'En lo alto de la calle Tucumán'
Pablo Echenique, físico teórico y político, portavoz de Unidas Podemos en el Congreso, secretario de Acción de Gobierno, Institucional y Programa de Podemos y una de las figuras que han marcado las nuevas generaciones de la política española, nos explica a través de su mirada personal en Memorias de un piloto de combate el fin del bipartidismo y la negociación del primer gobierno de coalición en España, y cómo formó parte de este proceso y lo que supuso en su carrera. Editado por Arpa, la obra ya se puede encontrar en librerías. infoLibre publica el primer capítulo del libro.
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Corren los años ochenta del siglo pasado. Tengo nueve o diez años y me hallo con mi amigo Tomás —o quizás es Leo— en la parte más alta de la calle Tucumán, preparándonos para una aventura infantil un poco (bastante) salvaje. Nuestras madres no están al corriente.
En una determinada zona de Rosario —mi ciudad natal y también la de Messi y del Che Guevara (aunque este último por puro accidente)—, el anchísimo río Paraná está bastante más abajo que la cuadrícula casi perfecta donde viven sus habitantes. Ese desnivel hace que una serie de calles bajen en empinada y larga pendiente desde lo alto de la ciudad hasta la ribera del río. La calle Tucumán es precisamente una de ellas y ahí arriba del todo estoy yo con mi amigo Tomás allá por el año mil novecientos ochenta y tantos… ¿o era con Leo? Mientras miramos con respeto y anticipación la larga pendiente, mi amigo coloca una plancha de madera justo encima de mi regazo y la apoya en dos tubos horizontales de metal que forman parte de los apoyabrazos de mi silla de ruedas manual. Esto permite que mi amigo se pueda sentar sólidamente encima de mi regazo pero sin descargar su peso sobre mis piernas. Después de colocar la plancha de madera y sentarse encima de mí, mi amigo coge dos trozos de cartón de caja de embalaje con las manos (para poder frenar las ruedas de atrás sin quemarse la piel de las palmas) y nos disponemos para el lanzamiento, con los corazones agitados.
Enfilamos la silla en dirección al río en el medio de la calzada y ¡arrancamos!
Al principio, mi amigo tiene que dar un poco de ímpetu a la silla empujando las ruedas traseras con las manos. Pero, rápidamente, la pendiente nos acelera y, al poco de partir, ya alcanzamos una velocidad importante y ciertamente peligrosa; quizás unos 50 km/h. Los coches aparcados van quedando atrás como una exhalación y las ruedas de delante —pequeñas y libres para girar— se agitan frenéticamente, obligadas a hacer algo que sus fabricantes jamás habían imaginado. Mi amigo va regulando la dirección y también la velocidad agarrando con fuerza las ruedas grandes de atrás con los cartones. Porque una cosa es 50 km/h y otra muy distinta sería 80.
Mientras bajamos gritando de emoción y con el fuerte viento en la cara, no nos da tiempo a analizar que la baja densidad poblacional de Rosario y el escaso poder adquisitivo de sus gentes hace que haya pocos coches… sin duda uno de los factores detrás de que aún sigamos con vida. Especialmente, si pensamos en los tres o cuatro cruces sin semáforos que atravesamos a toda velocidad o en la ancha avenida de varios carriles que hay abajo del todo y que funciona como nuestra pista de frenada.
Mi infancia en Argentina fue una infancia de escasez; sin teléfono, sin caprichos y haciendo una fiesta en casa cada vez que podíamos permitirnos el «lujo» de comprar una botella de Coca-Cola. Pero también fue una infancia feliz, de juegos en la calle, de cielos amplios y de libertad.
En todo caso, lanzarme —muchas veces— a 50 km/h en una silla de ruedas por la calle Tucumán, jugándome mi jovencísima vida, creo que es algo más que una anécdota de una infancia de libertad callejera. Podría ser incluso una metáfora del resto de mi vida y una forma de resumir mi motivación para escribir este libro y las cosas que te quiero contar.
Desde luego, aquel jueves 23 de enero de 2014 (casi tres décadas más tarde), en el Centro de Historias de Zaragoza (España), podemos decir con todas las de la ley que me encontraba —política y vitalmente— en la parte alta de la calle Tucumán preparándome para otro lanzamiento. Solo que, esta vez, no lo sabía.
Son aproximadamente las 19:00 y ya es de noche. El taxi adaptado (en cuyo maletero viajo) aparca junto a la rampa del paso de cebra que cruza la calle Asalto hacia el parque Bruil.
—Bueno, ya estamos aquí —dice el taxista.
