Cultura
Un homenaje entre amigos para Alfredo Bryce Echenique
Quería Alfredo Bryce Echenique (Lima, Perú, 1939) un “viaje secreto” a Madrid. El escritor quería pasar desapercibido, pero el Instituto Cervantes tenía otros planes: convertir, en palabras de su director, el poeta Luis García Montero, “el secreto en un canto de alegría”. Así se organizó, para el martes por la tarde, un homenaje más o menos improvisado. Primero, el autor de Un mundo para Julius y La vida exagerada de Martín Romaña dejaba su legado en la Caja de las Letraslegado , la cámara acorazada que desde 2007 guarda para el futuro pequeñas joyas de los grandes nombres de la literatura en español. Después, llegaban las alabanzas en una mesa redonda compuesta de amigos y admiradores, como la novelista Almudena Grandes, el músico Joaquín Sabina, el escritor José Esteban, el editor Jesús García Sánchez (Visor), acompañados de las intervenciones del consejero cultural de la embajada de Perú, Alonso Ruiz Rosas, y del propio García Montero, así como de la profesora de literatura hispanoamericana Ana Pellicer como moderadora. La cosa iba de amistad: lo que había depositado el escritor en la caja fuerte eran algunos de sus libros, traducidos a distintos idiomas, y dedicados para sus compadres.
El homenaje servía en parte para celebrar el 80 cumpleaños del escritor, en parte como avanzadilla de la publicación, en Perú, del tercer y último volumen de lo que él llama sus “antimemorias”, titulado Permiso para retirarme, que llega tras Permiso para sentir (2005) y Permiso para vivir (1993). Aunque el mismo novelista había asegurado un poco antes que ese sería su último proyecto, Luis García Montero se resistía: “Permiso no le vamos a dar, le va a costar retirarse”, bromeaba, aunque admitía que el autor “nunca ha necesitado permiso de los demás para hacer lo que le dé la gana”. El poeta anunciaba un relato de “anécdotas” y “diabluras” narrado por quienes fueron algunos de sus amigos más cercanos durante su estancia en Madrid —también vivió en Barcelona—, uno de los puertos de su largo exilio europeo, finalizado solo en 2010 con su regreso a Lima. Almudena Grandes, vecina del escritor durante aquella estancia, recordaba el largo adiós que precedió a su marcha: “Cuántos nos divertimos despidiendo a Alfredo. Estuvimos haciéndole despedidas durante dos años. Parecía que Alfredo no se iba a ir nunca, pero se fue, y dejó un vacío”. La reunión del martes, ante un auditorio abarrotado, parecía un brindis por el reencuentro, pero con público.
A la celebración, por lo narrado por los presentes, no le podía faltar el brindis de ninguna manera: Pepe Esteban hablaba del “alcohol” y la “literatura” compartidos; Jesús García Sánchez narraba una estancia en Cuba que incluía la estampa del escritor peruano negándose a irse a dormir, ya entrada la madrugada, porque en su habitación estaba “Ernesto Cardenal con 200 filipinos”; Joaquín Sabina señalaba su afición al “alcohol” y “los amigos”: “No sé dónde queda ahí la literatura, pero por ahí anda”. El primero sugería que el primer tomo de sus memorias debería haberse llamado Permiso para beber, mientras el segundo apuntaba que debería haberse titulado con una frase de la madre del autor que él repetía a menudo: “Dando pena a la tristeza”. Con sus anécdotas, y entre las risas del público, los participantes parecían trabajar con el mismo mecanismo que Sabina le atribuía al peruano, al que describía como un gran contador de historias que repite una y otra vez hasta la perfección narrativa: “La última versión no se parece demasiado a la que tú viviste con él, pero es mucho mejor”.
