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¿Por qué hay tantos trabajos que no sirven para nada?
Imagine: en un mitin político, y en plena campaña electoral, un dirigente promete la creación de equis mil empleos de trabajo. Una mano tímida se eleva entre el público enfervorecido y objeta: "Oiga, es que algunos trabajos no merece la pena tenerlos". El aguafiestas de turno es el antropólogo estadounidense David Graeber, que después de una obra como En deuda —donde analizaba el peso moral que este concepto tienen en la sociedad—, se ocupa ahora del mercado laboral. Y lo hace en Trabajos de mierda. Una teoría (Ariel), el libro que viene a desarrollar su popular ensayo Sobre el fenómeno de los trabajos de mierda, publicado en 2013 en la revista Strike!. En una economía eternamente preocupada por el paro y que otorga un gran valor social al empleo remunerado, su discurso suena tan descabellado como refrescante.
El trabajo de Graeber debió de meter el dedo en la llaga, porque el ruido que hizo entonces su artículo fue notable. Se pueden encontrar decenas de reportajes, análisis y textos de opinión despertados por aquella pieza de menos de dos mil palabras. Esto resulta especialmente curioso si se tiene en cuenta que la disciplina de este profesor del Goldsmiths College de Londres no es de las más frecuentadas por la prensa. Y más aún si se conocen sus simpatías políticas, cercanas al anarquismo, y por lo tanto no especialmente populares. Pero el antropólogo parecía ocuparse de un fenómeno inquietante y que resonaba en las cabezas de sus lectores: ¿por qué hay cada vez más trabajos inútiles hasta el absurdo, qué oscuro motivo se oculta tras este cambio? "La respuesta", decía en aquel texto, "no es económica, sino moral y política. Los miembros de la clase dominante han llegado a la conclusión de que una población feliz y productiva con tiempo libre en sus manos es un peligro mortal".
Aquella primera aproximación, que quizás no habría resistido un análisis en profundidad, se convierte ahora en un ameno ensayo de 432 páginas en el que Graeber se mantiene voluntariamente lejos de la economía para centrarse en las implicaciones psicológicas, sociales y políticas de lo que él llama "trabajos de mierda". En el último tercio del libro, el autor va un paso más allá, cuestionando la idea de valor asociada al trabajo en la sociedad contemporánea, y los problemas de asociar la remuneración al rendimiento económico de un trabajo, o incluso a su nivel de desempeño. Como en sus anteriores títulos —hay que añadir La utopía de las normas, más cercano al asunto de los "trabajos de mierda"—, Graeber aborda el tema de manera amena y accesible, con más referencias a la literatura o a la cultura popular que a su propia área de estudios, y apoyándose sobre un volumen manejable de datos e informes.
Cuando el trabajo es absurdo
El principal problema que debe resolver Graeber, ahora que tiene espacio, es definir en qué consistirían estos "trabajos de mierda". No se trata de trabajos mal remunerados o con poca consideración social, sino trabajos cuyo valor social es imperceptible. No hablaríamos por tanto del empleo de basurero, que tiene claros beneficios para la ciudadanía sino, por usar un ejemplo real utilizado por el autor, de la recepcionista que tiene tan poco trabajo que realizar que su jefa le indica que clasifique los clips sujetapapeles de la empresa por colores. De hecho, en el inglés original se usa el término "bullshit jobs", que podría traducirse también como "trabajos-chorrada" y no hace alusión alguna a las condiciones del empleo mismo, sino a su utilidad o su sentido. Bajo esta luz, las líneas que escribió Dostoievsky en Memorias de la casa muerta (1862), refiriéndose a los campos de concentración, toman un nuevo aire: "Si se desease reducir a un hombre a la nada, castigarle de manera absolutamente atroz, (...) bastaría con dejarle muy claro que el trabajo que se le fuerza a realizar una y otra vez es inútil hasta el absurdo".
