‘Instrumental’, de James Rhodes

Sara Vítores

InstrumentalJames RhodesBlackie BooksBarcelona2015

Si en algún momento de tu vida has conseguido sacar una melodía tocando las teclas de un piano —aunque no supieras qué notas eran—; si un día, de casualidad, hiciste sonar un clarinete, si has disfrutado sintiendo el tacto de las cuerdas de una guitarra. O simplemente, si te gusta cantar. O no, silbar. No, incluso menos… Si en este momento, mientras lees, eres capaz de recordar una canción. O sea, si te gusta la música, es obligatorio que leas Instrumental, de James Rhodes. Si no, léelo, y empezarás a disfrutarla. Seguro.

“Memorias de música, medicina y locura” es el subtítulo del libro, que cuenta exactamente eso, las memorias del autor, desde su niñez hasta un presente de hace dos semanas en las que la música, la medicina y la locura no le han abandonado en ningún momento. Pero Instrumental incluye otras muchas memorias, las más importantes, memorias de dolor y de amor.

James Rhodes no es escritor, Instrumental no es literatura. James Rhodes es pianista, y muy bueno. Es sensible, el que más. Es consciente —ahora sí, después de treinta y muchos años— de que la vida merece ser vivida. Es bueno. Fue un poco tonto, fue un poco malo, pero ahora es bueno. Y es muy mal hablao, creo que no hay ni una sola página de Instrumental que no incluya una palabrota.

A James le violaron, desde los seis años, continuadamente: “Me utilizaron, me follaron, me destrozaron, me manipularon y me violaron desde los seis años. Una y otra vez durante años y años. Y así fue como pasó”. Y así, simple y llanamente, va y te lo cuenta. Esa es la excusa, la finalidad, la confesión y el trauma. La marca a fuego que modela su carácter, que le hace querer morir —suicidarse— hasta en cinco ocasiones. La que duele al lector que se identifica con él, que entiende el absurdo de la búsqueda de la felicidad fuera de uno, que se relaja al comprender que su vida no es tan chunga, que no tiene más remedio que echarse a llorar.

Algunos lectores lloran por sus hijos, por no saber si les puede estar pasando algo que desconocen. Otros lloran por empatía, porque James se convierte en amigo contando sus traumas; otros, por rabia, por no entender cómo se puede tirar por la borda un salvavidas; y los más, por miedo, porque Instrumental te deja claro que pendemos de un hilo, fino, fino, fino, y que hay que cuidarlo porque se deshilacha a la mínima de cambio.

Y después de todo eso, la música. “La música clásica me la pone dura”, esa es la primera frase del libro. “Bach me salvó la vida”, “Scriabin y Rajmáninov fueron el Blur contra el Oasis de la música rusa de finales del siglo XIX”, “Los compositores y la enfermedad mental suelen ir de la mano, como los católicos y el sentimiento de culpa. Sí, Schumann estaba un poquito trastornado”. A James le salvó la música, algo universal, emocionante, intangible e inmortal; algo que no tiene efectos secundarios, para lo que no es necesario adquirir un compromiso, ni tener conocimientos previos, ni dinero, “solo cierto tiempo y unos auriculares decentes”.

Cada capítulo de Instrumental comienza con la descripción de una obra que Rhodes admira, nos cuenta por qué, nos explica un poquito la vida del autor... Y después de introducirnos en esa atmósfera, pasa a relatar unos años más de su desastrosa vida.

En Spotify están todas las obras de las que habla, ordenaditas, interpretadas por quien él dice, así que la mejor manera de leer Instrumental es atravesar cada párrafo con la banda sonora que Rhodes nos prescribe.

James Rhodes se ha convertido en uno de los concertistas de piano más valorados, no solo por su interpretación, sino porque ha conseguido poner a la música en su sitio. En sus conciertos va en vaqueros, zapatillas y camiseta; le gusta que aplaudan entre movimientos; odia a los que se creen que la clásica es sólo para unos pocos; se para a charlar con el auditorio; se hace fotos con los fans como si fuera un cantante de rock. Ama la música y quiere que todos la amemos, está orgulloso de ella y por eso nos la presenta para que todos la admiremos, para que nos enganchemos como él hizo.

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Y llega el final, y cuando le has entendido, cuando te has hecho su amigo, cuando has llorado leyéndole, cuando te has levantado a escuchar otra vez las Variaciones Golberg de Bach, cuando puedes respirar tranquilo porque al final el prota no se suicidó, va y te dice: “No tengo ni idea de si voy a sobrevivir a los próximos años. Desgraciadamente, siempre estoy a dos malas semanas de distancia de un pabellón cerrado”. Y entonces entiendes que así estamos todos.

*Sara Vítores es periodista.Sara Vítores

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