Demi Moore lanza litros de sangre y rabia contra los cánones de belleza en ‘La sustancia’
Es muy probable que, a la hora de encarar la producción de su primer film, Coralie Fargeat fuera consciente de estar introduciéndose en un género problemático. Al fin y al cabo este debut se titulaba Revenge y encajaba con la misma etiqueta de dicho género: rape & revenge. Matilda Lutz sería violada y se vengaría, en ese riguroso orden. La cineasta francesa tendría que lidiar con una ficción abonada al placer fetichista del cuerpo sexualizado, presa de una deshumanización constante. Las acusaciones contra el rape & revenge en tanto a fantasía masculina disfrazada de empoderamiento feminista eran, entonces, abrazadas por Fargeat desde el minuto uno de su película. Se las apropiaba. Su cámara sexualizaba el cuerpo de Lutz de una forma hasta grosera.
Ahora bien. Este regodeo en el cuerpo de Lutz seguiría fluyendo, con una energía aún más histérica, al ser vejado y mutilado, y tendría réplicas equivalentes en el modo en que la protagonista acometía su venganza contra los hombres. El gore fluiría en todas direcciones, la misma atención sería depositada en las heridas de Lutz que en las infligidas a sus enemigos. Con lo que Revenge quería eludir las críticas y refutar a Laura Mulvey con la posible conclusión de que el cuerpo, en abstracto, siempre había tenido con el cine una relación abierta de canibalismo. La puesta en escena de Revenge sugería otro régimen de explotación, algo así como equitativo, gracias a haber saturado las relaciones de poder previas en dirección a un nuevo y virulento orden estético. Es la misma lógica —de inflación/extrañamiento— que guía las imágenes de La sustancia.
La segunda película de Fargeat remite superficialmente a un corto suyo de hace 10 años, Reality+ —de ahí vuelve el enrevesado tratamiento para recuperar la lozanía, y la importancia de las columnas vertebrales en él—, pero es sobre todo el aparato visual de Revenge lo que la fundamenta. Los cuerpos femeninos de este nuevo film están tan sexualizados como el de Lutz, solo que ahora el proyecto de Fargeat va más allá. Ha recurrido a una escala de planos aún más agresiva, a una fotografía blanca e higiénica, y ha realzado las formas de Margaret Qualley —álter ego juvenil de Demi Moore— a base de prótesis. Todo por ajustarse de la forma más militante y literal posible al canon heteronormativo y, una vez ahí situada, demostrarnos su monstruosidad.
Lo mejor de La sustancia es su trabajo con el esperpento. La dualidad Moore/Qualley se enmarca en un mundo enfermo por el tráfico de imágenes, más grotesco a medida que quienes lo habitan son expulsados del tráfico susodicho. Algo que no solo afecta al vínculo de las mujeres con su cuerpo, sino también a los espacios —inmensos áticos con pasillos a lo Overlook, en una cita a El resplandor no por fácil menos eficaz—, a las relaciones —la soledad tras cada decisión del personaje de Moore— y a la conciencia histórica. El guion de Fargeat, premiado en Cannes, no busca directamente caracterizar a la protagonista con la biografía real de Moore. Prefiere que lo haga el público, prefiriendo tamizar este reconocimiento con un cutre programa de aerobic sacado de los años 80. La misma década donde acaso el progreso histórico pudo haberse congelado a la medida neoliberal, mientras prosperaban los rasgos esenciales de este tráfico de imágenes.
Así que da igual que el productor del programa de aerobic que tan mal hace sentir a Moore se llame Harvey (como Harvey Weinstein), o que el clímax de La sustancia tenga lugar en la víspera de Año Nuevo: la película está atrapada en la desazón por el futuro cancelado, y cualquier reminiscencia a lo que existe más allá de ese angustioso presente naufraga en el tormento personal de la protagonista. Elisabeth Sparkle está totalmente sola, no tiene futuro. Solo se tiene a sí misma y a la foto que preside el salón de su casa. En pos de seguir pareciéndose a esa foto se someterá a un peligroso tratamiento, como una decisión totalmente natural en la medida que la realización de Fargeat, tras desalmadamente rígida y opresiva, no le deja otro remedio.
