Breve tratado sobre la culpa

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Javier Lorenzo Candel

Los primeros recuerdos traumáticos de mi educación católica están ligados al sentimiento de culpa, una culpa que se convertía en el argumento necesario para entender al ser humano. Su asunción era, por tanto, una suerte de vacuna, un ansiolítico para el niño que no paraba de jugar, y, por extensión, para las cosas que me rodeaban y que, desde ese mismo instante, adquirirían un tono sepia que ha ido acompañando mi educación sentimental.

Esa misma culpa ha condicionado buena parte de los movimientos de los seres humanos, porque su historia ha ido acompañada por los efectos del aguijonazo propinado con descaro por los adoctrinamientos y las creencias. Desde los primeros culpables sobre la tierra hasta los días que hoy vivimos, nos hemos aprovisionado de un gran número de actitudes que han tenido como causa el concurso de la culpa y, por extensión, los valores morales descritos por eso que llamamos “fe”.

Pero, por encima de esa, existe otra sobre la que me quiero detener. Porque a pesar de los innumerables descubrimientos científicos, la propia evolución como descripción del avance, la caída del comunismo, el viaje a la Luna o la muerte de dios pregonada por Nietzsche, hemos ido distanciándonos de la culpabilidad de las religiones para entrar de lleno en la culpabilidad que inoculan las sociedades.

Recuerdo a Pasolini describiendo una sociedad culpable de los fascismos que, según decía, había transmitido ese mismo sentimiento a sus hijos, los había educado alargando así esa tremenda sensación de desamparo, amplificando su estado de seres culpables de la historia. Y lo recuerdo porque ese mismo argumento, sacado de las páginas de su libro Cartas luteranas (publicado en castellano por la editorial Trotta, en una segunda edición de 2010), podría servirnos para analizar nuestra historia más próxima, las sociedades posindustriales y eminentemente consumistas, las de nuestros hijos, analizando así de qué manera estamos gestando un mundo a la medida de una burguesía que ha acabado definitivamente con el sistema de clases y que, de manera notoria, lo ha generado empujado únicamente por su propio bienestar.

¿Y cuál ha sido el fruto nacido del árbol de esta sociedad burguesa? La sociedad tecnológica, último eslabón en la cadena de la evolución, aislada de las culpabilidades históricas. La misma que sostiene una cultura (hablo en sentido general) que está en trance de olvidar los tiempos pasados, como si no fuéramos conscientes de que previamente al consumismo y la tecnología hemos vivido revoluciones que han situado al individuo en el centro de la acción, la palabra en la fuerza de la opinión y la respuesta, la mano de obra en el compromiso con la riqueza, también el humanismo.

Quizá porque todos estos conceptos han sido olvidados, es por lo que las nuevas generaciones, los educadores, nosotros mismos, estamos educando, no con el sentimiento de culpa que describía Pasolini y que, en el tiempo de nuestros padres, tendría todo el sentido del mundo, sino con una culpa no asimilada suficientemente, una culpa enmarañada en el seno de una sociedad burguesa que se constituía como centro fundamental de cualquier movimiento de nuestra generación (hablo de los que rondamos los 50 años). La manera de enfrentarnos a las cosas ha hecho que seamos incapaces de tener una pedagogía que tenga en cuenta todos estos asuntos, y, por supuesto, de transmitirla a las nuevas generaciones.

La naturaleza de los procesos históricos nos tenía que haber llevado a asumir un compromiso de culpabilidad heredada, el compromiso de nuestros padres por levantar un país cuyas características principales eran la hambruna y el miedo. La caída del franquismo hizo posible que ellos mismos reivindicaran una sociedad, asolada por un profundo sentimiento de culpa, de nuevas posibilidades, de trabajo, libertades y bienestar. Y es aquí donde, de manera inconsciente, cortaron ese proceso de asimilación construyéndonos sociedades donde el conformismo social y político, la calidad de vida puesta al servicio de nuestras adolescencias, nos hizo como somos.

¿Pero son nuestros padres absolutamente responsables de ello? Seguramente no, porque nadie esta libre de creer que, como también decía Pasolini, el peor mal es la pobreza, generando así sociedades en las que se destierra la cultura de las clases pobres por sociedades dominantes alejadas de la pobreza; sociedades que llama “capitalistas”. Un proceso natural, seguramente.

Somos nosotros los que estamos, por decirlo de algún modo, sublevados ante la culpa heredada para descargar esa sublevación en nuestros hijos. Y aquí el concurso de la sociedad tecnológica ha servido como instrumento para propiciar, grosso modo, el espacio del conformismo, de la inacción frente a los acontecimientos que deberíamos haber heredado y trasladado, como condición necesaria, a las nuevas generaciones. Hemos hecho confortable el mundo con muy pocos elementos: el consumismo y la tecnología.

¿Y qué solución nos queda? Muy poca para nuestra generación. Pero podemos empezar a pensar que nuestros hijos vivirán una sociedad postecnológica que, esta vez sí, estará marcada por un sentimiento de culpa, de la misma naturaleza que los descritos anteriormente, que llegue a asimilar la necesidad de acabar con la era tecnológica para inaugurar un nuevo movimiento social culpable de su proceso histórico más inmediato. Acabar con los “fascismos” de la tecnología para crear un nuevo mundo de libertades. O no.

Nuestra culpa de padres —parafraseando a Pasolini— quedará reducidas a creer que la historia no es ni puede ser más que la historia del consumismo y la tecnología. Tan solo esto vas a heredar, hijo mío.

*Javier Lorenzo Candel es poeta. Su último libro, Javier Lorenzo CandelManual para resistentes (Valparaíso, 2014).

Los primeros recuerdos traumáticos de mi educación católica están ligados al sentimiento de culpa, una culpa que se convertía en el argumento necesario para entender al ser humano. Su asunción era, por tanto, una suerte de vacuna, un ansiolítico para el niño que no paraba de jugar, y, por extensión, para las cosas que me rodeaban y que, desde ese mismo instante, adquirirían un tono sepia que ha ido acompañando mi educación sentimental.

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