¿Pero cómo podemos medir el valor social de un trabajo? Ante la difícil tarea, Graeber deja que sean los propios empleados quienes detecten el valor de su labor, y llega a la siguiente definición: el "trabajo de mierda" sería "una forma de empleo tan carente de sentido, tan innecesaria o tan perniciosa que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, se siente obligado a fingir que no es así". Es decir, que si la propia persona que lo ejerce es incapaz de ver su utilidad, es bastante probable que ese trabajo no tenga ningún tipo de sentido. El autor no duda en dar ejemplos de "bullshit jobs", entre los que se encuentran según su criterio gestores financieros, grupos de presión, investigadores de relaciones públicas, vendedores telefónicos o asesores legales. Pero también establece matices: el empleo de un recepcionista puede tener mucho valor social o no tenerlo en absoluto si no hay nadie que pase por recepción.
Para ayudarse, Graeber establece una clasificación en cinco tipos distintos de trabajos de mierda. Están los "lacayos", aquellos trabajos que "existen para hacer que otra persona se sienta importante", como los asistentes o los mencionados recepcionistas. O los "esbirros", aquellos "trabajos con rasgos agresivos" que solo existen "porque otras personas los contratan": aquí están los grupos de presión, vendedores telefónicos o abogados corporativos. Están los "parcheadores", "empleados cuyo trabajo solo existe porque en las empresas se producen defectos de funcionamiento o fallos, y estos empleados están allí para resolver problemas que no deberían existir". Están los "marca-casillas", "que existen única o principalmente para permitir que una empresa pueda afirmar que está haciendo algo que de hecho no hace". A ellos añade los superiores innecesarios, o los empleados cuyas labores no son inútiles en sí mismas, pero que se realizan para empresas consideradas innecesarias, como podrían ser los trabajadores de limpieza de una empresa de teleoperadores, por ejemplo.
"¿Su trabajo aporta algo significativo al mundo?"
¿Pero cómo sabe Graeber que estos trabajos efectivamente proliferan? Además de cierto trabajo de campo —recaba decenas de testimonios hilarantes que trufan todo el libro—, Graeber se apoya en un sondeo de la firma británica YouGov, posterior a aquel primer artículo, en el que se preguntaba a los encuestados: "¿Su trabajo aporta algo significativo al mundo?". Los resultados eran preocupantes: el 37% creía que no, el 50% que sí, y el 13% no estaba muy seguro. Es decir, que casi cuatro de cada diez empleados estaban convencidos de que su trabajo no era especialmente relevante y otro más no lo tenía muy claro. Más difícil le resulta a Graeber —y este es quizás uno de los puntos débiles del título— asegurar que cada vez hay más empleos de este tipo, pero él asocia esta supuesta proliferación a lo que él llama el "feudalismo gerencial" y el capitalismo corporativo. Si esto resulta preocupante dentro del análisis de Graeber es, primero, por el bienestar psicológico de quienes realizan estos empleos, que ven gravemente afectada la percepción que tienen de sí mismos, pero sobre todo por la evidencia de que algo parece podrido en la distribución del trabajo y en nuestra concepción del valor.
"Si realmente es cierto que casi la mitad del trabajo que hacemos podría eliminarse sin efectos significativos en la productividad general, ¿por qué no redistribuir el trabajo restante de forma que todo el mundo tenga un trabajo de cuatro horas diarias, o de cuatro días a la semana con cuatro meses de vacaciones, o algún otro sistema igual de relajado?", viene a preguntarse el antropólogo. De ahí nacía el artículo fundacional, de la predicción hecha por John Maynard Keynes en 1930, según la cual las sociedades con tecnologías avanzadas habrían alcanzado para final del siglo XX la jornada de 15 horas a la semana. Parece que no ha sucedido. Y no es que Graeber proponga eliminar mañana mismo los trabajos que, según su definición, serían "bullshit jobs", pero sí invita a pensar de nuevo, a partir de este sinsentido, la relación de la sociedad con el empleo.
