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El laberinto alucinado de Alan Moore

Sébastien Omont (Mediapart)

Cada uno de los 35 capítulos de Jerusalem, contado desde el punto de vista de un personaje, presenta, sobre todo en su tercera parte, variaciones de tono y de estilo. Así, cuando el capítulo 26 adopta el punto de vista de Lucia Joyce, hija de James, internada en el asilo psiquiátrico de St-Andrew's, su escritura recuerda a la de Finnegans wake. El título del preludio, "Work in progress", recuerda, de hecho, al escritor irlandés. Como el autor del Ulises, el escritor y guionista de cómic Alan Moore intenta incluir en su libro toda la realidad de una ciudad, pero más que la unidad de tiempo, elige la unidad de lugar, un barrio, Boroughs, algunas calles recorridas una vez y otras, subidas, bajadas, deambuladas a lo largo de las páginas por los personajes. Algunas se representan en diferentes épocas para mostrar la evolución de cierta Inglaterra, la del pueblo, la de una clase obrera que tiende a disolverse hacia los márgenes a golpe de rehabilitaciones que fracturan tanto el espacio urbano como la solidaridad. Si hay nostalgia, se acompaña de una fe profunda en la vitalidad de esta clase de la que sale Alan Moore. Y de la convicción de que, pese a las demoliciones y las transformaciones, el pasado sigue estando vivo en el presente. 

Jerusalem llegará al fin en castellano en primavera, editada por Planeta Agostini. Se sumará a El libro de la serpiente, que saldrá el mes que viene en el sello La Felguera, y a La voz del fuego, aparecido el pasado diciembre en Roca. Casi toda la prosa de Moore, creador de V de Vendetta, Watchmen o From hell (faltaría The mirror of love) a disposición de sus fieles seguidores. 

 

En Jerusalem, algunos personajes pertenecen a una misma familia a la que seguimos durante cinco generaciones, gracias a una seria de individuos cálidamente ordinarios o de una excentricidad furiosa, hasta el límite de la locura. Está Ernest Vernall, que tiene la revelación de que los suyos están destinados a velar por las esquinas, por los rincones, y que estos pueden tener más de tres dimensiones. Acabará sus días en el asilo de Bedlam. Está Snowy, su hijo, que recorre los caminos del tiempo, tratando de tú a tú a los ángeles y supervisando las chimeneas, mientras que su mujer da a luz en la calle. Está May, hija de Snowy, familiarizada con los nacimientos y con las muertes que, en tanto que matrona, preside. Y está May, hija de May. Y, por último, están Alma y Michael, nietos de la primera. 

Alma, "sobrecogedora", extraordinaria, "inquietante", ha decidido de una vez por todas que el mundo se plegará ante ella y no al contrario: es artista. Michael, al contrario, es terriblemente normal, lo que se convierte en el sufrimiento constante de Alma. Es el habitante por excelencia de Bouroughs. Casado, con dos hijos, trabajador manual no cualificado, que recicla a mazazos viejos bidones inservibles. Dos acontecimientos van a constituir el foco del libro y de un digno miembro de la familia Vernall: a los tres años, se encuentra brevemente en estado de muerte clínica, y 46 años más tarde, un accidente industrial le hace recordar lo que vivió durante esos minutos. Estos recuerdos dan lugar a una exposición de Alma y a todo el tercio central de Jerusalem

Numerosos personajes atraviesas una Northapton policroma. Algunos famosos, como Lady Di —enterrada en la región—, Oliver Cromwell, Charlie Chaplin; y, en el capítulo 29, escrito como una obra de teatro, aparece el fantasma de Samuel Beckett, que viene a visitar a Lucia Joyce. O representaciones de la clase obrera: Benedict Perry, poeta fracasado, Black Charley, antiguo esclavo, primer negro censado en la ciudad, Roman Thompson, militante de extrema izquierda y homosexual, Dennis, drogodependiente y sin hogar, o Marla, prostituta. Sus idas y venidas a lo largo de las mismas calles, sus encuentros narrados varias veces según diferentes puntos de vista, podrían parecer pesados. Dan, sin empargo, cierto espesor y profundidad a la ciudad descrita. El relato se construye en capas sucesivas, más que según una progresión lineal. 

