Los diablos azules
La ciudad solitaria
Tras mudarse a Nueva York desde Reino Unido, y tras una ruptura amorosa, la escritora Olivia Laing se encuentra con la soledad y se siente tan desarmada como fascinada por ella. Publicamos la introducción de su ensayo Olivia LaingLa ciudad solitaria, editado por Capitán Swing.
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Imagina que es de noche y estás al lado de una ventana, en la planta número seis, o en la diecisiete, o en la cuarenta y tres de un edificio. La ciudad se presenta como un conjunto de celdillas: cien mil ventanas, unas oscuras, otras inundadas de luz verde, blanca o dorada. Muchos seres desconocidos van de un lado a otro, atareados en sus asuntos en estas horas de intimidad. Los ves, pero no puedes alcanzarlos, y es así como este fenómeno urbano tan común, que puede observarse cualquier noche en cualquier ciudad del mundo, produce hasta en las personas más sociables un temblor de soledad, una inquietante combinación de aislamiento y exposición.
Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, entre millones de personas, tiene un sabor especial. Cabe pensar que este estado es la antítesis de la vida en las ciudades, donde la presencia humana es tan numerosa, pero la simple cercanía física no basta para conjurar la sensación de aislamiento interior. Es posible, incluso fácil, sentir abandono y desolación viviendo tan cerca los unos de los otros. Las ciudades pueden ser espacios muy solitarios y, cuando lo reconocemos, comprendemos que la soledad no es necesariamente lo mismo que el aislamiento físico, sino más bien la falta o deficiencia de conexión, relación estrecha o afinidad: la imposibilidad, por las razones que sean, de encontrar la intimidad que deseamos. «Infelicidad —dicen algunos diccionarios— es el estado del que se ve privado de la compañía de otros». Aunque parezca extraño, ese estado puede alcanzar su apoteosis en medio de la multitud.
La soledad es un sentimiento difícil de reconocer, difícil de clasificar. Al igual que la depresión, un estado con el que a menudo 10 se cruza, puede estar tan arraigado en la naturaleza de una persona como la risa fácil o el color del pelo. También puede ser pasajero, solaparse o alejarse en reacción a factores externos, como la soledad que deja a su paso una pérdida, una ruptura o un cambio en nuestro círculo social.
Como la depresión, la melancolía o el desasosiego, la soledad puede entenderse también como una patología, considerarse una enfermedad. Se ha repetido hasta la saciedad que la soledad no sirve para nada, que es, según nos dice Robert Weiss en su obra fundamental sobre el tema, «una enfermedad crónica sin ninguna cualidad positiva». Afirmaciones como esta guardan una relación algo más que casual con la creencia de que nuestra única meta es vivir en pareja, o que la felicidad puede o debe ser un bien permanente. Pero no todo el mundo comparte ese destino. Aunque quizá me equivoque, no creo que ninguna experiencia tan esencial para la vida en común pueda estar completamente despojada de significado, que no tenga alguna riqueza o algún valor.
En su diario de 1929, Virginia Woolf describía una sensación de «soledad interior» que, a su juicio, tal vez fuera iluminador analizar, y a renglón seguido añadía: «Ojalá pudiera captar la sensación: la sensación de cómo canta el mundo real cuando la soledad y el silencio nos apartan del mundo habitable». Parece interesante la idea de que la soledad pueda llevarnos a una experiencia de la realidad inalcanzable por otros medios.
Recientemente, pasé una temporada en Nueva York, esa isla de gneis, hormigón y cristal, con sus calles abarrotadas de gente, donde se vive en soledad a diario. Aunque no fue en absoluto una experiencia agradable, empecé a pensar si Virginia Woolf no tendría razón, si no habría algo más de lo que parece a simple vista: si la soledad no nos lleva a preguntarnos qué significa estar vivo.
Había cosas que me consumían, no solo como ser individual, sino también como ciudadana de nuestro siglo, de nuestra época pixelada. ¿Qué significa estar solo? ¿Cómo vivimos cuando no tenemos una relación íntima con otro ser humano? ¿Cómo conectamos con otras personas, sobre todo si hablar no nos resulta fácil? ¿Cura el sexo la soledad? Y, en tal caso, ¿qué sucede cuando nuestro cuerpo o nuestra sexualidad se consideran anormales o 11 nocivos, cuando estamos enfermos o no hemos recibido el don de la belleza? Y ¿nos ayuda en algo la tecnología? ¿Nos acerca más o nos atrapa detrás de una pantalla?
No soy ni mucho menos la única persona que se ha hecho estas preguntas. Escritores, artistas, cineastas y autores de canciones han desarrollado el tema de la soledad de distintas maneras, han tratado de buscar sus ventajas y analizar sus consecuencias. Pero entonces estaba empezando a enamorarme de las imágenes, me ofrecían un consuelo que no encontraba en otra parte, y la mayor parte de mi trabajo de investigación se centraba en el entorno del arte visual. Estaba obsesionada con encontrar relaciones, pruebas físicas de que otras personas habían pasado por lo mismo que yo y, mientras viví en Manhattan, empecé a reunir obras de arte que parecían articular la soledad, o sufrirla, sobre todo tal como se manifiesta en las ciudades modernas y más concretamente como se ha manifestado en Nueva York a lo largo de los últimos setenta años, aproximadamente.
