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El andar errante de María Zambrano

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María Zambrano. Mínima biografía

Jesús Moreno Sanz

Prólogo de Javier Sánchez Menéndez

Isla de Siltolá

Sevilla

2019

Solo lo imposible existe (...)

Lo difícil vale más la pena que lo fácil (...)

Solo lo imposible es.

María Zambrano

Ya han pasado casi 30 años desde que falleció María Zambrano (1904-1991), y me parece que a estas alturas disponemos de material suficiente para que se le dedique a la pensadora andaluza una biografía completa. Así las cosas, esta subtitulada mínima biografía, más bien otra cronología, la quinta que le dedica el autor, tras las anteriores de 1993, 2003, 2004 y 2014, debería convertirse en su próxima salida en el relato de una vida, junto con la interpretación de sus avatares y pormenores, y la valoración crítica de su trayectoria intelectual y personal. En cierta forma, todo ello está ya en el libro que nos trae aquí hoy, si bien le falta la forma, la retórica propia del género, el mejor aprovechamiento de los datos que maneja, además de profundizar en lo que conocemos, dándonos una posible interpretación, a fin de romper con el rígido corsé de la cronología.

Moreno Sanz no solo conoció a la escritora en la última etapa de su vida, en 1980, sino que además le ha dedicado a su obra numerosos trabajos analíticos, y es el responsable de sus Obras completas, todavía en fase de publicación. Para quien no conozca bien la trayectoria de María Zambrano, esta puede resultar una guía muy recomendable, pues aquí aparecen recogidos sus hitos vitales, la historia y el sentido de sus libros, pero también los momentos y personajes clave de su vida, como fueron su padre, Blas Zambrano (recuérdese el retrato que de él nos dejó su amigo Antonio Machado, y el busto de Emiliano Barral), y su hermana Araceli, con quien compartió la existencia durante muchas décadas (Max Aub pinta a las hermanas Zambrano en su novela La calle de Valverde, unos pocos años antes de que las conociera Cela y se sintiera fascinado por ellas); el primer amor, entre 1917 y 1920, con su primo hermano Miguel Pizarro, quien además le indicaría unas lecturas que le resultaron imprescindibles en aquellos años de formación; su maestro Ortega y Gasset, a quien veneró, pero con quien no siempre estuvo de acuerdo, distanciándolos sobre todo sus distintas posiciones políticas, y a quien le reprochó no estar siempre a la altura de los tiempos; las jóvenes amigas republicanas de Madrid (Rosa Chacel, de quien debe leerse el soneto que le dedica en A la orilla de un pozo, María Teresa León, Concha Méndez, Concha de Albornoz, Maruja Mayo o Fe Sanz, la primera mujer de Ramón Gaya, muerta en la guerra); o bien el proyecto de una comunidad de iguales, de amigos dedicados al pensamiento y a la escritura, con el que volvería a soñar en Roma e incluso tras su regreso a Madrid (pp. 39, 177 y 192).

Destaca, asimismo, el descubrimiento de Galdós, de quien fue una defensora pionera; su incondicional apoyo a la República, los avatares de la Guerra Civil y el no menos trágico exilio ("De destierro en destierro, en cada uno de ellos el exiliado va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose", escribe); su incorporación a la revista Hora de España; las nefastas consecuencias profesionales que le causó no haber obtenido el título de doctor, prueba de que los hábiles papeleadores ya pesaban más en la Universidad de entonces que el mismo saber; la sostenida amistad con Rafael Dieste, Gaya y Emilio Prados, con Lezama Lima, tras su paso por Cuba ("recuerdo aquellos años como los mejores de mi vida", confiesa), su relación amorosa con el doctor Pittaluga, y la protección del pintor inglés Timothy Osborne y de Fiffi Tarafa. Pero también el grupo familiar que componía, además de con Araceli, con su primo Mariano y con Rafael Tomero; los amigos romanos encabezados por Elena Croce, con Tom Carini, Cristina Campo (pseudónimo literario de Vittoria Guerini), su pareja Elèmire Zolla y Marguerite Caetani, propulsora de la revista Botteghe oscure; además de la relación que mantuvo con José Ángel Valente y José Miguel Ullán, y por último, con los escritores españoles que la acogieron y mimaron tras su regreso a España en 1984.

