Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices
Ricardo PigliaAnagramaBarcelona2016
Hay que decirlo sin rodeos: Ricardo Piglia nos está entregando con Los diarios de Emilio Renzi (de los que aún falta un tomo por publicar) una obra maestra, que supone un punto de inflexión insoslayable en la historia de la literatura diarística moderna.
En el sustancioso capítulo previo que abría el primer volumen de sus diarios, publicados con el subtítulo de Años de formación, ya nos decía que no iban a ser otra cosa sino “una radiografía de su espíritu, de la construcción involuntaria de su espíritu”, elaborados sobre una “multiplicidad de fragmentos insensatos”, una “autobiografía serial” que girará alrededor de la idea de la ilusión que mueve al escritor a asumir la vida como escritura; un mundo fantástico que para sostenerse ha de ser constantemente reforzado por la propia acción de “escribirse” en el mundo. Esto fue lo que llevó a Piglia en aquel lejano 1956 a decidir consignar en sus cuadernos los trozos de su vida real y, quizá, imaginada como “novela privada, como autobiografía futura”.
La más inmediata de las asociaciones, que el propio Piglia alienta, emparentan estos diarios con la vasta empresa proustiana de En busca del tiempo perdido, pero el genio del autor de Los diarios de Emilio Renzi se caracteriza por un temperamento estético y una apuesta formal muy distintos a los del de Marcel Proust. Si bien es cierto, digámoslo ya, que estos diarios argentinos constituyen una auténtica novela, no lo es al modo de la búsqueda proustiana, como reescritura en los moldes de la ficción de un pasado decantado en espíritu nebuloso que el talento imaginativo del narrador convierte en otra cosa “mejorada”, según el precepto aristotélico para la mímesis artística. Tampoco lo es por lo contrario, la transcripción neta de los miles de páginas manuscritas con las que Piglia ha ido llenando sus cuadernos año tras año. Sí que coinciden las empresas de Proust y Piglia en un punto de partida radical en cuanto a la concepción de lo que queda en nosotros de aquello que fue y ya no es: “Lo que se fija en la memoria no es el contenido del recuerdo, sino su forma”, en palabras del argentino. En nuevo disenso (o quizá no tanto) confesará en el recién publicado segundo volumen de sus diarios, que él vivió en el pasado, pero no lo recuerda. Por esta razón se acerca con la mirada de otro a sus propios cuadernos manuscritos, cosa que en ocasiones marca con el uso explícito de la tercera persona narrativa, para escribir a través de lo vivido.
Piglia trabaja sobre sus notas de diario con la herramienta del novelista, selecciona (quizá reescribe) y monta narrativamente los fragmentos siguiendo un plan, que no es del todo ajeno al soplo que hace navegar el presente sobre los mares del tiempo que es todo diario, pues ya se va prefigurando poco a poco, a golpe de intuición y de reflexión, en la escritura primitiva que el joven Ricardo Emilio Piglia Renzi vuelca sobre sus cuadernos de las marcas Triunfo y Congreso.
También este segundo volumen de los diarios, subtitulado ahora Los años felices, se abre con un capítulo introductorio a modo de narración metaliteraria, sintomáticamente titulado “En el bar”, porque quizá es el bar, junto con los distintos apartamentos bonaerenses que ocupa el joven escritor entre 1968 y 1975, el espacio donde más a menudo se convierten en materia literaria y se escriben los acontecimientos vividos que recogen los cuadernos de esta época. Ahí están las claves para entender por qué Los diarios de Emilio Renzi constituyen un tour de force extraordinario sobre la manera en la que hasta ahora se ha venido concibiendo un diario de escritor, incluso aquellos que, como los de André Gide o Witold Gombrowicz, se planearon con el fin expreso de ser publicados. Un diario, nos dirá aquí Piglia, no es un ejercicio de confesionalismo, ni un registro más o menos minucioso de la vida de una persona, sino una escritura ordenada desde fuera por “la progresión de los días, los meses y los años”. Sobre este orden natural, Piglia remonta los acontecimientos y las abundantes disgresiones reflexivas en series discontinuas que, como en las novelas policiales, terminan por desvelar en las páginas finales el enigma que da sentido a la trama.