Al principio eran las propias imágenes lo que me atraía, pero a medida que iba escarbando, empecé a ver a la gente que estaba detrás de ellas: gente que luchaba, en la vida y en el trabajo, con la soledad y sus efectos colaterales. De los muchos documentalistas de la ciudad solitaria que me han enseñado y conmovido, y a los que me referiré en las páginas que siguen —entre otros, Alfred Hitchcock, Valerie Solanas, Nan Goldin, Klaus Nomi, Peter Hujar, Billie Holiday, Zoe Leonard y Jean-Michel Basquiat—, fueron cuatro los artistas que despertaron principalmente mi interés: Edward Hopper, Andy Warhol, Henry Darger y David Wojnarowicz. No todos ellos residían de manera permanente en el territorio de la soledad, ni mucho menos, sino que proponían una amplia diversidad de posiciones y ángulos de ataque. Todos ellos, sin embargo, eran hiperconscientes del abismo que separa a las personas, de cómo uno puede sentirse aislado en mitad de una multitud.
Esto choca especialmente en el caso de Andy Warhol, famoso por su frenética actividad social. Siempre estaba rodeado de un séquito deslumbrante y, sin embargo, hay en su obra una elocuencia asombrosa sobre el aislamiento y los problemas para relacionarse, cuestiones con las que tuvo que pelear toda la vida. El arte 12 de Warhol explora el espacio que separa a las personas, a la vez que desarrolla una formidable investigación filosófica sobre la cercanía y la distancia, la intimidad y el alejamiento. Como tantos solitarios, era un acaparador incorregible que creaba y se rodeaba de cosas a modo de barreras contra las exigencias de la intimidad entre los seres humanos. Le aterraba el contacto físico y rara vez salía de casa sin una armadura de cámaras y grabadoras que empleaba para parar los golpes de su interacción con los demás, un comportamiento muy revelador de cómo desplegamos la tecnología en esta era de la conectividad.
El conserje y artista marginal Henry Darger se sitúa en el extremo opuesto. Vivía solo, en una pensión de Chicago, en un vacío casi absoluto de compañía o público, donde creó un universo de ficción poblado de seres prodigiosos y aterradores. Cuando en contra de su voluntad tuvo que abandonar su habitación, a los ochenta años, para morir en un asilo católico, se encontraron en ella centenares de pinturas tan exquisitas como inquietantes, obras que al parecer jamás había mostrado a ningún ser humano. La vida de Darger ilustra las fuerzas sociales que conducen al aislamiento, y cómo actúa la imaginación para resistirse a esa realidad.
Así como la vida de estos dos artistas difiere en cuanto a su sociabilidad, su obra trata o bordea igualmente el tema de la soledad de maneras muy diversas, lo aborda a veces directamente y otras veces se ocupa de temas que son fuente de estigma o aislamiento, como el sexo, la enfermedad o los malos tratos. Ese hombre larguirucho y taciturno que era Edward Hopper se dedicó, aunque a veces lo negara, a expresar la soledad urbana, traduciéndola a pintura. Desde hace casi un siglo, sus escenas de mujeres y hombres solitarios, vistos desde el otro lado de un cristal en cafés, oficinas y vestíbulos de hotel desiertos, siguen llevando la firma de la soledad en las ciudades.
De la misma manera que se puede mostrar la soledad se pueden tomar las armas para combatirla, hacer cosas que sirven expresamente como dispositivos de comunicación, que resisten la censura y el silencio. Este era el motor que impulsaba a David Wojnarowicz, un artista estadounidense todavía poco conocido: 13 fotógrafo, escritor y activista, un creador valiente y prolífico que ha hecho más que nadie para quitarme de la conciencia el peso de estar vergonzosamente sola en mi soledad.
Empecé a darme cuenta de que la soledad era un territorio muy poblado: una ciudad por derecho propio. Y, cuando se vive en una ciudad, incluso en una ciudad construida con tanto rigor y tanta lógica como Manhattan, lo primero que le ocurre a uno es que se pierde. Con el tiempo uno va desarrollando un mapa mental, una colección de destinos favoritos o rutas preferidas: un laberinto que ninguna otra persona podría reproducir con precisión. Lo que construí a lo largo de esos años, lo que aquí se presenta, es un mapa de la soledad, trazado tanto por necesidad como por interés, a partir de los fragmentos reunidos a través de mis propias experiencias y las de otros. Quería comprender lo que significa estar solo y cómo influye esta circunstancia en la vida de la gente, antes de aventurarme a cartografiar la complicada relación que existe entre la soledad y el arte.
Hace mucho tiempo, oía a menudo una canción de Dennis Wilson. Era un tema incluido en Pacific Ocean Blue, el álbum que hizo después de que los Beach Boys se separaran. Me encantaba una frase que decía: «La soledad es un lugar muy especial». Cuando era adolescente, en otoño, me sentaba en la cama al atardecer y me imaginaba ese lugar como una ciudad, a la hora en que cae la tarde y la gente vuelve a casa, mientras se encienden las luces de neón. Ya entonces me reconocía entre los habitantes de esa ciudad y me gustaba cómo la reivindicaba Wilson, cómo la transformaba en un terreno fértil y aterrador al mismo tiempo.
«La soledad es un lugar muy especial». No fue siempre fácil aceptar la verdad que encerraba esta afirmación de Wilson, pero en el curso de mis viajes he llegado a convencerme de que tenía razón, de que la soledad no es, en absoluto, una experiencia inútil, sino que, al contrario, llega al corazón de lo que valoramos y necesitamos. Son muchas las cosas maravillosas que han salido de la ciudad solitaria: cosas forjadas en soledad, pero también cosas que sirven para curarla.
*Olivia Laing es escritora y crítica literaria. Ha sido editora de Olivia LaingThe Observer y colabora con medios como The Guardian y The Times Literary Supplement. Es autora de El viaje a Echo Spring. De escritores y alcohol (Ático de los libros, 2016) y To the river. A journey beneath the surface (Canongate Press, 2012).