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'Introducción a la ciencia de la moral, una crítica de los conceptos éticos fundamentales'

Georg Simmel

Introducción a la ciencia moral, una crítica de los conceptos éticos fundamentales, primera gran obra de Georg Simmel, inédita hasta ahora en castellano y publicada por primera vez entre 1892 y 1893, propone una reflexión empírica, es decir, psicológica, sociológica e histórica, sobre los problemas centrales de la ética, tales como el concepto de deber, el conflicto entre el egoísmo y el altruismo, la cuestión del mérito y la culpa moral, el problema de la felicidad o la cuestión de la libertad.

Con prefacio de Daniel Chernilo y posfacio de Esteban Vernik, infoLibre publica un extracto de este libro que está a la venta desde el martes 3 de mayo. En concreto, del capítulo 4 dedicado a la felicidad:

La felicidad

El aumento de la cantidad de felicidad como objetivo fáctico. Demostraciones evolucionistas y psicológicas del eudemonismo. El carácter inconsciente de la búsqueda de la felicidad. El concepto de placer.

— El aumento de la cantidad de felicidad como norma ética. Facticidad del criterio eudemonista.

— El utilitarismo práctico. El concepto de la ciencia práctica. La distribución de la felicidad y la relación con su maximización. El socialismo como principio regulativo. Valor absoluto y relativo de los medios de la felicidad.

— La compensación entre placer y displacer. Valor de la amplitud de oscilación. Diferenciación y socialización eudemonista. El principio social de la continuidad. El principio moral del máximo de actividad. Carácter analítico del principio eudemonista.

— Moralidad y felicidad. La exigencia de su armonía. Seis posibles fines sobre la conexión entre la moralidad y la felicidad. La conciencia moral. Castigo y recompensa en sentido ético-social. El pesimismo sobre la relación entre virtud y felicidad. Conexiones estéticas y religiosas. Exclusión de toda relación de principios entre la moralidad y la felicidad.

 