Uno de los aspectos que más le preocupan es la pésima concepción social que tiene trabajar poco, incluso cuando se realiza una labor inútil: aquellos que tienen "trabajos de mierda" deben aparentar ante sus jefes que trabajan mucho aunque no sea así, y deben guardar también la compostura ante sus amigos y familiares. "Hay algo profundamente equivocado en lo que nos hemos convertido: somos una civilización basada en el trabajo, pero ni siquiera en el 'trabajo productivo', sino en el trabajo como un fin en sí mismo. Hemos llegado a creer que los hombres y las mujeres que no se esfuerzan más duramente de lo que desean en empleos que no les gustan son mala gente, indigna de recibir amor, atención o asistencia por parte de sus comunidades. Es como si hubiésemos dado nuestro consentimiento colectivo para nuestra propia esclavización".
A más beneficio social, peor salario
En la última mitad del libro es cuando la mirada de Graeber a estos trabajos absurdos se amplía y entronca con la de cierto feminismo de clase o el ecofeminismo. Dice el autor: "En nuestra sociedad parece existir una regla general que dicta que, cuanto más obvio es el beneficio que un trabajo reporta a las demás personas, mayor es la probabilidad de que esté mal pagado". Esto viene a suponer que los trabajos que sostienen más directamente la vida material de las personas están peor remunerados que aquellos cuya utilidad es cuestionable: una panadera cobra menos que un corredor de bolsa; una maestra de preescolar, menos que un cuadro medio; una limpiadora, menos que un evaluador de riesgos de inversión. (Existen, claro, excepciones: las teleoperadoras ganan poco y los médicos suelen estar bien pagados).
Entre la escasez y el despilfarro
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Y si utilizamos el femenino es porque aquí hay una marca de género: en la encuesta de YouGov, el 32% de las mujeres creía tener trabajos inútiles frente al 42% de los hombres, lo que el antropólogo asocia al hecho de que ellas suelan realizar tareas de cuidados, cuyos beneficios son claros. Y sin embargo sabemos que los empleos feminizados están peor pagados y que las mujeres ganan menos. ¿Por qué esto está perfectamente asumido por la sociedad y no se cuestiona? "Si el 1 por ciento de la población controla la mayor parte de la riqueza disponible", dice Graeber, "lo que llamamos 'el mercado' solo refleja lo que ellos, y nadie más, juzga útil o importante". Trabajos de mierda apenas dedica tiempo a las posibles soluciones políticas del problema, pero sí lanza una: la renta básica universal, que solucionaría el conflicto entre valor y remuneración.
No faltarán economistas que critiquen el trabajo del antropólogo, ni intelectuales de distinto pelaje que le acusen de utópico. Pero para aquellos que ocupen "trabajos de mierda" o empleos precarios —o incluso para aquellos que sueñen con un trabajo que no consuma la vida que supuestamente debe mantener—, Trabajos de mierda será un bálsamo y una sacudida. Sirva como ejemplo la reflexión de Graeber sobre la imposible mirada de la Antigüedad al trabajo asalariado. El antropólogo señala que griegos y romanos, ante un alfarero, verían factible comprar su producción o incluso al mismo alfarero, puesto que existía la esclavitud, pero nunca el tiempo del alfarero. "Lo más parecido", dice el autor, "hubiera sido 'alquilar' los servicios del alfarero como esclavo durante un periodo de tiempo limitado —un día, por ejemplo—, y, durante ese tiempo, el alfarero hubiese tenido que obedecer todas las órdenes de su amo. El problema es que hubiera sido imposible encontrar a un alfarero dispuesto a aceptar un trato semejante, ya que ser un esclavo, verse forzado a renunciar al libre albedrío y convertirse en un mero instrumento de otro, incluso de forma temporal, se consideraba lo más degradante que podía sucederle a un ser humano".