A continuación, el procedimiento habitual: el taxista baja del coche, levanta el capó trasero, despliega la rampa y la apoya en el asfalto, me suelta los enganches de las ruedas traseras, me quita el cinturón de seguridad —también anclado al suelo del maletero— y presiona el botón que libera las cintas acabadas en gancho que aseguran, por el chasis, la parte delantera de la silla (en 2014 ya eléctrica) para que no se pueda desplazar hacia atrás ante un acelerón.
—¡Piii, piii, piii, piii, piii! Siempre me ha hecho gracia que el código sonoro para «ojo, peligro, grúa gigante dando marcha atrás» sea idéntico al de «ojo, peligro, cascao motorizado dando marcha atrás». Las solemnidades exageradas me resultan ridículas y graciosas.
Pues nada, allá que voy. Mano firme en el joystick, un poquito hacia delante para liberar las cintas y luego marcha atrás recto controlando la dirección. Una vez que mis cuatro ruedas están sobre el asfalto, el taxista quita los ganchos del chasis y los deja en el suelo para que las cintas se recojan automáticamente —como un cinturón de seguridad—, presiona el botón que desactiva el pitido, pliega la rampa y baja el capó trasero con energía para que cierre bien.
—Tarjeta ciudadana, ¿verdad? —me pregunta.
—Sí. La llevo en la bolsa de atrás si la puedes pillar. Está en una billetera marrón, en el bolsillo exterior.
El taxista sigue mis indicaciones, coge la tarjeta, introduce el importe en el móvil y acerca el chip de la tarjeta al lector NFC del teléfono para registrar el pago.
—Está conectándose al servidor —dice para rellenar la espera.
Antes, el Ayuntamiento de Zaragoza tenía un sistema distinto para el desplazamiento de las personas con movilidad reducida. Nos movían en unos microbuses amarillos que funcionaban puerta a puerta, como un taxi, pero que tenían muchos problemas. Había que reservarlos el día anterior como muy tarde (con lo cual, no servían para imprevistos), no trabajaban de madrugada (adiós «ocio nocturno»), no podían aparcar en cualquier calle debido a su tamaño y a veces pasaban a recoger a otras personas durante tu viaje, convirtiendo trayectos de quince minutos en paseos de una hora por toda la ciudad.
El sistema de los taxis adaptados funciona mucho mejor para los usuarios, le cuesta la mitad de dinero al Ayuntamiento y da trabajo a los taxistas. Es incomprensible que no esté implantado en todas las ciudades de España.
—Ya está. ¿Te guardo la billetera en la bolsa?
—Sí, por favor.
—Bueno, listo… Venga, Pablo, que vaya bien.
—Gracias, Manuel. Hasta la próxima —hay unas cuantas decenas de taxis adaptados en Zaragoza, así que conozco a todos los taxistas por su nombre.
Aprovecho que el semáforo está en rojo para los coches y subo a la acera por la rampa del paso de cebra. Siguiente paso: la larga cuesta en zigzag que salva las escaleras de entrada al recinto. La recorro a toda velocidad y me pongo delante de la puerta batiente de cristal, hasta que me ve el guardia de seguridad y me la abre. Cuando un cascao con casi un 90% de discapacidad insiste en moverse solo por la vida, tiene que utilizar todo el rato este tipo de «trucos» y muchos más.
Esa noche, en el Centro de Historias de Zaragoza, sin embargo, no tengo ni idea de que le queda bien poco a eso de moverme solo y que lo voy a echar muchísimo de menos.
Media hora antes de que el guardia de seguridad me abriera la puerta, me había escapado de un congreso científico internacional sobre la aplicación de técnicas de supercomputación en biología molecular y en física que estaba celebrando ese mismo día el Instituto de Biocomputación y Física de Sistemas Complejos de la Universidad de Zaragoza —el BIFI, para los amigos— en la otra punta de la ciudad. Me interesaba mucho el congreso, pero también me interesaba, y mucho también, lo que iba a pasar esa noche en el Centro de Historias.
Apenas seis días antes de esa noche, el 17 de enero de 2014, un conocido profesor y tertuliano de televisión con característica coleta había anunciado en el Teatro del Barrio en Madrid su disposición para encabezar una candidatura a las elecciones europeas que se celebraban el 25 de mayo de ese mismo año.
—Algunos piensan que la política es una cosa de los políticos, unos señores encorbatados que ganan mucho dinero y encarnan unos privilegios; y que si la gente normal no hace política te la hacen otros. Y eso es peligrosísimo [...] Toca mover ficha. Voy a dar un paso adelante —había dicho (casi) sin despeinarse.