Las declaraciones de amistad navegaban entre la crónica de festejos y los hallazgos literarios, porque se celebraba no solo al amigo, sino también al escritor admirado que fue antes que eso, un eslabón entre los autores del boom y los del posboom, aunque siempre se le haya dibujado más del lado de los segundos que de los primeros. Un mundo para Julius acabó convirtiéndose, contaba Almudena Grandes, en un mundo para ella misma y su yo lector. El protagonista, con su Country Club limeño, se le presentaba como “una persona en la que el desclasamiento podía llegar a rayar en una virtud poética abrumadora, porque él descubre que la vida está en otra parte”. No en los salones, sino en las cocinas. Esa “voz inconfundible y personal, sobre todo en el equilibrio imposible de las emociones”, decía, llegaría también luego en la forma de Martín Romaña y de Octavia de Cádiz.
Ana Pellicer decía haber encontrado en su escritura lo que parecía imposible a los ojos de la joven lectora que fue: un universo después del creado por el boom, otro mundo tras Borges. La profesora alababa su capacidad para “narrar desde el humor y la alegría sin perder la profundidad” y celebraba que “con sus antimemorias”, sus lectores conseguían eso a lo que él renunciaba: “hacer memoria”. Y utilizaba las palabras del escritor y editor Carlos Barral, también amigo: “Alfredo jamás ha escrito una obra autobiográfica, las escribe de anticipación: sucederá todo después”. Pepe Esteban acertaba a resumir su maestría con algo más de displicencia: “Con cinco o seis como tú se haría rica Anagrama”. Y más aún lo resumió Sabina, pidiendo el Premio Cervantes para el escritor entre los aplausos de los asistentes.
Las narraciones de los admiradores/amigos dejaban claro cómo, en “la vida exagerada” de Alfredo Bryce Echenique, realidad y ficción se trenzan hasta la confusión. “Cuando me enteré de que existía el Country Club”, decía Joaquín Sabina sobre el establecimiento frecuentado por el ficticio Julius, “me hice un abono y siempre que iba a Lima me acercaba por si aparecía Alfredo, que siempre aparecía”. Luego dejó de ir, confesaba el músico, porque prohibieron fumar. En el sentido inverso, de la escritura a la vida, García Montero agradecía la forma en que sus enseñanzas literarias se habían convertido en enseñanzas vitales. Por ejemplo, en la capacidad de admiración, que el poeta ejemplificaba en su devoción por Stendhal: “Siempre ha contado cómo en algunas páginas de La cartuja de Parma dejaba el libro para ponerse de pie y aplaudir”. Hablaba también de su uso del humor y la ironía, repitiendo un consejo del peruano: “Conviene sonreír, porque te permite mantener los ojos abiertos, y huir de la carcajada, que te los cierra”.
No era el momento de decirlo en la tarde del martes, y nadie lo hizo, pero quizás sí sea conveniente apuntarlo en la crónica: el acto de homenaje era también uno de restitución. Bryce Echenique andaba ya medio retirado. No solo porque él mismo haya confesado que la escritura no le llama como antes, hasta el punto de imponerse a otros quehaceres. También porque sus últimas grandes apariciones públicas no han sido especialmente luminosas. En el año 2012 el premio FIL de Guadalajara le tuvo que ser entregado, no con fastos en la ciudad mexicana, sino en la intimidad de su casa de Lima. El motivo: el autor peruano llevaba a las espaldas acusaciones y condenas por plagio en sus artículos periodísticos, y un grupo de escritores mexicanos habían protestado contra la concesión del galardón. Luis García Montero hablaba, durante su intervención, de la capacidad del homenajeado para “salir de las malas situaciones y de las crisis”. El homenaje era una fiesta de regreso, en varios sentidos.
Alfredo Bryce Echenique aguantaba el chaparrón de elogios en medio del escenario, ligeramente reclinado y cruzado de brazos por momentos, sonriéndose ante ciertas anécdotas y sin despegar los labios. Su única intervención, al final del acto, fue breve y se limitó a dar las gracias por el acto. Eso sí, a su manera. Citando a Pedro Vargas, uno de los reyes de la canción latinoamericana, concluyó: “Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido”.