A la hora de diseñar este mundo espectral, nacido de la deformación tremendista del nuestro, los esfuerzos de Fargeat son plenamente coherentes. En algunas ocasiones incluso se permite articular un lamento directo, como demuestra la estupenda secuencia —de un dolor honesto y palpable— en la que Moore ha de prepararse para una cita pero la sombra de Qualley se lo impide. Solo que La sustancia es una sátira, y esto implica que su protagonista carece de salvación. Está condenada no por el mundo o por los aplastantes cánones de belleza, sino por la tesis. El mensaje. La enseñanza que Fargeat quiere que extraigamos de este esperpento y que podría extraerse de prácticamente cada plano de su película, sin necesidad de ser verbalizada. Pero La sustancia la verbaliza, y cómo.
La puesta en escena de Fargeat vuelve a ser una con esa imagen predadora que tanto parece preocuparle y en este caso no hay extrañamiento: La sustancia entra tan de lleno en las dinámicas del déficit de atención como entra en las de sexualización y alienación… solo que aquí es incapaz de sobreponerse. El film se abandona a lo reiterativo, se encierra a sí mismo, y golpea al público con una despótica lluvia de estímulos que no tendría por qué molestar —de hecho La sustancia es, ante todo, una película muy divertida—, si no acabara por revelar las carencias del discurso de Fargeat. O incluso su propia alienación, esa que esquivaba la sencilla ferocidad de Revenge.
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La narración-denuncia de Fargeat tiene un problema de partida. Quiere abordar la opresión sistémica sobre el cuerpo femenino a base de releer El retrato de Dorian Gray, y el mero esfuerzo delata que Fargeat, a su modo, está tan atrapada en su ático lujoso como Demi Moore. La historia de Oscar Wilde, abonada a malestares propios de la Modernidad, es individual y romántica. No tiene forma de proyectarse a circunstancias sociales concretas porque (gracias a privilegios decimonónicos) tiene su confianza depositada en que lo personal reverberará sobre lo colectivo. Desde ese esquema hoy Moore no puede representar a las mujeres. Su caso no puede expandirse ni cuestionar un sistema, solo replicarlo, languidecer en su propio relato, y ofrecer unas cuantas carcajadas y sustos a cambio.
A La sustancia, como ocurrió con Titane de Julia Ducournau —una película aún más débil en sus presupuestos que la de Fargeat— se la ha comparado mucho con David Cronenberg. Y es entendible, si nos ceñimos a la común preocupación por el cuerpo y a cierto ímpetu disfrutón. Solo que las películas de Cronenberg siempre han sido de un modo u otro proposiciones de futuro, reevaluaciones de nuestra humanidad en pos de algo que podríamos tener delante. Es un cine que quiere abrirse mientras que La sustancia prefiere cerrarse a cal y canto, a solas con su tesis y con un pastiche lo bastante generoso como para poder perdonarle lo grueso de las metáforas o la costumbre de tratar al espectador como un bebé frente a un sonajero.
Dentro de esa lógica, es sano pasarlo bien con La sustancia. Es normal asustarse, hacer muecas de asco morboso o llevarse las manos a la cabeza ante cada nuevo error suicida del personaje de Moore. También gozar a lo loco con la fiesta del tercer acto y pensar que estos minutos rubrican un nuevo clásico del cine de terror. Solo que también estaría bien plantearse, a continuación y tras el penoso plano final —confirmación de que el vulgar simbolismo de Fargeat siempre encerró bastante mezquindad dentro— si el cine de terror se merece sermones tan limitados, o no sería mejor dejárselos a quienes se limitan a regodearse en lo mal que está todo.