El hombre del siglo

El romántico - William Boyd

Editorial Alfaguara (2025)

"Tú que siempre has seguido los dictados del corazón". Esta frase, dirigida al protagonista de El romántico, Cashel Greville Ross, puede ser la definición más sucinta de este adjetivo/sustantivo. Tocar el pálpito. Le dominan el sentimiento y el huir continuo. El impulso de escapar hacia múltiples soledades. "Creyó adivinar un patrón perverso en su vida: nunca permanecería mucho tiempo en un mismo sitio… dejando atrás a alguien querido". La fuga periódica de los afectos, de los lugares, de cualquier constancia. Vaga por el XIX. La peripecia de sentir. "Concierne al amor y, por lo tanto, nada tiene de sensato". Sin cálculos.

William Boyd resume una época. Este escocés, nacido en Ghana por el trabajo de su padre, transita caminos trillados. Durante años, descifró los románticos a estudiantes de Oxford mientras intentaba doctorarse con una tesis sobre el poeta Shelley. De aquellos versos, esta prosa. El lector vive toda la vida de Cashel, 1799-1882. La biografía de un contexto. Recurre a la fórmula de Las nuevas confesiones, Las aventuras de un hombre cualquiera y Suave caricia -tres de sus diecisiete novelas-.

"Nací en Escocia, en la madrugada del 14 de diciembre de 1799", el mismo día que falleció George Washington. Datos para dotar de veracidad su semblanza. El primer recuerdo se incrustó en la memoria del protagonista a los cinco años. "Un hombre vestido de negro tirando de las riendas de un caballo negro". Atisbos vívidos de una muerte que ni le ronda. El romántico arranca dickensiano. Una escocesa instruye a las dos hijas de unos nobles irlandeses. Cuida, además, de su sobrino huérfano porque el mar ha devorado a sus padres. Cuando los aristócratas prescinden de la maestra, se trasladan a Oxford. Allí, desaparecerá el disimulo. La tutora revelará a Cashel su auténtico origen. El fin de una impostura y el inicio de otra simulación. "Es necesario que inventemos una nueva vida para nuestra pequeña familia". Le piden complicidad para un rumbo sin dar tumbos. "Nunca nos faltará dinero". Niega el pacto imaginario. Le suena a trampantojo. "Era mejor conocer la verdad que continuar viviendo una mentira en la ignorancia". La certeza no le colma. Elige incertidumbre.                                                                                       

Da un portazo. Sus veredas serán cordeles de infierno y paraíso. Se marcha de una familia en la que no confía. Comienza a buscar un sentido propio. "Un hombre libre", a los catorce años. Finge más edad para alistarse en los vetustos Batallones de Hampshire. El dieciocho de junio de 1815, ejercerá de tambor de guerra en Waterloo, el adiós a las armas -y a casi todo- de Napoleón. El adolescente cae herido. El campo de batalla belga será su campo del honor. Recibirá privilegios de héroe ocasional: diez peniques diarios hasta 1817.  

Vuelve a casa dos años después de su espantada. Se reconcilia, pero subsiste un halo de "mentiras, engaños y verdades a medias". Boyd enrola a Cashel como teniente en la India, donde se ha enquistado el imperio británico, sucesor del napoleónico. Fusilará su carrera militar por desobediencia debida a la crueldad. Su capitán quiere "muertos, a todos aquellos salvajes" rebeldes y derrotados en Ceilán -Sri Lanka-. Él no acata la orden de "asesinar a personas que se han rendido y han entregado sus armas". Evita un consejo de guerra porque su participación en Waterloo le ampara como intocable. Se cuelga la medalla de héroe moral.

"Sé fiel a la persona que quieras ser a partir de ahora". Se consagra a sí mismo. Las letras serán su nuevo espacio en una Europa sin alambradas. Greville Ross no se topará con murallas en su siglo. (Faltaban cien años para imponer los pasaportes como contraseña de identidad para acoger o expulsar al forastero). En Pisa, convive con Shelley y Byron, a quien Boyd no reverencia. Su referente romántico es Stendhal, el escritor que anida en el protagonista. Los dos relatan sus viajes por Italia y sufren -o gozan- enfermedades estéticas. El autor de La cartuja de Parma, al contemplar la basílica florentina de la Santa Cruz. El personaje, al ver a Raphaella Rezzo, una condesa de una "belleza insolente, provocativa, retadora". Atrapado, presintió el final de su ir y venir. "Había alcanzado la cima de su vida, su punto álgido, su punto de inflexión". Una fidelidad perdurable. Pero otro embuste lo condenó a la errancia.

