El asedio de la sed
Las propiedades de la sed
Marianne Wiggins
Libros del Asteroide (2024)
"No puedes salvar lo que no amas". La primera frase. Una aliteración diseminada a la que Marianne Wiggins adhiere matices según encauza sus once propiedades de la sed. La carencia de agua donde abundó, en el valle de Owens, a los pies de Sierra Nevada. El deshielo de estas cordilleras convirtió la zona en la Suiza de California, que proveía la cuarta parte de los alimentos de mesa de Estados Unidos. A menos de cuatrocientos kilómetros está Los Ángeles. Sedienta hasta 1913. Un acueducto desvió los ríos hasta la quinta ciudad del país. "Decapitó" las tierras, las mutó en desierto. (Chinatown, de Polanski, con Jack Nicholson y Faye Dunaway, eternizó esta lucha, legal y criminal, por el agua). La megalópolis californiana no salvó el valle. Lo deseaba, no lo amaba. Víctima del "bien común. Las necesidades de muchos pesan más que las de unos pocos". A los menos, derrotados, pertenece Rocky Rhodes. Tiene una hermana gemela, Cas, es padre de los gemelos Stryker, niño, y Sunny, niña, y viudo de Lou, cirujana y buena cocinera de origen francés, que la polio tumbó.
"No puedes salvar lo que no amas, pero solo con amor no basta para mantener la muerte a raya". La triple pérdida de Rocky. De su mujer, que lo sumió en "una confusión psíquica", cuando sus hijos solo tenían tres años, y quitó "todos los espejos de la casa". De sus fincas, un páramo desde 1928: "la sal es la memoria del agua" y de lo irremisible, pese a los doce pleitos que emprendió y el sabotaje fallido contra la canalización, que le cercenó varios dedos de una mano. Y de su hijo. Stryker se alistó en la Marina. Lo destinaron a Hawái, donde se casó con una japonesa. Engendraron dos gemelos también. La vida mestiza. Y su antítesis: murió el domingo siete de diciembre de 1941, mientras jugaba a las cartas en el buque Arizona, atracado en Pearl Harbor, base estadounidense bombardeada por los japoneses. Uno de los dos mil cuatrocientos norteamericanos matados. La reacción obvia: "ya estamos. Metidos en otra guerra más", implicados después de su distancia con el conflicto bélico en Europa. Y el pasmo: "daba la sensación de que nadie en el país volvería a reír jamás su … arrojado a una bañera helada de seriedad". Se sentían inexpugnables y, les pillaron "desprevenidos" en un ataque por la puerta ultraperiférica de su imperio. Las islas edénicas del Pacífico los trasladaron al frente de batalla infernal. El fin de la reticencia.
"No puedes salvar lo que no amas. Pero ¿y si el amor no te salva a ti?". Unas ciento treinta mil personas de ascendencia japonesa, nacidas en Estados Unidos, pagaron la derrama de su origen. No les ampararon ni su nacionalidad ni su arraigo. El presidente Franklin Roosevelt consumó la infamia, "la sombra orográfica del derecho universal". Les prohibió "vivir en la Costa Oeste de Estados Unidos, de Canadá a México, o sus inmediaciones". La Orden 9066 decretó la instalación de centros de internamiento. "Si no estuvieran ahí, aislados y protegidos, sabe Dios cuál sería su destino… En las zonas del interior los ánimos estaban caldeados". A secas: diez campos de concentración, donde no reubicaron a alemanes ni a italianos, minorías más numerosas pero tan enemigos como los japos. "Eran auténticas cárceles". Una de ellas, en Manzanar. En marzo de 1942, en un plazo inferior a una semana, encerraron a diez mil internos, unas dos mil quinientas familias con ochocientos niños, algunos huérfanos, en ochocientos barracones. Consumían casi cuatro millones de litros de agua al día. Sed, higiene. Apenas tuvieron tiempo para vender, ceder o traspasar sus posesiones antes de la repentina reclusión, prolongada hasta después de acabar la guerra. Una parte de este vallado de la ignominia, con una extensión de casi dos mil quinientas hectáreas, se asentó en suelo, ya yermo, de los Rhodes. Los vinculados con quienes causaron la muerte de Stryker eran ahora vecinos de Rocky. Más displicente que perplejo: "uno debe elegir sus batallas, y esa no era la suya. Los japos habían matado a su hijo". Con los enjaulados, llega Schiff, judío, hijo de inmigrantes alemanes, encargado de la apertura y la intendencia de Manzanar. Civil, primero, militar, después. Uno de los abogados que redactó, "bajo la implacable mirada de McArthur", la Constitución posbélica de Japón. Las condiciones del vencedor tras lanzar dos aniquiladoras bombas atómicas que doblegaron al pueblo nipón pero no derrocaron a su emperador, Hirohito.
