Luces sobre el escenario
Despertaba el año 2009 y, por un instante fugaz, volvía a materializarse la ilusión esfumada. Barack Obama, primer presidente negro de EEUU, hombre apuesto y elocuente, inteligente, leído, carismático, joven, remplazaba en el cargo a George W. Bush, infame cabecilla del (nunca confirmado) amaño electoral, de las guerras de Afganistán e Iraq, de las armas de destrucción masiva escondidas bajo el atril.
Aquel amanecer de la esperanza recordó entonces a muchos a la llegada al poder de John Fitzgerald Kennedy, asesinado antes de ver cumplido su tercer año de mandato, el 22 de noviembre de 1963. Medio siglo después, su figura sigue ejerciendo una tremenda fascinación. Una muerte temprana y trágica, irresoluta, y una vida testigo y símbolo del despertar de nuevos ideales, del no a la guerra, del amor libre, la psicodelia, el respeto a los derechos de las mujeres, los homosexuales, los negros. Lo que quiso ser, pero no fue. No, al menos, en plenitud.
En recuerdo de aquella época y de aquel suceso que conmocionó a la sociedad estadounidense y mundial, y coincidiendo con la efeméride del aniversario, muy diversos sectores de la cultura se han movilizado para recuperar y revisar la figura de JFK. Se publican libros sobre las muy vivas teorías sobre lo ocurrido aquella mañana en la Plaza Dealey de Dallas (como Matar a Kennedy, de Esfera de Libros o John Fitzgerald Kennedy. Discursos (1960-1963). Una Presidencia para la Historia, de Tecnos), se presentan exposiciones fotográficas que rescatan la faceta familiar del político (The Kennedys, en la galería Loewe de Barcelona), las películas biográficas vuelven a las pantallas (como Matar a Kennedy, este sábado 23 a las 15.45 en Cuatro) y el teatro revive el espíritu de aquelos años de bohemia y disidencia.
Este último es el caso de Los hijos de Kennedy (Teatro Cofidis de Madrid, hasta el 12 de enero), una obra escrita por Robert Patrick y estrenada en 1975, que tras pasar por los escenarios españoles poco después, en 1977, ha sido recuperada por el productor Pedro Larrañaga, con dirección de José María Pou y un elenco para la historia: Ariadna Gil, Maribel Verdú y Emma Suárez –tres actrices que han marcado una generación y que coinciden aquí por primera vez-, acompañadas de Fernando Cayo y Álex García.
“La obra recuerda la década de los sesenta, un tiempo en que la gente creyó que era posible un mundo mejor y lo concretó en las imágenes de ciertos personajes, como Kennedy, pero también Martin Luther King o Bobby Kennedy”, explica Pou. “Y también con un nuevo estilo de música, con una literatura novedosa, con el movimiento hippy, la contracultura. El mundo se entusiasmó con todo esto, pero con la desaparición de Kennedy y otros ídolos el mundo volvió a la desesperanza”.
A través de cinco personajes ante la barra de un bar –(García), un soldado “llevado del cuello a la Guerra de Vietnam”; (Verdú), “una pobre chica que llega a Nueva York coincidiendo con la muerte de Marilyn Monroe que creyó que podía ocupar su puesto como la gran estrella”; (Gil), “una hippy, una rebelde, la líder social”; (Suárez), “una secretaria, la mujer media americana que está enamoradísima de Kennedy, de su familia y de sus ideales” y (Cayo), “un actor gay que habla de su experiencia personal en el nuevo movimiento contracultural”-, la función poetiza el desencanto de los setenta, cuando todo había terminado, y plantea consideraciones sobre el espíritu de aquellos y estos tiempos.
Una de ellas pude ser, apunta Pou, “la reflexión de que no hay hoy en día esos líderes fantásticos, que también los hubo en Europa, como Willy Brandt, capaces de generar confianza”. Los que están, como Obama, "un presidente producto de aquellos movimientos a favor de la igualdad, lo que es un nexo precioso entre las dos épocas", también pueden extraer valiosas lecciones, aunque adaptadas a los tiempos. Porque, como señala el director, “ahora los poderes económicos y financieros son los que mueven el mundo y dictaminan cuándo se tiene que desencadenar una crisis”.