En el caso de Los años felices, las series son fundamentalmente la vida emocional del autor (sus soledades, sus amores, sus sueños, sus afanes, sus deseos, sus desesperanzas, la escasa e intermitente presencia de la familia), la vida literaria, la vida política y las excelentes reflexiones sobre literatura, entre las que se incluyen aquellas que tratan de la técnica de la propia escritura diarística. Todo ello se enfrenta aquí desde una postura de rechazo al hecho de que la escritura autobiográfica pueda ser en verdad la escritura de un yo personal más fielmente representado que en la ficción novelesca, puesto que lo cierto es que entender como un “yo” único lo que no son más que las formas múltiples en las que un sujeto se despliega en la vida, no deja de ser sino un simulacro. En paralelo, una escritura autobiográfica no puede dar, entonces, otra cosa que obras de ficción que fingen no serlo.
Piglia le da la vuelta a la superstición del yo y acaba por ponernos delante de los ojos en estos diarios una novela fragmentaria, en progresión espiral sobre un centro que se expande: el joven Emilio Renzi, que está viviendo. Un Emilio Renzi que ya estaba presente como alter ego del autor en algunas de sus narraciones anteriores y que en Los años felices tiene no poco en común con el Lucien Rubempré de Las ilusiones perdidas de Balzac, aunque en la novela diarística de Piglia el fracaso de las ilusiones tiene más que ver con el fin del joven iluso de Los años de formación y la emergencia de la realidad con toda su cruda y gozosa presencia en la madurez de un escritor que consigue, tras la publicación del volumen de cuentos Nombre falso (1975), con la que se cierran los acontecimientos de este volumen, entrar por fin en la “vida de escritor” y ser para los otros y no solo para sí mismo “un escritor”. Un empeño en ocasiones doloroso por el que el protagonista sacrificó las otras vidas posibles que pudo haber elegido vivir y cuyo recuerdo fantaseado le asalta de cuando en cuando con la nostalgia que produce la certeza de que lo que no fue entonces, ya no podrá ser ni ahora ni mañana.
Piglia ha escrito en esta segunda entrega de sus diarios, con más claridad que en la primera, no un diario propiamente dicho, ni siquiera una novela autobiográfica, sino una especie de “autobiografía conceptual”, que es a la literatura lo que el cine de Eisenstein es al cine derivado de la narrativa naturalista: el resultado de un minuciosamente planeado proceso de montaje de los materiales. En ambos creadores, el sentido está en la sintaxis y no en el contenido de los fragmentos en sí mismos. Es por ello que Los diarios de Emilio Renzi constituyen un relato emocionante y profundo sobre el oficio de vivir, que diría Pavese, tantas veces citado en estas páginas, pues lo importante no es lo que le pasa al protagonista, que para el caso es más o menos lo mismo que a cualquiera, detalles de contexto sociohistórico al margen, sino cómo se cuenta la experiencia de vivir; aquí en una escritura diseminada que quizá podría calificarse, con cierto reparo por lo rimbombante de la expresión, como realismo postmoderno.
El protagonista de estos cuadernos de Los años felices es, lógicamente, Emilio Renzi, o sea Ricardo Piglia visto por el mismo autor como materia de relato y no como yo personal. Los personajes secundarios son sus amantes, sus amigos y los libros, no hay antagonista que obstaculice las acciones del protagonista si no es él mismo, sus dudas, sus desamparos, la urgencia de conseguir sustento para poder vivir esa vida de escritor que eligió quince años atrás y que solo se ve amenazada precisamente por la necesidad de estabilidad económica y sentimental.
De entre los secundarios, ocupa un lugar especial, por su presencia casi constante en las entradas de este segundo volumen, el también escritor argentino David Viñas, maestro de su generación, dicen, pero no de Emilio Renzi que una y otra vez escapa recordando que él viene de Hemingway, de Roberto Arlt y, aunque esto no lo dice expresamente, de Borges, de Pavese, de Malcolm Lowry, de Brecht, de Onetti... O sea, y aquí se encuentra uno de los rasgos de la rara originalidad de la literatura de Ricardo Piglia, de su firme lucha por no sumarse como corifeo a las tendencias en boga en la narrativa argentina de aquel tiempo, sino de apartarse hacia espacios inéditos, entre los que el ensayo-ficción ocupará un lugar central en la articulación de su mirada de escritor sobre el mundo.
El resto de personajes secundarios pertenecen en su mayoría a la intelectualidad bonaerense de entonces. Aparte quedan las amantes de Renzi, especialmente Julia, su gran amor de estos años, hasta que lo abandona en 1972 y vuelve a su vida la bella y loca Amanda o aparecen la Tristana que huye de las traiciones de su marido o Lola o la dulce Iris, en la que encuentra una paz discontinua hacia 1974, en medio de un ir y venir de mujeres que orbitan alrededor de ese hombre solo, metafísicamente solo, que es el Emilio Renzi.
