José Saramago regresa al año del Nobel

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El 8 de octubre de 1998, hace ya veinte años, Portugal celebraba su primer Nobel y José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922-Tías, Lanzarote, 2010), entonces de 75 años, ocupaba las portadas de los periódicos. La Feria del Libro de Fráncfort, donde se encontraba el novelista, celebraba el premio con tal caos que el autor de Ensayo sobre la ceguera acabaría subido a una silla pidiendo templanza. En algún momento del día, Saramago se retiraría al cuaderno que le servía de diario e inmortalizaría el día de gloria: 

 

8 de octubreAeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel. La azafata. Teresa Cruz. Entrevistas. 

Si hoy conocemos estas aturdidas impresiones es porque Pilar del Río, periodista, traductora y viuda del escritor, encontró un tesoro la primavera pasada. De madrugada, Del Río visita el ordenador de su marido y clica en el archivo de los Cuadernos de LanzaroteCuadernos de Lanzarote, los cinco diarios escritos en la isla entre 1993 y 1997, que se habían publicado en dos volúmenes en el año 2001. Y ahí, después del uno, del dos, del tres, del cuatro y del cinco, aparece un seis. Imposible: solo eran cinco. Entonces Del Río hace click en el seis fantasmal y surge un archivo desdoblado: a un lado, el diario del escritor, al otro, anotaciones para completar el diario de cara a su publicación. Aquel documento se ha convertido en El cuaderno del año del Nobel, publicado por Alfaguara. 

 

"Se me quedó la cara como una tonta", dice la periodista en la presentación del libro a la prensa. "¿Cómo es posible que esto lleve aquí 20 años y no lo hayamos visto?". Más aún cuando se publicaron también las entradas del blog del escritor en un volumen titulado El cuaderno (2009), y en otro más ya póstumo, El último cuaderno (2011). Y cuando él mismo lo explicaba en el epílogo al segundo volumen de los Cuadernos, allá por 2001: "Y si el Sexto Cuaderno no llegó a ver la luz del día y permaneció agarrado al disco duro del ordenador, fue solo porque, envuelto de repente en mil obligaciones y compromisos, todos urgentes, todos imperativos, todos inaplazables, se me quebró el ánimo y también la paciencia para revisar y corregir las doscientas páginas en las que se habían acogido las ideas, los hechos e igualmente las emociones con que el año 1998 me benefició y alguna vez me agredió. (...) Ahora bien, existiendo, inédito, un Sexto Cuaderno, está claro que sería jurar en falso decir que después del Quinto Cuaderno no habría nada más". 

Así que Pilar del Río admite que el volumen apenas es una novedad: hacía dos décadas que se había anunciado. "Lo único que faltaba era hacer unos ajustes", asegura. Allí donde el escritor apuntó "mirar periódico", mirarlo. Allí donde introducía una conferencia que quería incluir en el diario, hacerlo. Y se hizo, de forma que el volumen con las conferencias del escritor que estaba previsto para este año tuvo que posponerse. Porque quiere el azar que el hallazgo coincida con el 20º aniversario del Nobel, acompañado de varios homenajes: Pedro Sánchez y Antonio Costa, primer ministro portugués, acudieron a su casa de Lanzarote a principios de mes, y solo en la Feria del Libro de Guadalajara, en México, tendrán lugar tres actos en torno al portugués. De hecho, la edición española insiste todavía más en la efeméride —la portuguesa, publicada a la vez en la editorial Porto, se titula O último caderno de Lanzarote— y se publica también en una caja especial junto con Un país levantado en alegría, reportaje de Ricardo Viel sobre los días que rodearon al fallo del Nobel. 

