Cuando hablamos de memoria algo hay en juego. La justicia con las víctimas de la dictadura franquista, en primer lugar, que han sido víctimas también, de otra forma, de los apaños políticos de las últimas décadas. Esas víctimas sobraban en el juego político oficial. Hablamos también de la conciencia ciudadana, empobrecida por los silencios y las tergiversaciones sobre un pasado ya no tan reciente. El manto de silencio se ha visto complementado y reforzado por la mala memoria. Hemos asistido, y seguimos asistiendo, a la lucha entre memorias. El recuerdo está seleccionado, interferido y gestionado por los distintos intereses sociales y por las rivalidades políticas. Las memorias luchan entre ellas. La lucha es su ecosistema.
En ese combate la buena memoria tropieza con diversos obstáculos y lleva muchas veces las de perder.
Primero, porque sus adversarios son muy poderosos. El bipartidismo se instaló desde el comienzo en una alianza tácita para aplacar las turbulencias del recuerdo. La derecha encarnada por el Partido Popular, por su parte, ha hecho suyos los fortines de la memoria franquista. La buena memoria no ha tenido poder, y es bien sabido que la memoria sin poder está acorralada.
Segundo, porque las historias de perdedores, en este caso quienes perdieron la guerra y se vieron sometidos durante cuatro décadas, no suscitan entusiasmo ni adhesiones. A nadie le gusta perder.
Tercero, porque, si bien es cierto que en los años noventa del siglo XX fue creciendo el interés por la historia reciente, y también la movilización para desenterrar a los fusilados, no lo es menos que en las últimas décadas se ha asentado una conciencia histórica débil. La cultura de la memoria ha de dialogar con una cultura que mantiene vínculos livianos con el pasado.
Todo esto no ha disuadido a Alfons Cervera, que nos invita de nuevo a viajar con él a territorios pretéritos en los que algo se nos perdió.
Su nueva novela, La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona (Piel de Zapa, 2018), nos trae viejos conocidos: el pueblo de Los Yesares en el último período del franquismo, el Cine Musical, la Terraza Tropical con sus bailes veraniegos y el fondo musical de Los Taburos. Allí encontramos a una generación joven, de mirada atenta y curiosa, a la que Cervera retrata con comprensión y ternura, descubriéndonos sus inquietudes y esperanzas.
La historia es la de dos jóvenes que deciden ir a Barcelona para asistir al concierto de los Beatles, anunciado para el 3 de julio de 1965 en La Monumental. No ocurren muchas cosas. La más decisiva es que, al llegar a Barcelona, los dos amigos, accidentalmente, caen en manos de la policía. Uno de ellos es encerrado en los calabozos de la Jefatura Superior de Policía de la Via Laietana.
A partir de ahí, el absurdo y el horror de la tortura, que va y viene a lo largo del relato. El encarnizamiento con un joven que se pregunta por qué le está ocurriendo eso, cuando no tiene nada que ocultar y, por lo tanto, nada puede confesar. Alfons Cervera nos sumerge en el universo de la tortura, no solo como un medio para obtener información y desmontar las estructuras clandestinas, sino también como un eficaz recurso para intimidar a quienes se ven tentados de sumarse a las organizaciones antifranquistas.
Me pregunto por qué se ha prestado tan poca atención a la tortura, o así me lo parece, uno de los rasgos más significativos del régimen de Franco. Es llamativo el silencio de los torturados, que algo tiene que ver con una encomiable discreción y, quizá, con el deseo de dejar atrás episodios traumáticos que marcan para siempre.
El autor avanza, con un estilo muy personal, con una escritura rápida pero muy cuidada, a través de movimientos envolventes progresivos, aplicando una estrategia de la aproximación indirecta, con pinceladas que sugieren más de lo que explicitan. Como lector, me resulta gratificante que no nos dé todo mascado, que nos deje una parte de la tarea.
De vez en cuando, como quien no quiere la cosa, desliza algunas frases enjundiosas donde desgrana aspectos destacados del programa de su escritura. Ahí están, desperdigadas en el texto, apenas apuntadas. Se rebela contra los llamamientos a la reconciliación antes de haber establecido la verdad de los hechos. “La reconciliación –escribe– debería situarse al final del trayecto, no al principio”. No al precio del silencio o de la ignorancia de lo que pasó. No es admisible que se nos exija el olvido, como si fuera “mejor que la memoria para convivir en paz”.
La ficción no puede sustituir al trabajo historiográfico. No está sujeta a criterios metodológicos estrictos. Lo que se le pide es que lo que cuenta sea representativo de la realidad, aunque no sea exactamente fiel a los hechos históricos. Por eso tiene razón Cervera cuando se refiere a “los detalles que a veces se inventa la memoria. No podemos recordarlo todo. Y aún menos lo que no hemos vivido”. “Lo que no se cuenta –añade– acabamos olvidándolo o lo convertimos en leyenda”. “Lo que se olvida es como si no hubiera existido. Por eso escribo”, concluye.
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Hace falta mucha generosidad para emprender la redacción de un libro como este, sujeto a cada paso –así lo imagino– a la fuerte tensión de la creación en carne viva.
*Eugenio del Río es escritor y editor de www.pensamientocritico.org.Eugenio del Ríowww.pensamientocritico.org
Cuando hablamos de memoria algo hay en juego. La justicia con las víctimas de la dictadura franquista, en primer lugar, que han sido víctimas también, de otra forma, de los apaños políticos de las últimas décadas. Esas víctimas sobraban en el juego político oficial. Hablamos también de la conciencia ciudadana, empobrecida por los silencios y las tergiversaciones sobre un pasado ya no tan reciente. El manto de silencio se ha visto complementado y reforzado por la mala memoria. Hemos asistido, y seguimos asistiendo, a la lucha entre memorias. El recuerdo está seleccionado, interferido y gestionado por los distintos intereses sociales y por las rivalidades políticas. Las memorias luchan entre ellas. La lucha es su ecosistema.