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'La industria de la felicidad', de William Davies

Portada del libro.

La industria de la felicidadWilliam DaviesTraducción de Antonio Padilla EstebanMalpasoBarcelona2016La industria de la felicidad

La felicidad se ha convertido en un objetivo, más que deseable, irrenunciable. Slavoj Žižek apuntó que el disfrute y el placer se han convertido en un imperativo superior a la norma. ¿Quién no quiere ser feliz? La respuesta está en la propia pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de felicidad? William Davies, sociólogo, economista político y profesor en la Universidad de Londres deshuesa en La industria de la felicidad cómo el concepto ha pasado de la consideración en el ámbito íntimo a la obsesión en la vida pública.

Filósofos, sociólogos, psicólogos, psiquiatras, publicistas y economistas de mediana trayectoria buscan desde el siglo XVIII el lugar dónde reside la felicidad, obstinados en saber cómo se mide y en alcanzar su comprensión, motivación, generación y decadencia. En muchos de los casos con el fin de poder crear felicidad personalizada, empaquetarla y venderla.

Davies se remonta al filósofo utilitarista Jeremy Bentham, famoso por la creación del panóptico, como el pionero de la búsqueda de la felicidad y adalid de la medida del dolor y el placer, único método a su juicio para alcanzar la necesaria finalidad social de la utilidad de las decisiones y acciones humanas. El esqueleto de Bentham, vestido y coronado por una cabeza de cera adorna un pasillo del University College of London: inquietante. Para Davies, la obra de Bentham abriría, desde la contemporaneidad de la revolución industrial y el auge de la burguesía, una fina ranura por la que se colaría, gota a gota y durante todo el siglo XIX, una tendencia científica empeñada en hacer carrera con la caza del esquivo contenido de la felicidad. Aparatos medidores, fieles balanzas, la correspondencia entre dinero y felicidad, la psicofísica, incipientes aplicaciones tecnológicas, la implicación de la matemática y la estadística, el desdeño de la filosofía y la metafísica, laboratorios que pasan de los pasillos de una facultad austríaca al complejo y enorme laboratorio de las redes sociales, tests, encuestas, y sobre todo el conductismo, forman parte del camino de la exploración del control de la felicidad hasta el siglo XXI.

Davies presenta los estudios y conclusiones de diversos científicos a lo largo de los últimos dos siglos que engarzan en un discurso que conduce a un muy actual episodio. Por sus páginas pasan Gustav T. Fechner, fundador de la piscofísica, que cuantificó la relación entre estímulo físico y sensación; William S. Jevons adelantado de la teoría del homo economicus; Frederick W. Taylor promotor de la organización científica del trabajo; Wilhelm M. Wundt que llevó la psicología al laboratorio experimental; G. Elton Mayo quien relacionó la satisfacción del trabajador con su eficiencia productiva; Hans B. Selye investigador del estrés y la ansiedad; John B. Watson y la psicología conductista; y Jacob L. Moreno, padre de la sociometría, entre otros. Pero todos ellos concluyen y quedan relacionados con dos grandes grupos de outsiders del pensamiento central norteamericano de la postguerra que asaltarán el establishment: la Escuela económica de Chicago y la Escuela psiquiátrica de Saint Louis.

La admiración demostrada por el grupo de Chicago -el cual con el tiempo y al abrigo de las políticas de Reagan y Thatcher darían el salto a la primera plana del pensamiento mundial (y con neoliberalismo sin caducidad hasta la fecha)- por la emocionante psicología competitiva más que por la función benefactora del libre mercado fue iluminada por Ronald Coase (guiado por Hayek y Robbins). Friedman, Stigler, Becker y Director fundaron las bases de la economía dominante actual y alumbraron la simpatía por el capitalista, la aceptación alegre del poder de las grandes corporaciones, la preferencia por la desregulación y la exigencia de competitividad. ¿Qué hacer con los individuos apartados, los que no mostraban egoísmo suficiente, el espíritu de lucha necesario? ¿Qué hacer con los fatigados luchadores ejecutivos, con los trabajadores extenuados por la tensión, la depresión, y faltos de compromiso emocional indispensable? Era necesaria una nueva ciencia que vendría impulsada desde la Universidad Washington de San Luis y su influencia en la American Psychiatric Association (APA), promotora del diseño del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM) que supuso unos importantes cambios en la autoridad psiquiátrica desde 1970, hasta el punto de convertir comportamientos en enfermedades catalogadas. La aparición de la psicofarmacología y los antidepresivos apuntalarían el progreso, la recuperación de los afectados psicosomáticos. Los trabajadores contentos son más productivos. La infelicidad de los empleados supone unas pérdidas de más de medio billón de dólares para la economía estadounidense. La ciencia de la felicidad promete cuantificar y poner coto al conflicto que suponen tristeza y alienación.

Buscar los síntomas y los desencadenantes de la felicidad, ser capaces de elaborarla en laboratorio es un empeño que mantiene ocupados a gran cantidad de departamentos y equipos de investigación. Más allá de la opinión de los sujetos sobre su percepción de la felicidad siempre ha tenido mejor cartel buscarla en las respuestas observables, en el comportamiento exento de opinión, aséptico, no contaminado, “naturalmente científico”. Localizar los ingredientes que la provocan, el botón automático que identifique la compra de un producto con una felicidad instantánea parece la búsqueda del Santo Grial del Gran Capital. Los esfuerzos de tantos y tantos investigadores y encuestadores, echados a patadas de las casas décadas atrás por sus preguntas inquisitivas sobre la intimidad, que intentaban a través de la observación de los comportamientos obtener las medidas físicas, psíquicas y sociales que generan la sensación de felicidad, se han visto recompensados, de pronto, con un aluvión de datos que parecen prometer, con la ayuda de la neurociencia, que la obtención de las conclusiones precisas están cerca. Nuestro ánimo y sentimientos se muestran jovialmente en las redes sociales, la información que antes había que sonsacar ahora se manifiesta abiertamente y se ha convertido en una función más de nuestro día a día y de nuestro entorno físico, continuamente monitorizado.

El secreto de la felicidad de Einstein vale 1.320.000 euros

La vida es un gran laboratorio donde se generan big data a mansalva. Esos big data, con una conveniente ingeniería que acometa la ingente minería de datos precisa, puede poner a disposición de los investigadores esos elementos que subyacen en la felicidad de los individuos y conocer el modo de estimularlos, de componer las necesarias circunstancias para que se prodiguen o en el caso más ansiado, provocar y generar felicidad cuando y donde sea preciso, o tanta y de tal manera que el consumidor (o el Poder) quiera. Estados, el Mercado, la Tecnología, nos animan a abandonar el malestar y disfrutar del momento. Un carpe diem conformista y sin protesta.

Davies es partícipe de que seamos felices a toda costa. Sí, pero abunda en un aspecto: las sociedades más desiguales, marcadas por valores materialistas y competitivos manifiestan una mayor infelicidad. Quizá el análisis no esté tanto en localizar los resortes secretos del cerebro que liberan las sustancias químicas precisas, ni en el cultivo de una felicidad empaquetada y consumista que se vende por las esquinas de los centros comerciales. Puede ser que para conocer la génesis de la felicidad no haya que recurrir a las respuestas sordas de los sujetos de estudio, observados como ratas de laboratorio en Facebook, ignorantes de que son observados, sino a escuchar a la gente, en un proceso antiguo pero infalible, el del coloquio democrático y empático. Quizá la depresión no es un problema personal, sino político. Quizá la felicidad no es un reto individual sino un objetivo comunitario.

*Alfonso Salazar es escritor.Alfonso Salazar

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