Quienes busquen al Saramago que hablaba sin empacho de su intimidad quizás se vean decepcionados. "En el fondo", decía Del Río, "los cuadernos eran cartas a los lectores. Con el paso del tiempo, los cuadernos se iban publicando en distintos países y la gente le iba preguntando por los perros, por los canarios, y ahí sí fue sintiendo cierto pudor". Aunque no siempre se ve al Saramago más sesudo que anuncian la periodista y la editora de Alfaguara, Pilar Reyes. El volumen, de hecho, comienza con un relato bien doméstico: tras una noche de viento, el novelista apuntala un pino joven a punto de escaparse de la tierra. (El desayuno del Nobel comprende, nos dice en ese mismo pasaje, "zumo de naranja, yogur, té verde y tostadas con aceite y azúcar"). 

Además de los artículos que el diario reproduce, a menudo con tintes políticos, y de las conferencias y discursos, y de las entrevistas, el libro recoge una modalidad de escritura íntima que trasciende las anotaciones costumbristas. Están las notas que dan fe de la muerte de amigos o conocidos, y no son poco numerosas. Están las breves anotaciones que sugieren una importancia detrás de los apuntes: "7 de mayo. (...) Los jóvenes leen la mitad de lo que leían hace veinte años y hacen doce veces más deporte. El País"; "10 de junio. Descubren en Amazonia una tribu desconocida"; "5 de agosto. No hemos ido nosotros a Chiapas, ha venido Chiapas a nosotros"; "12 de mayo. (...) Palabras de Manuel Anselmo: 'Me gusta Saramago porque no ha cambiado después de hacerse célebre". Esto último lo secunda Pilar del Río, que asegura que eso se mantuvo incluso con el Nobel: "No le cambió en lo que era, en lo que consideraba suyo, en lo que consideraba importante en la vida". 

Sí cambió su escritura diarística. El ritmo ajetreado de los días acorta y disgrega las anotaciones, que se llenan de citas, lugares visitados y nombres propios. Pero en 1999 aparecen, como dos fogonazos, algo de la vida recobrada. De nuevo una carta de una lectora, que según Del Río se recibían por cientos en la casa de Lanzarote: "Durante mucho tiempo tuvo la ensoñación de contestarlas todas". Algunas sí contesta e incluso reproduce en el diario, admirativo, indignado o emocionado. "No cabe duda de que ciertos lectores, de tan buenos que son, serían excelentes escritores, realmente capaces de llegar al fondo de las cosas", había dicho el 7 de abril después de toparse con una carta particularmente grata, llegada de Alemania. 

Así que el libro termina con una imagen tierna y cómica. El escritor viaja a Madrid y recibe el encargo de su mujer de pasarse por El Corte Inglés a comprar calcetines. Allí, un admirador se asombra de que un Nobel compre calcetines en soledad, aventura Saramago, "sin contar, por lo menos, con la ayuda de dos secretarios y la protección de cuatro guardaespaldas". Pero justo antes el novelista recoge una carta de una lectora que le escribe desde Oporto y que le cuenta cómo, a raíz del galardón de la Academia Sueca, ha hecho caso de los consejos sus hijas y se ha puesto a leer por fin su obra. "Estoy muy agradecida a la Academia Sueca, que me ha dado el empujón que necesitaba", dice Maria de Lurdes Delgado Rainho, "a Lídia Jorge, que lo dijo todo: 'Es un hombre bueno', pero le estoy infinitamente más agradecida a usted, que me ha dado y seguirá dando innumerables horas de todas las cosas de las que se alimenta mi vida". 

Y el lector se puede imaginar a Saramago, frente a su ordenador, henchido de orgullo y pensando que lo del Nobel quizás había tenido su gracia. 

 

El 8 de octubre de 1998, hace ya veinte años, Portugal celebraba su primer Nobel y José Saramago (Azinhaga, Portugal, 1922-Tías, Lanzarote, 2010), entonces de 75 años, ocupaba las portadas de los periódicos. La Feria del Libro de Fráncfort, donde se encontraba el novelista, celebraba el premio con tal caos que el autor de Ensayo sobre la ceguera acabaría subido a una silla pidiendo templanza. En algún momento del día, Saramago se retiraría al cuaderno que le servía de diario e inmortalizaría el día de gloria: 

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