En el conjunto del ecosistema mediático tan solo algunos digitales se hicieron eco del acontecimiento, pero muchos por toda España lo seguimos con atención a través de internet.
El planteamiento, bautizado como Podemos, resonaba fuertemente con mis ideas y mi personalidad. Para empezar, contaba con un programa —el así llamado «Manifiesto Mover Ficha»— que era claro, conciso y a lo importante. Una página de medidas y ya está. Punto. Nada que ver con esos mamotretos de programas de trescientas páginas llenas de «fomentar», «potenciar» y «promover» que nadie se lee.
La propuesta contaba también con una hoja de ruta concreta y democrática. En un primer paso, se recabarían apoyos a través de una página web. Si el proyecto no conseguía 50.000 apoyos, sería abortado. En un segundo paso, si este primero se superaba, se crearían asambleas populares por todo el país (lo que luego se llamarían «círculos»). Por último, se hacía una propuesta práctica de unidad: un llamamiento a todas las fuerzas políticas transformadoras, incluyendo a Izquierda Unida, a participar en unas votaciones primarias —conjuntas y abiertas a la ciudadanía— para confeccionar la papeleta electoral. Si Pablo Iglesias no gana esas primarias, Pablo Iglesias se pone a las órdenes de la persona más votada. Lo importante es ir todos juntos y el método es la democracia.
Como muchos españoles, yo sentía por aquel entonces mucha frustración. Era incapaz de entender cómo podía ser que, después del 15M —el movimiento popular que había cuestionado duramente al bipartidismo en las plazas y que llegó a tener tasas de apoyo de más del 70% en la población general—, el PP hubiera vuelto a ganar las elecciones con mayoría absoluta. No lo entendía. Y tenía claro que había que hacer algún movimiento audaz en la arena política. Ese tipo con coleta parecía inteligente y hacía una cosa que yo no había visto hacer en mucho tiempo —quizás nunca—: decir la puñetera verdad en la televisión. Pero, sobre todo y por encima de todo, algo dentro de mí me decía a gritos «esto (por fin) puede funcionar».
Por eso estaba allí esa noche y no profundizando en las simulaciones de dinámica molecular de proteínas en la otra punta de la ciudad.
Ese 23 de enero de 2014, mi olfato me dice que el auditorio se va a llenar. Zaragoza es, al fin y al cabo, la primera parada en la ruta de Pablo Iglesias por todo el país tras superar en pocas horas los 50.000 apoyos que se había marcado para la primera fase de Podemos. Por eso me estoy bajando del taxi media hora antes de que empiece el evento. Para coger sitio.
Pero da igual.
Cuando llego al auditorio, el lugar ya está a rebosar. Miro alrededor, descubro que no conozco a nadie e intuyo que la mayoría de los presentes estamos en la misma situación. Tras la preceptiva espera, llega el protagonista, se sube rápidamente al escenario, coge el micrófono y, después de recitar un poema, nos suelta:
—Me dicen que hay casi tanta gente fuera de aquí como dentro y os voy a proponer que pasemos frío. Yo sé que pasar frío es difícil, pero más jodido es estar en el paro y que te echen de tu casa [...] así que os voy a pedir a todos que salgamos a la plaza.
Enero, 19:30, Zaragoza. Efectivamente, hace mucho frío. Pero eso no es lo importante. Lo importante es que en el auditorio del Centro de Historias caben cuatrocientas personas y se han quedado trescientas fuera. Una convocatoria que solamente había circulado por las redes sociales ha conseguido congregar a setecientas personas en una noche de invierno en Zaragoza. Hace frío, sí, pero también hay electricidad y expectativa en el ambiente.
Así que ahí estamos, en la débilmente iluminada plaza de detrás del Centro de Historias. Pablo Iglesias y Miguel Urbán, con un megáfono y setecientas personas que no nos conocíamos de nada, echando bocanadas de vapor de agua al respirar. En esa época, la única estructura organizativa con la que contaba el incipiente proyecto de Podemos era el pequeño partido Izquierda Anticapitalista y fueron los anticapitalistas de Zaragoza los primeros en levantar la mano y decir «nosotros podemos conseguir un recinto y podemos conseguir unos amplificadores y un equipo electrógeno». Por eso estábamos teniendo esa primera asamblea en mi ciudad y no en Valencia, en Valladolid o en Bilbao. Pero yo todo eso, entonces, no lo sabía.
