No hace tanto estar presente en las listas negras de Hollywood aludía a algo positivo. Hoy es un concepto que salta a la palestra para describir el complicado destino profesional de Melissa Barrera, Susan Sarandon o la agente Maha Dakhil: la primera ha sido despedida de Scream VII, la segunda ha perdido a su agencia de representación y la tercera ha sido despedida de una de estas, la Creative Artists Agency, teniendo que salir Tom Cruise en su defensa. El motivo es similar en los tres casos, la defensa del pueblo palestino en las redes sociales. A falta de ver si esto deriva en algún tipo de ostracismo es inevitable pensar en listas negras, y recordar con añoranza cuando dichas listas eran algo que impulsaba la creatividad, no la coartaba.
Hacia 2005 Franklin Leonard, ejecutivo de Appian Way (la productora de Leonardo DiCaprio), se sintió sobrepasado por la cantidad de guiones que tenía entre manos, y resolvió hacer una encuesta anónima donde se pudieran votar los mejores libretos que no hubieran sido rodados hasta ahora. La iniciativa tuvo de inmediato una gran participación, con múltiples historias que repentinamente obtenían un altavoz y contaban con mayor facilidad para que algún estudio se fijara en ellas. Juno o Pequeña Miss Sunshine fueron producciones que prosperaron gracias a Leonard, quien decidió llamar a la invención Black Litst en honor a las famosas listas negras que habían sacudido Hollywood entre los años 40 y 50.
Se trataba de un guiño satírico, claro. Leonard comprendía que la Black Litst podía garantizar la libertad de los guionistas e impulsar la diversidad de sus voces —los proyectos de mujeres y personas racializadas podían aspirar a materializarse en régimen de igualdad con solo pagar una cuota—, así que le pareció divertido remontarse a una coyuntura hollywoodiense donde esto fue imposible. Leonard recordaba el macarthismo y la caza de brujas, y proclamaba con la Black Litst que estos tiempos siniestros habían quedado atrás. Se equivocaba.
De la caza de brujas a la caza de… ¿antisemitas?
Las listas negras originales no tenían nada que ver con el sionismo o el genocidio palestino, pero su devenir final estuvo estrechamente relacionado con el Estado de Israel. La constitución de este en 1948 era inseparable del contexto de Guerra Fría entre EEUU y la URSS que había empezado apenas concluida la Segunda Guerra Mundial, y que ya andaba causando un terremoto en Hollywood en función a la psicosis anticomunista. La prosperidad de los movimientos sindicales durante los años 30 y 40 —que habían conducido, por ejemplo, a una huelga de animadores en Disney— fue uno de los motivos por los que figuras del estilo de Joseph McCarthy asumieron que la industria del cine era un nido de comunistas.
El miedo rojo y la exaltación sionista —según la cual Israel se consolidaba rápidamente como el gran aliado de EEUU en Oriente Medio— corrieron paralelos en sus primeros años. Durante la década de los 50 varios cineastas e intérpretes fueron perseguidos y vetados, normalmente por la delación de hombres poderosos como Elia Kazan, Robert Rossen o el propio Disney. Charles Chaplin sufrió el acoso gubernamental, Jules Dassin hubo de marcharse a Francia y el guionista Dalton Trumbo terminó convirtiéndose en un símbolo de rebelión frente al senador McCarthy, formando parte de los Diez de Hollywood, que se resistían a las manipulaciones del Comité de Actividades Antiamericanas.
Fue Trumbo, precisamente, quien simbolizó el fin de esta caza de brujas. En 1960 pudo firmar con su nombre los guiones de dos ambiciosas películas, cuyos responsables se disputarían desde entonces el honor de haber sido quien terminó con las listas negras: Kirk Douglas produciendo Espartaco, y Otto Preminger dirigiendo Exodo. Ambos tenían ascendencia judía, y Éxodo particularmente era una épica recreación, con el protagonismo de Paul Newman, de la fundación de Israel a manos de supervivientes del Holocausto.
Llegados a este punto convendría afrontar la sospecha arraigada de que Hollywood respalda a Israel por estar bajo control de magnates judíos. Esto es peliagudo porque conecta fácilmente con el antisemitismo —alude, por ejemplo, a una postura paranoica que es la que estos días le ha costado a Elon Musk perder multitud de anunciantes en X—, y sobredimensiona que muchos de los popes de la industria tuvieran, efectivamente, raíces judías. Es el caso de quienes fundaron Paramount, Universal o Warner, pero la afinidad de Hollywood con el sionismo responde ante todo a intereses geopolíticos por parte del gobierno estadounidense, que se infiltraron en el aparato cultural y mediático con notable facilidad.