Erró al imaginarse desahogado por sus derechos de autor. "Rico por primera vez en su vida". Tuvo éxito con sus libros sin firma sobre sus viajes exteriores e interiores. Su editor le timó y las cuentas con sus cuentos fueron leche derramada. Entrampado, las deudas lo recluyeron en la cárcel de Marshalsea. Los números sin fondos encerraron, también, al padre de Dickens en esa prisión, paradero de alguno de sus pícaros. El realismo ensucia el historial de El romántico.

"Escucha a tu corazón". El imperativo de otro preso, que le persuadió de perseguir la quimera Libertania, en Estados Unidos. "Ningún individuo tendría autoridad sobre otro". No cuajó la utopía. Embarcó hacia Boston como uno más de los "marginados que se exportaban a un nuevo país desesperado por recibir mano de obra". Compra futuro con dinero heredado. Adquiere una granja donde cultivará lúpulo y fabricará hielo, que venderá hasta en Inglaterra, y cerveza lager, convencido por un joven alemán, el Sancho Panza lúcido del Cashel quijotesco. El romántico se casará sin amor. Tendrá dos hijas. Su esposa lo repelerá, captada por un delirio religioso al nacer su segunda niña. Una deriva singular, no incluida en la vasta gama de depresiones posparto descritas por Mar García Puig en La historia de los vertebrados. Palía el repudio con otra mujer, un calco -imagina- de Raphaella, piedra clave en los cimientos de su alma. "Supo que estaba perdido". Descubren su adulterio. Huye a escape.

Los exploradores subliman la aventura decimonónica. Persiguen santosgriales para diagramar el mundo. Poco antes de trazar líneas rectas para partir tribus y repartir países (puede repetirse), a los obsesos de gloria les hechizaron los lugares ignotos. Cashel asegura hallar las fuentes del Nilo: "el mapa de África cambiará para siempre y yo seré el hombre que haya propiciado este formidable e histórico descubrimiento". Sin embargo, John Speke, que usurpó información a Cashel, inscribirá su nombre en la historia geográfica por concretar el nacedero del legendario río. Ambos pugnarán por haber llegado antes. Se involucrarán en diatribas para defender su posteridad. "El orgullo precede a la caída".

La vergüenza de saber quién eres

Los expolios artísticos perviven. Botín de guerra, lucro incesante. El romántico se ve inmerso en el tráfico de restos arqueológicos griegos desde un cargo diplomático ilusorio: cónsul de Nicaragua en Trieste. Destapa la estafa, lo persiguen, se refugia en Venecia. Cerca de Raphaella, pero "la única mujer a la que ha amado en su vida" veranea en Baden Baden. Allí, acude Cashel, viudo reciente, para saldar un paréntesis emocional de cuarenta años. En esa ciudad germana, balneario aristocrático, lo confunden con Iván Turguénev, precursor del nihilismo y sufriente de una pasión irrefrenable por la cantante y compositora hispanofrancesa Paulina García-Viardot. Este escritor ruso es el pariente más consanguíneo del protagonista, que titula su relación con la noble italiana Nihil, de alguien que ha amado. Una nada que dio mucho de sí.

"El tiempo aplazado, incluso durante décadas, era mejor que el tiempo inexistente". El vértigo de recuperar los años perdidos. Las corazonadas tardías de Cashel Greville Ross se arriesgan a llegar a destiempo y vararse en una estación de tránsito. En la despedida, un globo surca el cielo veneciano. Vuela el sentir romántico, reverbera como el fósil en el ámbar. Espera un soplo que avive sus horas quietas. Aunque tarde siglos.  

* Prudencio Medel es periodista.

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