Cine
Dietrich Brüggemann: “La religión controla tus pensamientos, como las dictaduras”
Como una santísima trinidad de las casualidades, la productora de la película que nos trae al caso se llama Camino, la película misma se llama Camino de la cruz y su comparación más evidente sería la película Camino, de Javier Fesser. Todos los caminos llegan a la película. Dirigido por el alemán Dietrich Brüggemann, y titulado en su versión original Kreuzweg (Viacrucis), el filme, de estreno en cines este viernes, narra el literal calvario de un chica de 14 años, Maria, educada en el terror y la intransigencia del fundamentalismo católico. Aunque el resultado es completamente diferente, este quizá más inquietante, sombrío, la premisa es básicamente la misma de la película española de 2008 de la que, no obstante, el director asegura no haber tenido noticias hasta su visita a Madrid esta semana.
Ante lo inescrutable de la vida, la religión resulta para muchos bálsamo para calmar la incertidumbre y el miedo. Un lugar donde acudir cuando no se encuentra el sentido al mundo. Para la familia de Maria, el catolicismo, que ellos entienden y practican muy a su manera, significa básicamente todo lo contrario: no es alivio, sino penitencia. Una tortura desde la que expiar los males, que para ellos acechan incluso tras las cosas más cotidianas: la comida, la bebida, la música o, qué decir tiene, no ya el sexo, sino su mera idea. “El Estado moderno no puede controlar tu mente, porque no hay crímenes de pensamiento: los crímenes los cometes o no los cometes”, explica Brüggemann. “Sin embargo, la religión sí que tiene ese poder de controlar tus pensamientos, como las dictaduras”.
Con un gesto mohíno, distraído dibujando caras en una pequeña libreta, el cineasta insiste en no saber de la existencia de la película de Fesser de antemano –“oí hablar de ella ayer” (por el martes)-, y tampoco parece que, a pesar de las similitudes temáticas más que razonables con su propuesta, tenga excesivo interés en verla. “A lo mejor si está en DVD”. Sí que reconoce, en cambio, otras influencias: “La de (Ulrich) Seidl Seidl es bastante obvia”, dice. “Me encantan sus documentales, pero su ficción no tanto, es un poco estridente. Mi referencia número uno es Roy Andersson, que es un cineasta capaz de hacer comedia, tragedia, absurdo… todo a la vez”.
Dividida en tantos capítulos como estaciones tiene el Viacrucis, la película va ascendiendo la senda del deterioro mental y físico de Maria, que vive con una obsesión: ofrendar su alma a Jesús para que su hermano de cuatro años, que jamás ha hablado una palabra, pueda curarse a cambio de su extraña enfermedad. Hacerse santa. Mientras que el peso de su padre en su educación es prácticamente inexistente, siempre rezagado en un segundo plano, completamente pusilánime, la madre ejerce con mano de hierro para mantener a raya a su hija, hasta el punto de resultar despreciablemente despiadada. “Es como la enfermera de Alguien voló sobre el nido del cuco”, matiza el director. “No es tanto que sea malvada, sino que está haciendo su trabajo”.
“La película habla sobre todo de cómo se educa a los hijos”, agrega Brüggemann. “Ha habido muchas transiciones a lo largo de la historia: ahora las monarquías no funcionan, las democracias no funcionan, y tampoco funcionan las familias. Estamos en un momento de confusión generalizada”. Lo que permanece inamovible, y así seguirá, es la tan inevitable como irreversible muerte, la principal baza con la que cuentan los extremismos religiosos para mantener el control sobre sus adeptos. “Esto es una cualidad universal”, dice el cineasta. “Yo en este caso me he centrado en el catolicismo, porque es lo que conozco, pero ocurre los mismo con cualquier otro fundamentalismo, en todos subyace la misma mentalidad”.
Cada etapa de la vía dolorosa de Maria queda plasmada en el filme en forma de planos fijos que asemejan pinturas, y que ponen de relevancia el contraste entre la modernidad de los tiempos en los que vive, los actuales, y lo anticuado del sentir y el proceder de su familia. En esas escenas inmóviles pueden encontrarse, como señala el propio cineasta, alusiones a la composición de obras como La última cena de Leonardo da Vinci o a las grandes escenas de paisajes decimonónicas. “Me encanta ir a museos y ver cuadros, porque puedes decidir tú mismo lo que quieres mirar. No es como en una novela, en la que la acción está siempre guiada. Son como fogonazos del pasado”.
Hay solo tres momentos en todo el largo en los que la cámara se mueve, que coinciden con los tres estadios de la vida de Maria en los que se produce una transición, un cambio. “Todo contiene en sí mismo a su opuesto", señala sobre esa contraposición de imágenes el cineasta, que firma el guion junto a su hermana, Anna Brüggemann, quien también tiene un pequeño papel. “Un guion es algo muy dialéctico, por lo que es bueno hacerlo con alguien con una mentalidad parecida a la tuya”, explica. “Por eso no es casualidad que haya tantos hermanos en el cine, como los Coen”.
Con el texto, ambos se hicieron con el premio al mejor guion del Festival de Berlín, una recompensa a la que se suma la Espiga de plata y el premio FIPRESCI de la Seminci de Valladolid. “Ganar en la Berlinale me ha dado la oportunidad de hacer una nueva película que sin ese galardón no podría haber hecho”, señala sobre su próximo proyecto, que ya está en la fase de edición, y que tratará sobre la sociedad alemana contemporánea, con espacio para los neonazis. “Es una comedia que no sigue las reglas normales de la narración, es arriesgada, y sin el reconocimiento de Camino de la cruz nunca me la habrían financiado”.