La vida constante (Conversaciones en el tránsito del milenio)Miguel Ángel MuñozEditora Regional de ExtremaduraMérida2018La vida constante (Conversaciones en el tránsito del milenio)
El poeta, historiador y crítico de arte mexicano Miguel Ángel Muñoz, no confundir con el narrador y también excelente entrevistador almeriense del mismo nombre, reúne en este libro 33 conversaciones con creadores (filósofos, historiadores, editores y antropólogos, aunque la mayoría de ellos sean narradores españoles), organizadas en tres partes diferentes. La entrevista más antigua data de 1994 y la más reciente, del 2016. Esta recopilación nos parece una idea acertada y oportuna, porque casi todas vieron la luz en publicaciones mexicanas, poco accesibles para el lector español.
Como lector, es grato oír las explicaciones de creadores que uno aprecia y, como estudioso, resulta ser una valiosa fuente de información además de una manera de conocer un poco mejor a la persona y la obra, a pesar de que Francisco Ayala afirme aquí que “rara vez las explicaciones del artista acerca de su arte resultan de verdad aclaratorias para los demás” (p. 53), algo que siento no compartir. El escritor granadino llama también la atención —estamos en 1998— sobre “la desorientación intelectual y moral de la gente” y sobre “el deterioro de la palabra” (p. 56), lacras vigentes por desgracia hoy en día.
De entre los narradores de la generación del mediosiglo, Miguel Ángel Muñoz se ocupa de Juan Goytisolo, Rafael Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, Medardo Fraile y Carmen Martín Gaite. El primero nos dice que ha intentado hacer un tipo de escritura difícil y muy diferente de la cultivada por su generación, española y europea, si bien se olvida de que aunque hubiera logrado su objetivo, la cuestión sigue estribando en hacer obras logradas, novedosas, emocionantes. El autor de El Jarama, novela que en esta ocasión no desprecia Ferlosio, nos recuerda que con su escritura no hace punto, sino jerséis, y que escribir es para él una manera de pensar. Por su parte, la Matute considera, no sin razón, que Los hijos muertos y Olvidado rey Gudú están entre sus mejores libros, y que la principal influencia para escribir el segundo no fue Tolkien, como se ha repetido, sino el ciclo artúrico. Medardo Fraile se queja de la dura represión del franquismo, pero se olvida de que en 1964 colaboró en las publicaciones del régimen durante las celebraciones de los llamados XXV años de paz. Carmen Martín Gaite apunta que “se escribe para lanzar al aire nuevas preguntas (...), para tratar de entender mejor lo que no está tan claro como dicen. Para poner en tela de juicio incluso lo que uno mismo cree saber; para distanciarse, mirar la realidad como un espectador y convencerse de que nada es lo que parece” (p. 118).
Tanto Francisco Nieva como Vázquez Montalbán son autores difíciles de encajar en grupos o generaciones concretas. Así, el primero confiesa que le cuesta más escribir teatro, pero que la novela le proporciona más libertad y menos compromisos; y declara –además— que no cree en el estilo, pues tenerlo es matar la creación (p. 134), afirmación sorprendente cuando menos en alguien que se vale de un estilo tan propio y singular. El segundo forma parte de un grupo de escritores a medio camino entre los del 50 y los protagonistas de la Transición. Aquí confiesa, entre otras cosas, que no lo han dejado satisfecho ni las películas, ni mucho menos las series de televisión basadas en sus obras (p. 124).
De la denominada generación del 68, aquellos que empezaron a publicar durante los últimos años del franquismo y los primeros de la Transición, tan diferentes unos de otros en edad y estética, Miguel Ángel Muñoz se ocupa de Álvaro Pombo, Javier Marías, Muñoz Molina, Pedro Zarraluki, Javier Tomeo, Pedro Sorela y Enrique Vila-Matas, entre otros. El primero niega el concepto de novela histórica, por considerarlo un oxímoron, y cree –en el 2008— que La fortuna de Matilda Turpin (2006), con la que obtuvo el Premio Planeta, es su mejor novela, olvidándose en cambio de El metro de platino iridiado (1990), Aparición del eterno femenino contado por S. M. el Rey (1993) y Donde las mujeres (1996), en mi opinión, más valiosas. Marías, por su parte, concluye su conversación afirmando que “la calidad de un escrito depende de la capacidad del escritor para interesar y conmover al lector” (p. 50). Muñoz Molina, quien concibe la literatura como un lujo de primera necesidad, se lamenta de la escasa relevancia de España en la comunidad internacional, a la vez que reconoce —en una sana autocrítica— lo siguiente: “Mis personajes, me gustaría que fueran más verdaderos, menos literarios, menos modelos y más retratos de lo que son” (p. 61), Zarraluki afirma que los grandes cuentos lo son por lo que no se ha escrito en ellos, aunque quede allí su resonancia.
