Crisis de los refugiados
Los comerciantes de esperanza
¡Daha! es un extraño título para una novela traducida al castellano. El traductor Guillem Serrahina y las editoriales Catedral y Periscopi —responsables de las versiones en español y catalán respectivamente— han respetado el título original de la obra del escritor turco Hakan Günday (aunque nacido en Isla de Rodas, Grecia, en 1976). Daha es la primera y quizás única palabra que aprenden en turco los migrantes que llegan al país después de una larga ruta, en una parada más hacia el prometido paraíso europeo. Daha significa másDaha más. Y es ese el grito que los peregrinos a la fuerza lanzan a sus captores voluntarios: más. Más comida, más agua, más espacio.
Esa es la palabra que escucha insistentemente Gazâ, el protagonista de la octava novela del autor, que con solo nueve años ayuda a su padre en el negocio familiar: el tráfico de personas. Es la que pronuncian, sin éxito, las decenas de personas que mantienen encerradas y ocultas en una cisterna bajo tierra, privadas de luz y obligadas a dormir unas sobre otras. Algunos están allí unos días, otros incluso semanas. Gazâ y su padre solo son un eslabón más en una larga cadena que va desde el infierno sirio, o iraquí, o afgano. Ese es el argumento de la novela que le ha valido el premio Médicis Étranger a la mejor obra extranjera publicada en Francia y que desde 2013, año de publicación en Turquía, aviva el debate en su país.
Tratar este tema ha sido algo casi natural, dice el escritor. "Al este de Turquía está un mundo aplastado bajo la violencia y la pobreza", cuenta en el patio de su hotel durante su visita a España, encadenando cigarrillos, "y al oeste un mundo que vive como si estuviera en otro planeta, y que se llama Unión Europea". La situación que hoy Europa vive como una crisis lleva décadas sucediendo en su país. "Esta gente ya estaba ahí en 2011, en 2012, y mucho antes… Porque la inmigración es un síntoma de la desigualdad, y tiene la misma edad que la desigualdad." Asegura que "cuando se vive en Turquía, no es necesario hacer una búsqueda exhaustiva sobre este fenómeno para escribir sobre él". Los aspectos técnicos —cuáles son las rutas más utilizadas, cuáles son los métodos de los traficantes— estaban en los informes de Europol y de otros organismos y asociaciones. El "aspecto humano", por su parte, "estaba en el aire".
Con estos mimbres, no se puede esperar una novela ligera. Pero es que la narración de Günday no escatima en oscuridad, y ha sido comparada con el Viaje al fin de la noche, de Louis-Ferdinan Céline, por su tratamiento de la brutalidad de la violencia y la depravación del ser humano, y también con Dostoyevski por su búsqueda psicológica del origen del mal. ¡Daha! no es la historia de superación de un refugiado, ni tiene el final feliz de la llegada a un lugar seguro en el que descansar. ¡Daha! es la historia del niño-captor y de cómo su particular oficio le arrebata la humanidad. De hecho, los migrantes apenas tienen voz —solo hay uno que tiene nombre, Cuma— y se les trata siempre como ganado.
El precio de la vida
Günday defiende su decisión, poco ortodoxa: "La cuestión inicial de esta novela era: ¿cuál es la naturaleza de la relación entre el individuo y el grupo? El grupo no sabe qué hacer con el individuo: o lo sitúa sobre su cabeza y lo convierte en dictador, o lo aplasta bajo sus botas". En este caso, el individuo es Gazâ, y el grupo son los refugiados que llegan a su casa y que a sus ojos no tienen nombre, ni historia, ni personalidad propia. La migración, expluica, supone una despersonalización: "Ellos tienen profesiones, caracteres y experiencias pero, una vez que se convierten en clandestinos, refugiados, inmigrantes, todo lo que han aprendido a lo largo de su vida no sirve de nada". Por si fuera poco, tienen que ponerse en manos de personas "con las que normalmente uno no tomaría siquiera el ascensor". Es un cóctel explosivo, "la situación ideal para que se dé un cierto autoritarismo": "Hay una desesperanza total y un traficante de esperanza".
¿No suena al conocido experimento de la cárcel de Stanford? En este, desarrollado en 1971, a los participantes se les asignaba aleatoriamente el papel de prisioneros y de guardias. Los primeros tenían todo el poder sobre los segundos. El resultado es famoso: los primeros infligieron sobre los segundos toda clase de humillaciones y abusos, que los segundos aceptaron como si realmente hubieran sido privados de su identidad. Günday asiente. Esa es, exactamente, la educación que recibe el jovencísimo traficante. El escritor narra uno de los puntos clave de la formación del personaje, cuando, por accidente, causa la muerte de uno de los migrantes. "Luego escucha esa frase de su padre: 'No te preocupes, vamos a pagar por este hombre y todo se arreglará'. Entonces entiende que se puede pagar por la vida de un hombre con el dinero que uno lleva en el bolsillo; es tan barato que ni siquiera hay que pedir un crédito al banco. Se puede pagar y la vida continúa. En ese momento, aprende que los inmigrantes no son personas, sino insectos con los que puede jugar". Y lo hace.
No hay que volar muy alto para establecer una relación entre el aprendizaje emocional de Gazâ y el de los ciudadanos de la Unión Europea. "Cuando la vida pierde su valor, ya sea en un depósito o en una sociedad, todo lo que se quiera construir sobre eso se derrumbará", defiende, calada tras calada. Y propone un juego: "Imaginemos que hay un país que se dice democrático, con su Constitución y su Parlamento. Y que se garantiza la libertad de expresión, la de movimiento… Si la vida no tiene valor alguno, si la vida de algún ser humano no tiene valor, sea el que sea, lo demás no vale nada". En 2016, más de 5.000 personas murieron en el Mediterráneo tratando de llegar a las costas europeas. Entre 2000 y 2015, fueron más de 30.000 personas las que fallecieron tratando de hacerlo.
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Günday ve en el acuerdo entre Turquía y la Unión Europea un caso claro de deshumanización. Primero porque en él estaban "todas las partes excepto la de los inmigrantes". "Los países se comportaban como si fueran comerciantes al por mayor", critica, "cuando habíamos aprendido que los derechos humanos se aplicaban caso por caso. Pero estamos en un mundo en el que la teoría es violada sistemáticamente por la práctica". Le preocupan que los derechos humanos "defendidos durante dos siglos" se convierten "en piedras preciosas fosilizadas que uno visita de tanto en tanto para creer que todavía se vive en democracia". Y no es, argumenta, la primera vez que tanto Europa como su país se prestan a tratados de este tipo: en los años sesenta, "Alemania compraba obreros a Turquía", y ahora "compra un guardia de seguridad para ponerlo en su puerta".
Günday dice todo esto sin inmutarse, sabiéndose franco y polémico en su país —reside en Estambul pese a su formación europea—, buscando siempre la palabra precisa. Solo parece afectado cuando se le pregunta por la responsabilidad individual ante la tragedia. Busca entonces una imagen, y la encuentra: "Estamos cerrando la puerta de nuestra habitación en un edificio que está en llamas".