Demens
Cristina Sanz Ruiz
XVI Premio Internacional de Poesía Antonio Gala
Eltoroceleste (2023. 69 páginas)
La misma brevedad de la tristeza me pesa, / pues aunque sea tristeza, es vida
El tiempo también desaparece. Aunque siga donde siempre. Por más que haya ido a parar a ese icono de la papelera del móvil, donde de repente y sin saber cómo ni por qué, se pierde lo que habías ido guardando a lo mejor durante años. No hay cajas fuertes en que dejar a buen resguardo una vida. A lo mejor en un poema. O en una caja, como las de los zapatos. Una vez encontré en una de esas cajas —bueno, quienes la descubrieron fueron en realidad Marina Lesouef y Jacobo Llamas— un puñado de esos poemas. Llevaban mi firma: pero no los reconocía. Seguro que a ellos (a los poemas), también mi cara les sonaba a chino. Pero, se quiera o no, ahí, en aquellos olvidados restos de serie, lo que había era mi vida de entonces. O un pedazo, no sé si grande o insignificante, de lo que yo vivía fuera de los poemas. Porque si la poesía no va de eso, de llevar sin trampas una vida a las tripas del poema, es que estamos hablando de otra cosa, pero no de poesía. O sea, que si algo no cruje cuando estás leyendo un verso, un solo verso, es que te han timado como a un imbécil. Y si eres tú quien lo ha escrito, ya puedes ir dedicando tu vocación a otra cosa. Yo lo hice. Y el mundo siguió a su bola. Lo malo es que, hoy, quienes se habrían de dedicar a otra cosa llenan libros de poesía como si fueran churros, escriben una poesía que es como los polvos de talco que alivian los sarpullidos del bebé, una poesía que cuando empiezas a leerla —ya en los primeros versos— cierras el libro y te preguntas, absolutamente en manos de la desolación, qué has hecho tú para merecer una vergüenza tan insoportable. Mejor que yo, lo dice René Char en El poema pulverizado: "Lo que viene al mundo para no perturbar nada no merece ni miramientos ni paciencia". O sea, como cantaba mi nunca olvidado Javier Krahe: a la hoguera.
Pero no siempre un poema —o un libro de poemas— es una estafa. Poco he escrito de poesía en infoLibre. Sólo algunas veces. Pero la leo. Creo que más que otros géneros literarios. Lo dije no hace mucho y ya sé lo que seguro tiene de cursi esta confesión: leo los libros que me gustan como si los viviera. Y cuento después lo vivido. La crítica literaria es otra cosa. Yo no sé hacerla. Cada cosa tiene su cosa. Todo este rollo es porque hoy he decidido escribir sobre un pequeñísimo libro de poemas que se titula Demens —escrito por Cristina Sanz Ruiz— y obtuvo hace unos meses el último Premio Internacional de Poesía Antonio Gala. Desde la primera página lo deja claro para que no haya trampa ni cartón en lo que vas a leer después: "Para mi madre, / más allá del olvido". No es en sí misma una dedicatoria: puede ser el primer poema de un libro que te enrabieta, que te conmueve, que te hace reír, que te perturba, que te busca las cosquillas para que no guardes ninguna compostura.
Cuando se pierde la memoria, qué nos queda. Contar la pérdida, mirar de frente a quien la ha sufrido y llenarla de historias, sacar esas historias de la caja fuerte donde a lo mejor sólo guardamos los zapatos. Calzarlos en los pies que apenas saben dónde será el siguiente paso. Y convertir los pasos en un vuelo, como si estuvieras de repente en el realismo mágico: "Te han salido alas y eres libre". Si encaras mal la enfermedad de la madre tienes todos los cupones para que te salga un tratado de la afectación en vez de un buen libro de poemas. Ese era el peligro. La blandura. Un punto de compasión. Convertir el poema en esa otra cosa que apuntaba antes y que tanto denigra a la buena poesía. Sentimentalismo de pura cepa. Pero enseguida sortea el peligro con mano nada temblorosa: "Que no te engañe la belleza", así, sin mayúscula la belleza porque nadie quiere ser Rilke o Rimbaud, salvo tal vez los más idiotas. No hay belleza en la desesperación, en la noche oscura, no del alma mística, sino de un cerebro al que le han hecho un tac y lo que sale es un cerebro modernista, una obra de arte: "Mírate, qué fotogénico has salido / luciendo sinuosas curvas / de modelo". Y en el párrafo que viene ahora sigo con esa invitación a huir de una gravedad demasiado espesa que supondría para el libro la peor de las coartadas literarias.