El autor de Amado monstruo, sin impostaciones románticas, reconoce que escribe por automatismo psíquico, abandonándose a sus sentimientos, “y son los personajes (por lo general, dos, enfrentados en un diálogo, o uno, dialogando con su propia sombra) quienes, a fin de cuentas, se van haciendo a sí mismos” (p. 85). Pedro Sorela, fallecido en el 2018, afirma que “la narración en primera persona (...) ha terminado produciendo una verdadera plaga de escritores, porque es más simple, y todo el mundo se siente con la autoridad de hacerlo. Esto produce en España la falta de crítica real” (p. 108). Vila-Matas, el Juan Goytisolo de la posmodernidad tardía, confiesa que su propósito de fondo estriba en “enfrentarme con todas mis fuerzas a la literatura pomposa y plúmbea española de la época” (p. 110), aunque no sé si es muy consciente de que, a veces, lo haga apostando por autores mucho más plúmbeos y no menos pomposos, aunque –eso sí— de otras lenguas.
La tercera parte de la obra está dedicada a los poetas. Tres de ellos (Brines, Valente y Ángel González) pertenecen a la misma generación del mediosiglo, mientras que los dos restantes (Pablo García Baena y José Hierro) solamos incluirlos en las promociones anteriores. El poeta valenciano, en una de las mejores entrevistas, con respuestas más inteligentes, repite que el lujo de la poesía es que no tiene público, sino lectores, pero además Brines reflexiona sobre las características del grupo, sobre aquello que los unió (p. 187). Valente, en una conversación que no aparece recogida en una reciente antología de entrevistas, editada por Galaxia Gutenberg, de la que pronto nos ocuparemos aquí, además de quejarse de las carencias de la crítica española, explica lo siguiente: “Me gusta sentir y construir en cada poema la materialidad de la palabra, descubrir que las palabras se labran con las manos. En esa labor uno está solo y se olvida de todo, tanto que desaparece la solidaridad generacional. Cada escritor es uno” (p. 211). Y Ángel González, quien se considera un músico frustrado, y quizá también un fotógrafo frustrado, aunque aquí no lo confiese, apunta que “a veces, la realidad te obliga a reinventarte, a escribirte un nuevo papel en el gran teatro del mundo” (p. 220).
Por último, García Baena, quien se define como un poeta visual, afirma que “un buen poeta tiene que leer prosa, novela, actualidad, la hojita parroquial, lo que te den en la calle anunciando un menú barato”. Pero, además, comenta que “la poesía necesita un determinado momento, una liturgia para leerla. Tiene un tiempo, no tiene el mismo ritmo que un cuento, una novela: la poesía es diferente” (pp. 194 y 192). Y José Hierro, entre otras muchas opiniones dignas de mención, señala que “el sistema del poema consiste en hacer accesible a la razón lo que, en su origen, es la música errante que ha de encadenarse al pentagrama, lo que le permitirá ser interpretada y, en consecuencia, hacerse audible para todos” (p. 201). Y para concluir con la poesía, recordemos la conversación que Miguel Ángel Muñoz mantiene con ese verso suelto que es Pere Gimferrer. El escritor catalán afirma que las cartas, se refiere a su correspondencia con Octavio Paz, pueden ser “breves ensayos”, compuestos de “pequeños fragmentos autobiográficos” (p. 75). También Julián Ríos, por cierto, se centra en el escritor mexicano, a quien define como un hombre generoso que dialogó con las generaciones posteriores.
Solo conversa con un editor, pero se trata de Jorge Herralde, quizás el más influyente de las últimas décadas, quien repasa su trayectoria, desde los inicios, y apunta que uno de sus mayores orgullos es haber contribuido a la difusión internacional de sus autores. Por lo que se refiere a los historiadores, tanto Hugh Thomas como Raymond Carr, quien dice odiar el calificativo de hispanista, destierran, una vez más, el tópico según el cual España ha tenido una historia excepcional, a la vez que el segundo destaca, entre las figuras históricas, a Fernando el Católico, en el caso español, y en el mexicano, a Emiliano Zapata. El filósofo exiliado republicano Adolfo Sánchez Vázquez apunta que “la estética se funda cuando el arte como actividad práctica humana y la belleza como valor se distinguen de otras actividades y de otros valores” (p. 164).
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Creo, en suma, que este libro, además de lograr que nos interesemos en lo que se dice, cumple con una de las premisas fundamentales de toda conversación pública, y que consiste nada menos que en dejarle todo el protagonismo al creador, pasando desapercibido el entrevistador. Por ello, y por las muchas opiniones inteligentes y aclaratorias que aquí se recogen, me parece de lectura muy recomendable y un acierto su edición. _____
Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.
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