Lo que sí sabía es que no voy a aguantar mucho en esa plaza porque voy bastante desabrigado. Al tener muy poquita fuerza debido a mi enfermedad, no puedo llevar mucha ropa de abrigo porque entonces me cuesta moverme y no puedo conducir la silla. Así que tengo que elegir entre la libertad de movimientos o estar calentito. Por eso siempre voy desabrigado en invierno y, por eso, seguramente me habrás visto en muchas ruedas de prensa en mangas de camisa. Mi estrategia para el invierno es utilizar ropa técnica muy ligera, de la que se usa para hacer trekking en alta montaña, llevar pocas capas —nunca más de dos— y no pasar mucho tiempo a la intemperie porque lo que primero se me queda frío es la mano de conducir y entonces tenemos un problema grave.
Podría quejarme, pero es lo que hay. Cuando no tienes otra opción, de poco sirve lamentarse.
Afortunadamente, la cosa va rápido. Primero coge el megáfono Pablo Iglesias y habla de las ideas políticas básicas, después complementa Miguel Urbán con algunas claves de la hoja de ruta práctica y, finalmente, pasamos al turno de preguntas. A medida que voy escuchando a la gente, me voy decidiendo a intervenir. Es una de las primeras veces que hablo en público en mi vida y estoy bastante nervioso. Pero necesito salir de esa asamblea con tareas. No quiero que se repita en mí esa frustración que sentí en el 15M cuando iba a las plazas y comentaba con la gente que estaba acampada allí: «Todo lo que estamos diciendo es correcto, pero ¿qué es lo que vamos a hacer para cambiar las cosas?».
Entonces, no obtuve respuesta y, esta vez, no podía volver a ser igual.
Por eso —porque no me podía permitir a mí mismo no hacerlo—, tomo la palabra con cierto temblor en la voz y me dirijo a Pablo Iglesias diciendo algo así como:
—Nos pides que nos organicemos. Nos dices: «Organizaos». Y eso está muy bien y parece muy lógico, pero es un poco como cuando dicen por la radio, en la operación salida de las vacaciones: «Hay que salir a la carretera de forma escalonada». Y tú lo escuchas en tu casa y piensas: «Claro, tiene todo el sentido del mundo, hay que salir de forma escalonada. Pero, ¿yo, exactamente, a qué hora tendría que salir? ¿Yo, exactamente, qué es lo que tendría que hacer?». Con la indicación de organizarnos, ocurre algo muy similar. Yo, que no tengo experiencia de organización política, no sé ni por dónde empezar. Por eso, te quería preguntar si no nos puedes dar algún tipo de directriz o consejo más concretos.
Como mi pregunta es un poco impertinente, obtengo la contestación que me merezco y que se puede resumir con las siguientes palabras:
—Organizarse políticamente es como follar. Uno no aprende a follar viendo porno. A follar se aprende follando. Del mismo modo, no vas a aprender a organizarte políticamente porque yo te explique cómo se hace. Se aprende haciéndolo.
Efectivamente, lo primero que me dijo Pablo Iglesias la primera vez que nos vimos fue que organizarse políticamente es como follar. Por suerte, allá por enero de 2014, yo ya no era virgen, así que más o menos le entendí lo que me quería decir.
Flashforward. Martes, 7 de enero de 2020 a las 14:30, Congreso de los Diputados, Madrid. (Tan solo) seis años después del Centro de Historias.
Meritxell Batet, la presidenta del Congreso, acaba de anunciar el resultado de la votación de investidura del candidato a la Presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez: 167 votos a favor, 165 en contra y 18 abstenciones.
Después de cuatro elecciones generales en cinco años y la primera moción de censura exitosa de nuestra historia reciente, se rompe la cláusula de exclusión histórica que había durado más de ochenta años y se va a formar en España el primer gobierno de coalición desde la recuperación de la democracia y el único en Europa con una fuerza política como Unidas Podemos en su seno.
Los diputados del Grupo Socialista aplauden. Los diputados del Grupo Confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común aplaudimos también (cada uno en la medida de nuestras posibilidades) y gritamos «¡Sí se puede!».
Después de abrazarse con Pedro Sánchez, un Pablo Iglesias visiblemente emocionado sube por la escalera del hemiciclo para entregar un ramo de flores a nuestra diputada Aína Vidal, quien, a pesar de estar peleando contra el cáncer, había querido venir desde Barcelona a este momento histórico en el que todo podía depender de un voto. Seguimos gritando «¡Sí se puede!», ahora con un significado añadido.