Ninguna coartada aquí que no sea la de la buena escritura. Como me gusta decir siempre: la decencia de la escritura. Para impostar la voz, ya está la nobleza de la ventriloquía. La nobleza de la poesía es otra, y para eso ayuda a ratos en este libro Antonio Machado. Otros, Alberti y Paco Ibáñez. Y más allá, el frío inclemente de Antonio Gamoneda helándonos las venas. Pero a lo que iba al final del párrafo anterior. No descuidar un instante en que nos sale la sonrisa sin que la rabia desaparezca. La casa. El interior de la casa. Eso de lo doméstico. De lo cotidiano. Entre los potingues de la estética y las palabras que ensordecen, entre el trajinar de los útiles de cocina y a ver cómo dejas sin roturas las prendas de vestir averiadas: "por qué llorar, / si logramos reírnos". Nada que ver esto con el atraco a mano armada en nombre de esa poesía que es como la agenda de una realidad fingida en los artefactos de la ficción. Pero la risa también se nos tuerce en la cara. Desdibuja esa cara. La convierte en la cruel imagen del extrañamiento. El exilio de tu propio cuerpo. Ya no tienes cuerpo. Ya no tienes nada. Quedarte sin sitio cuando has ido perdiendo poco a poco la memoria: "Despertar cada día en sitio extraño…". Buscar cerca alguna referencia que alivie la pérdida. Y si pudieras comprobar el resultado, verías que te han cambiado las palabras de sitio, y su significado. Cariño. Mamá. Dónde estaban antes palabras tan nombradas. Dónde fueron a parar después de que los recuerdos se pusieran a volar más allá del olvido, como en ese primer poema—dedicatoria del libro. Y me voy a Emily Dickinson: "La soledad no se atreve uno a nombrarla". Pero Cristina Sanz Ruiz la nombra. Y encuentra la imagen perfecta que le roba magistralmente a una hermosa canción que en las versiones de Jacques Brel y Joan Manuel Serrat saca a pasear a los viejos amantes, como si el tiempo ciertamente fuera otro bien distinto, o hubiera dejado de existir: "La enfermedad, que todo cambia, / también esto lo ha mudado…/ Los miro / haciéndose caricias, pasean de la mano, / muy juntos y apretados, / como jóvenes amantes, / como si el tiempo, negligente, / no hubiese hecho su trabajo ajando / sus carnes, secando sus fuegos, / cortando sus lazos". El extrañamiento. "Quiénes somos / cuando dejamos de ser". Nada. O yo qué sé.
Ahora es ella —el poema— quien cuida de la madre. Se han invertido los papeles entre una —uno— y la otra. A ratos, un esfuerzo para que la vida parezca otra, como si el daño cerebral fuera más daños colaterales, como si al final lo único que resta es la aceptación como forma de lucha insobornable: "Así es la condena: / sembrar campos estériles / seguir levantándonos / cada mañana / como si no existiera / la posibilidad / de un día / sin dolor". Y en medio del daño y de los efectos colaterales, el regreso a los juegos de la infancia, al tiempo de las canciones, cuando al pasar la barca le dije al barquero… y hace un rato —no mucho—, como en Jorge Manrique: "Caminaste, pues no hay otra, / siempre rumbo hacia la muerte". Nada de autoengaños a costa de lo que duele, de lo que deja huellas en el fondo de la caja fuerte donde antes sólo había zapatos antes de convertirse en alas del realismo mágico: "… de todo aquello que no entiendes, / lo que menos entiendes es la pena".
Ver másUn goce, un dulce y amargo escalofrío
Es Demens un pequeño, pequeñísimo libro de poemas. Alguien dijo —no recuerdo quién o a lo mejor no lo dijo nadie y me lo estoy inventando— que para decir lo que se puede decir echamos mano de la prosa. Y que nos vamos a la poesía para encontrar lo que en ninguna otra parte puede ser dicho si no es en un poema. Me viene a la cabeza Eliot y que eso lo ponía en boca de otros de sus colegas más notables. Pero no me hagan mucho caso. O ninguno. Sólo que si leen este pequeñísimo libro de Cristina Sanz Ruiz, algo les empezará a pasar a partir de esa lectura. Eso, y no otra cosa, es lo que suele pasar cuando nos adentramos en esa luminosa oscuridad que, a pesar de la tan publicitada como inane competencia, será siempre la buena poesía.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).