nuevo, los videojuegos. La estructura a través de bosses y las indumentarias pintorescas de los personajes —el chaleco rojo de Skarsgård, el casco a lo Daft Punk de Jessica Rothe— apuntalan el parentesco que finalmente más le importa a Mohr, porque es el que apunta a ser el final del camino. El abismo rizomático donde se pierde la mirada.

Ese abismo tiene mucho de cínico y vacuo, por pretenderse desgajado de una historia que según algunos ya habría finalizado en los 90 —justo cuando el videojuego se consolidó como medio—, y a la que solo le queda la aglomeración psicótica de imágenes rentables. Pero también es un abismo muy divertido, para qué nos vamos a engañar, y quizá valioso: si algún día superamos la posmodernidad, he aquí una película extremadamente útil para comprenderla desde el futuro.

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