Al no disponer el Congreso de un escaño accesible, yo estoy contemplando la escena desde abajo del todo en el centro del hemiciclo, conteniendo también a duras penas la emoción. Hasta que veo a Pablo bajar y entonces ya no me puedo aguantar y nos echamos a llorar casi simultáneamente y sin remedio. Es el llanto de todo lo que hemos pasado (especialmente él y su familia, pero también yo mismo y la mía), es el llanto de tocar la orilla tras largos años en el mar y es el llanto de ese final de película cuando —por una maldita vez— ganan los que siempre pierden. Es todo eso, pero es también la emoción de haber conseguido, contra viento y marea, que millones de personas decentes y buenas estén representadas —por fin y después de tantos años de injustificable exclusión— en el gobierno de su país.
Con las caras coloradas, llorando a moco tendido en el centro de un hemiciclo abarrotado y con todas las cámaras de España enfocándonos, nos abrazamos como si no nos estuviera viendo nadie y le digo: «Sí se pudo, jefe. Sí se pudo».
Este libro trata de esos seis vertiginosos años que van desde la plaza del Centro de Historias de Zaragoza a la formación del primer gobierno de coalición, pero también trata de lo que pasó antes, de lo que pasó después y de lo que puede pasar en el futuro. Y lo he querido escribir de la única forma que me parece sincera: en primera persona y dejando que veas también quién soy realmente, más allá de las mentiras, las anécdotas inconexas y las chorradas que se han publicado —aquí y allá— sobre mí.
Tengo claro que no soy más listo ni más sabio que nadie para que valga la pena leerme o para que te interese lo que te pueda contar. Pero sí creo que tengo algo que muy pocas personas corrientes tienen el privilegio de vivir: la experiencia de haber visto alguno de los engranajes del sistema de cerca, de haber incluso peleado cuerpo a cuerpo con ellos y de haber estado no muy lejos —de al menos una parte— del poder.
Además —para qué vamos a engañarnos—, alguien tendrá que explicar cómo demonios puede ser que un tipo tan extraño como yo haya hecho este viaje y haya llegado hasta donde he llegado.
Nací en Argentina y provengo de una familia humilde, pero he conseguido ser doctor en Física y científico del CSIC, lidiando, cada minuto de mi vida, con una discapacidad de casi el 90%... bueno, casi el 90% la última vez que me la midieron hace ya muchos años. A lo mejor ahora rompo la escala. No puedo levantar un vaso de agua medio lleno —y no digamos ya levantarme de la cama solo— pero, desde hace más de tres años, soy el portavoz parlamentario de la cuarta fuerza política de ámbito estatal y primera desde hace ochenta años que (con nuestras ideas) consigue formar parte de un gobierno de coalición en España. Hace ocho años no me conocía nadie más que mi familia y amigos y todo el mundo me trataba con cortesía, pero hoy me conocen más del 90% de los españoles (según las encuestas), y hay un montón de ciudadanos enfadados que me quieren deportar a Venezuela o a Cuba (según Twitter y según el día). No puedo lanzar una bola de papel a 50 cm de distancia y nunca he matado una mosca, pero el telediario de Antena 3 me ha sacado como el violento y malvado líder de los disturbios y la quema de contenedores en Barcelona. No puedo escribir en un teclado ni ponerme yo solo una camisa, pero he sido eurodiputado, he volado por toda Europa, he estado en las diecisiete comunidades autónomas —solo me faltan Ceuta y Melilla—, he dado más de cien mítines en más de diez campañas electorales por todo el país, he sido secretario de organización de Podemos —el puesto más difícil tras el del secretario general—, he coordinado los dos últimos programas electorales de esta formación política, he negociado la primera coalición de toda la izquierda transformadora no independentista desde la recuperación de la democracia, varios Presupuestos Generales del Estado y —por dos veces— un gobierno de España.
'Octubre de 1936'
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En este libro, te voy a contar cómo demonios lo he hecho y también las muchas cosas que me ha enseñado la vida durante esta extraña aventura.
El 25 de mayo de 2014 y contra toda probabilidad histórica, una nave espacial cogió de su casa de 63 metros cuadrados en el barrio popular de San José de Zaragoza a un científico aragonés nacido en Argentina y con una discapacidad de casi el 90% y lo depositó en el Parlamento Europeo en Bruselas. Desde entonces, no es que haya visto naves en llamas más allá de Orión o rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser, pero sí que he estado en algunos sitios y he visto algunas cosas que a la gente como tú y como yo casi nunca nos dejan ver. Cosas que, para la inmensa mayoría, siempre están detrás de la cortina. Desde ahí y con toda humildad, te las quiero contar y te quiero contar lo que pienso que significan. Para que no se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia, pero también porque creo sinceramente que puede serte útil lo que he aprendido en este viaje y porque me preocupa lo que le está pasando a nuestra democracia.
Si, encima, consigo sorprenderte y hacerte reír por el camino, entonces me podré dar enteramente por satisfecho.