El espacio donde suceden los acontecimientos es el Buenos Aires de los años de la autodenominada Revolución Argentina, la dictadura convulsa que se inicia con el golpe de Estado de 1966, la sombra del peronismo, los movimientos guerrilleros, la izquierda desorientada, la emergencia de la primera generación de escritores latinoamericanos post-boom y la eclosión de las culturas pop y las drogas psicodélicas.
El mundo intelectual, que podría no haber sido más que anécdota personal quizá relevante solo por el talento que desarrollarían andando el tiempo los amigos escritores del protagonista, se convierte gracias a la agudeza crítica de Piglia en una extraordinaria fuente de información sobre la literatura argentina de los primeros setenta, especialmente sobre las generaciones inmediatamente anterior y coetánea de Piglia. Aparecen frecuentemente por las páginas, además del omnipresente Viñas y de los inevitables Borges y Onetti, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Néstor Sánchez yManuel Puig, entre otros.
La hondura del juicio crítico sobre las primeras novelas de Manuel Puig es especialmente destacable, primero porque Puig, entonces menospreciado por sus contemporáneos, se convertirá en la estrella más rutilante de la narrativa argentina tras el éxito mundial de la adaptación cinematográfica de su novela El beso de la mujer araña y, hoy duerme un injusto sueño de casi olvido. Pero también, porque con Manuel Puig entra el mundo de la cultura de masas en la “narrativa seria” hispana, como si William Faulkner se hubiera puesto a escribir guiones para radionovelas y folletines de amor. Las anotaciones de sus encuentros con Viñas y Puig, las conversaciones, los breves pero penetrantes análisis de sus obras, con más detalle las de Puig (a quien en una entrada califica como su “doble”, el actor suplente que en el cine hace las escenas que el protagonista no se atreve a hacer para no ponerse a sí mismo en peligro) denotan una concepción de lo literario que, expuestas en aquellos años, hay que considerar como una rara premonición crítica de las tendencias hoy dominantes.
Aparece por las páginas de Los años felices el Renzi traductor, el editor de novelas norteamericanas de serie negra, el redactor de la revista Los libros, el reseñista de las novedades literarias que se publican en Argentina, el conferenciante, el autor de ensayos y de artículos de crítica política, el superviviente que da cursos sobre Freud y Wittgenstein tanto como sobre Borges o Puig cuando los amigos le consiguen algún hueco en las aulas universitarias. Aparece el Renzi intelectual izquierdista, muy crítico con las ilusiones dogmáticas y el amigo que recibe en casa al guerrillero urbano que esconde la pistola por no crear un ambiente incómodo para la charla. El paseante de Buenos Aires en busca de libros, que siempre encuentra un amigo en las calles con el que echar un rato o ir a cenar, el crítico que trabaja sobre Pavese, sobre los escritos autobiográficos de Tolstói, que escribe iluminaciones sobre Lowry, Hemingway o el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal. El escritor de ficciones que acaba sus quince primeros años de lucha por vivir la “vida de escritor”, y casi se lamenta, con treinta relatos, una nouvelle sobre Roberto Arlt y el fracaso de no haber conseguido cuajar dos novelas que, años después, serán dos de sus grandes logros: Respiración artificial y Plata quemada. Es el Emilio Renzi enamorado, el que huye de formar una familia porque quizá le impediría vivir la vida de escritor por la que pelea infatigable. Es el Emilio Renzi de los encuentros con los amigos en el bar La Paz o el que pasa horas en un café cualquiera escribiendo y el que va cambiando de apartamento según le van las cosas...
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“Las grandes novelas son como las ciudades: lugares cotidianos donde suceden hechos extraordinarios”, dice Piglia, pero también, diría yo, aquellas donde lo cotidiano se vuelve un hecho extraordinario cuando quien escribe lo hace con la ambición de volver del revés la literatura de su tiempo, como aquí hace el propio Piglia en Los años felices. Sabio con los paréntesis, con las discontinuidades, con las digresiones, con la reescritura de la vida, Piglia nos lleva a cerrar con el principio: esto es una obra maestra.
*Carlos Serrato es profesor de Literatura. Carlos Serrato
Los diarios de Emilio Renzi. Los años felices