A partir de Éxodo Hollywood se volcó con el apoyo al Estado de Israel. De formas, a veces, más sibilinas que el triunfalismo de Preminger. En los años 70 tuvieron lugar tanto los atentados de los Juegos Olímpicos de Múnich como el secuestro de un avión con tripulación israelí por parte de terroristas palestinos. El segundo incidente se solucionó con un eficaz despliegue militar, la Operación Entebbe de 1976, que encendió los ánimos patrióticos hasta el punto de que se produjeran de inmediato varias películas sobre lo ocurrido y, dos años después, se emitiera una miniserie de enorme éxito titulada Holocausto.
Historiadores como Alberto Venegas consideran que Holocausto cambió para siempre las representaciones convencionales de los crímenes del nazismo: a partir de ella, cuando el audiovisual volviera sobre el Holocausto lo haría enfatizando el sufrimiento de los judíos por encima de otros colectivos como homosexuales y discapacitados. Fue el relato que suscribió Steven Spielberg con La lista de Schindler en 1993, sin que eso evitara que posteriormente, explorando las represalias israelíes por los atentados de las Olimpiadas en Múnich, fuera tachado él mismo de antisemita junto a su guionista Tony Kushner. Siendo ambos judíos.
División en Hollywood
Asociaciones pro-Israel pidieron el boicot para Múnich, ilustrando un notable cambio de paradigma en Hollywood. Esto ocurría paralelamente a que los Oscar nominaran Paradise Now como película de nacionalidad palestina —algo que solo tres años antes Elia Suleiman no había logrado con Intervención divina, por no reconocerse que Palestina fuera un país—, y preparó el terreno para un cisma en Hollywood. Antes de 2005 figuras como Costa-Gavras o Vanessa Redgrave habían sufrido el vapuleo de la industria por su apoyo a la población palestina frente a los abusos de Israel, pero estos episodios habían sido más bien aislados, desafiando anecdóticamente una posición hegemónica frente al conflicto.
La hegemonía se ha perdido en los últimos años. Hollywood, en tanto aparato industrial, ha acostumbrado a ser afín al Partido Demócrata y a las causas progresistas en general: es lo que ha derivado en la absorción instintiva de movimientos sociales como el MeToo o el Black Lives Matter entre 2017 y 2020. Así como los sucesivos traumas de Harvey Weinstein y George Floyd han conducido a un apoyo instintivo mediante denuncias, despidos y el surgimiento de un rol como el de los coordinadores de intimidad, con el asunto de Israel ha habido una mayor disensión. O, mejor dicho, unas fricciones más difíciles de contener.
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En 2014, tras la brutal operación Margen Protector con la que el ejército israelí reaccionó al lanzamiento de misiles de Hamás, en España se emitió un Comunicado de la Cultura contra el Genocidio Palestino. Entre sus firmantes estaban Penélope Cruz y Javier Bardem, y su imagen en Hollywood fue muy cuestionada. Luego de que Bardem proclamara que “con el horror de Gaza no cabe la equidistancia”, las críticas fueron tan duras como para que días después matizara su opinión con “un gran respeto por el pueblo de Israel”.
A medida que los actos de Israel han ganado virulencia —o la han mantenido con un caudal de víctimas progresivamente intolerable—, el talante progresista de Hollywood se ha visto en una encrucijada. La industria no puede emitir una respuesta unívoca como ha hecho con el racismo o la violencia sexual, mediada por unos intereses externos que no canalizan los principios personales de sus estrellas. Mark Ruffalo o Riz Ahmed critican duramente a Israel, mientras Amy Schumer, Jaime Lee Curtis o Noah Schnapp (el chaval de Stranger Things que sostiene que “el sionismo es sexy”) defienden el derecho de bombardear Palestina.
En este entorno pueden resurgir las listas negras, están resurgiendo de hecho, pero su color es mucho más tembloroso y cada vez se parece más al gris.
No hace tanto estar presente en las listas negras de Hollywood aludía a algo positivo. Hoy es un concepto que salta a la palestra para describir el complicado destino profesional de Melissa Barrera, Susan Sarandon o la agente Maha Dakhil: la primera ha sido despedida de Scream VII, la segunda ha perdido a su agencia de representación y la tercera ha sido despedida de una de estas, la Creative Artists Agency, teniendo que salir Tom Cruise en su defensa. El motivo es similar en los tres casos, la defensa del pueblo palestino en las redes sociales. A falta de ver si esto deriva en algún tipo de ostracismo es inevitable pensar en listas negras, y recordar con añoranza cuando dichas listas eran algo que impulsaba la creatividad, no la coartaba.