"No puedes salvar lo que no amas, pero a veces —la mayoría de las veces— tampoco puedes salvar lo que amas". Sunny y Schiff. La conexión de dos soledades. Ella, alma solidaria, las manos entre recetas complejas, sustanciadas por su madre y en un viaje adolescente a Francia con su tía Cas. Él, gestor carcelario a contracorriente, taladrada la conciencia porque su adversario es Hitler, no los ojos rasgados que le interrogan cada día. Por separado y a su modo, quieren restañar la dignidad secuestrada a los ingresados en los campos del deshonor. Solapados, buscan abrigo para sí mismos y atenuar el daño a su alrededor. Sin embargo, el alistamiento de Schiff, su destino en Hawái también, aplana a la pareja, les divide en dos otra vez. "La proximidad…, te enamoras de lo que ves y tienes a mano… Alimentamos nuestros amores con lo que hay disponible". Una disponibilidad expropiada. Más, cuando toca a clamor la campana de las Tres Sillas -nombre de la casa, homenaje al filósofo trascendentalista Thoreau- y el tañido no se oye donde está el soldado. Atareado en misiones de guerra, posterga su regreso.
"Hay amores que no necesitan lluvia". Tras el armisticio, el gobierno de Estados Unidos cerró el campo de concentración de Manzanar, cuando boqueaba 1945. La libertad para los prisioneros de origen japonés. Les dieron un billete de tren o autobús y veinticinco dólares, cantidad que algunos elevan a cuatrocientos, para recuperar sus vidas robadas. Cuando Schiff retorna, observa las ruinas de una moral cercada con alambre de espino. Sunny no lo esperó. Había adoptado un niño de Manzanar y montado un restaurante no muy lejos de allí. La busca. La encuentra. "La existencia se convertía en el espacio entre la lluvia y tú". La evaporación, la última propiedad de la sed, no asedió su futuro.
Encontrarse en la huida
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"El peso del agua en la piel; el peso de la memoria". Los recuerdos de Marianne Wiggins quedaron en suspenso en 2016. Un infarto cerebral masivo inundó de sangre y silencio su pensar cuando rebasaba la última esclusa de esta novela. Su hija, Lara, que lo cuenta en el epílogo, y el editor, David Ulin, remontaron este "pecado original californiano" durante tres años. Cuando la escritora recuperó la memoria aportó frases y, luego, párrafos para reconstruir el capítulo definitivo. Los tres restauraron, eliminaron y completaron el relato de una doble iniquidad. La del peso del agua en la inagotable conquista del sediento Oeste. Los secarrales de esta obra son pasajes de westerns, en los que actuaron Bogart, Hepburn, Grant, Stewart... Y el peso de la procedencia, el "enemigo amarillo". La genealogía prevalece sobre dónde enraízan los estadounidenses recientes. La sed que inunda y el oprobio que encierra. Las sombras salen al encuentro para desvelar sus formas más crudas. La Historia.
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* Prudencio Medel es periodista.