Sombras entre las páginas
La ilusión –truncada- a la que remite Los hijos de Kennedy tuvo su contrapunto en forma de posible corrupción electoral, de Crisis de los misiles en Cuba, del episodio de Bahía de Cochinos, de conflictos con la industria del metal…. “Kennedy no era tan buena persona como parecía”, sentencia Antonio Manzanera. “Pero ha pasado con él lo mismo que con otros personajes famosos con una muerte prematura, que se ha creado un sentimiento de simpatía que les hace parecer mejores de lo que fueron”.
El autor de la recién publicada La suave superficie de la culata (Umbriel), habla desde el conocimiento que le han brindado sus más de tres años y medio de investigaciones sobre la figura del malogrado presidente y su contexto histórico, definido por las relaciones con Cuba y el comunismo o el poder de la mafia italoamericana para hacer y deshacer en Estados Unidos.
Con esos ingredientes, el escritor ha creado una novela –ficción, por tanto-, que busca sin embargo arrojar luz sobre las muchas teorías en torno al magnicidio del siglo. “Quería explicar cómo funciona el crimen organizado”, puntualiza el también autor de El informe Müller, sobre la figura del antiguo director de la Gestapo. “Para contextualizarlo, busqué un episodio histórico y di con la historia de Kennedy y (Fidel) Castro”.
Uno de los centenares de intentos (documentados) de asesinar al casi inmortal líder cubano, en la novela perpetrado por la CIA en colaboración con la Cosa Nostra, sirve de hilo conductor de una trama que se introduce en el mundo de Las Vegas, de los casinos y sus trampas, de las muchas otras trampas de la mafia y de la tirante y áspera ligazón de EEUU y Cuba.
Tratado colateralmente en el libro, el asesinato de Kennedy fue realmente obra del único culpable señalado, Lee Harvey Oswald, según ha concluido Manzanera a partir de sus pesquisas, basadas fundamentalmente en las fuentes primarias que existen, los informes de las comisiones Warren y ChurchWarren Church. “Creo que él disparó, que no fue un chivo expiatorio”, asegura el escritor. “Al menos fue uno de los que disparó, porque es probable y posible que hubiera un segundo tirador”.
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Que el magnicidio de Kennedy –cuyo padre, Joe, hacía negocios con la Cosa Nostra- ocurriera en Dallas no es una coyuntura casual, dada la reconocida inquina del sur hacia aquel presidente, sumada sobre todo a la extendida corrupción de la policía de la ciudad texana, comprada por la mafia. “Jack Ruby (que mató dos días después del magnicidio a Oswald) era el propietario de un cabaret que tenía como clientes a los jefes de la policía de Dallas, y jugó un papel muy importante en el asesinato de Kennedy, porque tenían que cerrar la boca a Lee Harvey Oswald”.
Que se haya mantenido como verdadera la muy dudosa conclusión de la comisión Warren, la encargada de investigar el caso, que afirma que solo hubo un francotirador que actuó por su cuenta, responde de acuerdo con el autor a “que es muy incómodo reconocer la vulnerabilidad del presidente: ese sapo que tienes que tragar es menos que admitir que tu país está en manos de la mafia o la KGB”.
Actualmente inmerso en una nueva investigación, esta sobre el intento de asesinato de Juan Pablo II, y con otra novela sobre la deserción del coronel Yurchenko en la Guerra Fría pendiente de publicación, Manzanera también se moja en lo que se refiere al otro asesinato en la familia Kennedy: el de Bobby, hermano de John y aspirante como él a ocupar el despacho Oval. "Creo que los sucesos no están relacionados", concluye, "y creo que, si hubiera llegado a ser presidente, Bobby hubiera sido mejor, porque era un trabajador muy serio, muy obstinado. Además, fue él quien obligó al FBI a abandonar la idea de que los enemigos eran los comunistas".
Luces sobre el escenario