Algunos episodios de su vida me suscitan preguntas: durante su estancia en Santiago de Chile, entre octubre de 1936 y junio de 1937, cuando su marido fue secretario de la embajada, ¿conoció la aparición de A sangre y fuego (1937), de Chaves Nogales, en la editorial Ercilla? ¿Coincidió en la capital chilena con el musicólogo y escritor Vicente Salas Viu, a quien trató en Hora de España? Otros aspectos, en cambio, por ejemplo, su soledad y una cierta indigencia, se ponen aquí de manifiesto. O sus fuertes convicciones republicanas: su repulsa contra los que callaron durante la guerra, cuya prudencia le pareció una falta de misericordia, de capacidad de entrega a los demás. Pero también la cadencia de su voz, sus inflexiones, pues, como comentó la poeta cubana Fina García Marruz: "por primera vez, sentíamos un pensamiento en estado de nacencia, muy cerca de su encarnación en la palabra poética (...), muy cerca también del silencio". Y yo me preguntaría también qué imagen nos ha quedado de ella: si la de la joven elegante, coqueta, o la de la anciana con un estudiado desaliño, no menos coqueta, semiescindida tras el humo del cigarro en la larga boquilla de ébano, obsesionada por el desamparo de los gatos callejeros.

Cuando cita a Juan Bosch, presidente de Santo Domingo, y a Luis Amado Blanco, embajador cubano en la Santa Sede, nacido en España, me parece necesario añadir que el primero fue también un gran teórico del cuento y que ambos cultivaron el género con maestría (pp. 141, 150 y 165). Habría que corregir, además, algunas pequeñas erratas, o errores: de este modo, a Victorio Macho se le llama Victoriano; Bal y Gay aparece como Val y Gai; y a Benjamín Jarnés se nombra como G. Jarnés. Pero, además, en esa futura biografía sería necesario concretar qué "errores y tergiversaciones" comete Francisco Ayala con nuestra escritora en sus Recuerdos y olvidos; y contar con detenimiento la importante relación de amistad que mantuvo con Valente, ambos cultivadores de la religión del desierto, que no acabó nada bien, sobre todo porque cuando el poeta se separó, María optó por el bando de su esposa, Emilia Palomo. Por último, se echa de menos un índice de nombres, pues resulta muy útil en libros no solo de lectura, sino también de consulta, como éste.

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Soy un mero lector curioso de la obra de María Zambrano, pero tuve la fortuna de llegar a ella a través del testimonio oral y escrito de amigos queridos, como José Ángel Valente, Luis López Molina y su esposa Emma García, aunque ella ha guardado siempre una absoluta discreción en todo lo que se refiere a su estrecha relación con María, durante los años de La Pièce y Ginebra, y de Irene Andres-Suárez. Y, como decía, no soy un lector profundo de su obra, como mucho podría considerarme un lector parcial y apasionado, cuyo entusiasmo ha ido creciendo con el paso del tiempo, tras un mayor conocimiento de sus circunstancias vitales, intelectuales y, en los últimos años, debido a mi interés por la relación de los exiliados republicanos españoles con Italia, sobre todo con el grupo que se formó –digamos— alrededor de Elena Croce, con Ramón Gaya, Diego de Mesa, Enrique de Rivas, a los que podría añadirse el pintor mexicano Juan Soriano, véase su Retrato de una filósofa (1954), y que mantuvo con ella lo que llamó una "conversación eterna para nuestras vidas". Sea como fuere, los que no conozcan bien a María Zambrano en este libro hallarán un descubriento, mientras que aquellos que estén familiarizados con su obra lo recibirán, más bien, como una manera de poner al día sus conocimientos, con nuevos matices sobre un pensamiento que nunca dejó de ser errante, como su propia vida.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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