 

En su novela bulímica y proteiforme, para expresar la ciudad en todos sus aspectos, a lo largo de los capítulos Alan Moore recurre al poema, a la novela negra, al himno religioso o a la ciencia ficción, tratando de atrapar al máximo lo que llamamos la cultura y la historia. La pintura está igualmente convocada a través de la exposición de Alma, que recoge, bajo otra forma, todos los capítulos del volumen. 

La certidumbre de que el presente coexiste con el pasado —así como con el futuro— se expresa magníficamente recurriendo a una original literatura fantástica, hecha de historias de fantasmas, de cuento gótico y de un imaginario cristiano desacralizado. Durante los breves minutos de su muerte, el pequeño Michael Warren visita el Más allá, que, para Alan Moore, no es ni un lugar paradisíaco ni infernal, aunque encontremos en él a ángeles y demonios, sino estrictamente igualitario y más bien agradable. 

Como los minutos de asfixia del pequeño pueden extenderse hasta el inifinito, Michael va a recorrer el mundo de "Allí arriba" en compañía de la "Banda de fasntasmas", dirigida por el autoritaro Phyllis Painter, envuelto en su apestosa bufanda de conejos muertos. Los jóvenes espectros gastan bromas a los fantasmas adultos y al diablo, sisan aquí y allí, comen hadas, escarban en las capas temporales y hacen malabares con las maradojas. Esta parte central constituye una maravillosa evocación de la felicidad de la infancia y de la riqueza de su imaginario, entre Dickens y un Huckleberry Finn tan fantástico como urbano. 

Guionista de cómics de culto, autor de una primera novela, La voz del fuego, que trataba ya de Northampton a lo largo de los siglos, Alan Moore utiliza Jerusalem para desplegar un mundo fabuloso, majestuoso y familiar, eléctrico e inmemorial, inmenso. Para el lector, es como un río que correría en vertical o, para conservar una imagen del libro, una "cantera" infinita donde trabajan "constructores" y a la que encuadrarían las dos partes, la inicial y la final, más centradas en Boroughs y más realistas. El Más allá imaginado por Moore, que concentra el tiempo en sí mismo, es de un surrealismo colosal, una triunfante sombra metafísica que engloba el pobre barrio de Boroughs y apropiándose de la empresa de destrucción en curso a comienzos del siglo XXI. Proclama la dimensión espiritual de Northapton, equivalente a una Jerusalén anglosajona. 

Alocada tentativa de representar el tiempo y el espacio con palabras —la traducción al castellano que prepara desde 2015 José Torralba es un verdadero tour de force—, libro-mundo cuya opulencia se concentra en algunas hectáreas por una especie de Joyce gótico o un Perec bajo el efecto de los ácidos, "gloriosa mitología de la pérdida" que afirma que los márgenes están en el centro —Moore insiste en las numerosas disidencias, sobre todo religiosas, nacidas en la ciudad—, obra hormigueante, libre y feliz, Jerusalem es sobre todo una prodigiosa conquista literaria. 

  Traducción: Clara Morales

Lee el artículo en francés: 

Cada uno de los 35 capítulos de Jerusalem, contado desde el punto de vista de un personaje, presenta, sobre todo en su tercera parte, variaciones de tono y de estilo. Así, cuando el capítulo 26 adopta el punto de vista de Lucia Joyce, hija de James, internada en el asilo psiquiátrico de St-Andrew's, su escritura recuerda a la de Finnegans wake. El título del preludio, "Work in progress", recuerda, de hecho, al escritor irlandés. Como el autor del Ulises, el escritor y guionista de cómic Alan Moore intenta incluir en su libro toda la realidad de una ciudad, pero más que la unidad de tiempo, elige la unidad de lugar, un barrio, Boroughs, algunas calles recorridas una vez y otras, subidas, bajadas, deambuladas a lo largo de las páginas por los personajes. Algunas se representan en diferentes épocas para mostrar la evolución de cierta Inglaterra, la del pueblo, la de una clase obrera que tiende a disolverse hacia los márgenes a golpe de rehabilitaciones que fracturan tanto el espacio urbano como la solidaridad. Si hay nostalgia, se acompaña de una fe profunda en la vitalidad de esta clase de la que sale Alan Moore. Y de la convicción de que, pese a las demoliciones y las transformaciones, el pasado sigue estando vivo en el presente. 

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