En el capítulo sobre el deber hemos visto cuán elevada es la medida en que la realidad de las cosas determina nuestra voluntad, cómo, aunque en términos formales la voluntad busca la realización de algo que hasta ahora es irreal, sin embargo se adapta al contenido de la realidad y extrae de éste su alimento y dirección. Del mismo modo, la facticidad de la voluntad le da la dirección al deber. Así como puede ser verdadero el hecho de que para el deber es indiferente si nunca se realiza, es decir, si la voluntad lo persigue de manera definitiva, no obstante es innegable que los actos volitivos reales determinan su contenido. A pesar del carácter ideal que define al deber y que ha conducido a la sentencia kantiana, no obstante, su contenido no surge de repente, mediante generatio aequivoca, de un orden totalmente distinto al de la voluntad. Más bien, sólo los actos volitivos reales se elevan, por así decirlo, al estamento de la nobleza moral. De ahí proviene el esfuerzo de muchos teóricos de la ética por probar que los afanes que para ellos responden al deber moral, también son los que operan de manera fáctica. En efecto, dos clases diferentes de motivos pueden estar en la base de este enfoque, motivos que, la mayoría de las veces, son inconscientes. En primer lugar, la representación de que, de manera moral, no podríamos hacer otra cosa que promover los objetivos de los demás. Quien convierte a la voluntad ajena en contenido de la propia, sería una persona virtuosa y, por eso, la voluntad moral sería la que coincide con la voluntad que se puede constatar de manera fáctica. En segundo lugar, no obstante, del lado del sujeto, hay un esfuerzo vano por orientar la voluntad a objetivos distintos que los que son naturales para él. Si se ha explorado en qué consiste el fin último fáctico de toda voluntad, no nos queda más que hacer que seguir este fin de la manera más completa posible. Todo deber sólo puede moverse en cierta configuración de este contenido fijo. Puede moverse en esta estandarización y en su realización más eficiente. Si uno expresa que un principio moral consiste en el aumento de la cantidad de felicidad en la Tierra, a menudo este principio se preludia con la evidencia de que el fin último fáctico de todo afán humano sería la maximización del placer. No obstante, esta perspectiva no coincide con el dogma del egoísmo. Pues el egoísmo, como ya vimos, es una determinación formal pura de la acción, a partir de la cual hay que discernir si, en realidad, el placer o cualquier otro estado del actor constituye su contenido. Sólo si el único valor de la vida, además del placer, consistiera en el rechazo del egoísmo, entonces todo egoísmo tendría que ser eudemonista. Y, por otro lado, podría intentar demostrarse que la búsqueda de la felicidad no tiene que ser necesariamente egoísta o no siempre egoísta. Si se acepta que hay fines volitivos objetivos, es decir, ésos cuya realización es sentida como un valor, más allá del efecto que tengan en el sujeto que actúa, podría pensarse tal vez que alguien observa a la elevación de su propia cantidad de felicidad como un fin objetivo, bajo el mismo punto de vista que tener la voluntad o el deber de transformar condiciones externas. El motivo psicológico del eudemonismo práctico no sería simplemente egoísta, sino un motivo objetivo, que sólo tendría por contenido accidental a la felicidad propia. En la tradición budista la representación de la obligación moral se transfiere hacia la producción del máximo de la felicidad propia. Quiero mostrar aquí con detalle este proceso porque expresa la valoración ética en cuestión con aquella simplicidad grandiosa que es propia de los pensamientos fundamentales de Buda y hace que estén relacionados con el pesimismo aproximadamente de la misma manera que la Antigüedad con el Renacimiento. Buda cuenta la historia de un rey de tiempos lejanos que quiso ofrecer un gran sacrificio. Pero no lo va a hacer para la asistencia de un sacerdote hasta no haber producido en su reino un estado ideal de felicidad, satisfacción y tranquilidad, y esto constituye la perfección del sacrificio del rey. "Pero —agrega Buda— hay otro sacrificio más fácil de ofrecer que ése y que, no obstante, es superior e implica una bendición mayor: cuando uno hace ofrendas a monjes piadosos, cuando uno construye viviendas para Buda y su comunidad. Pero hay aún un sacrificio mayor: cuando uno se refugia en Buda como un creyente, no privando de la vida a ningún ser, rechazando la mentira y el embuste. Y aún hay un sacrificio mayor: cuando uno renuncia a la alegría y el dolor como monje y se sumerge en la tranquilidad sagrada. Pero el mayor sacrificio que un ser humano puede hacer es conseguir la redención y ganar la certeza de que nunca retrocederá de nuevo hacia el mundo. Ésta es la perfección superior de todo sacrificio". Lo que es característico aquí es que no existe una confusión ingenua de lo que debe ser por motivos egoístas y por motivos morales, sino que, de manera consciente, se da un giro de la tarea moral desde la búsqueda altruista de la felicidad hacia la egoísta. No tiene lugar ningún cambio en la dignidad moral de las obligaciones que se mencionan en particular y que son pensadas siempre bajo la imagen del sacrificio, sino sólo una intensificación cuantitativa de esta obligación. El logro de la propia salvación, entonces, aparece bajo el mismo enfoque que cumplir con las obligaciones que le tocan al gobernante o las tareas religiosas. Siempre rige una exigencia moral objetiva, que sólo se agudiza con la propia salvación del alma.

Ahora diferenciaremos la afirmación de un eudemonismo fáctico, como la doctrina que propone que el aumento de la felicidad sería el motivo real de toda acción, frente al eudemonismo ético, que considera el aumento de la felicidad como contenido del deber. Investigaremos antes el primero.

No hay duda de que aquí sólo se puede tratar de la decisión entre un más o un menos, sobre un mucho o un todo. Que en un gran número de casos la expectativa de que haya un placer determina, en realidad, a la voluntad, no lo negará tampoco el más decidido de los opositores al eudemonismo. Sólo puede preguntarse si el mucho es también el todo, o, al menos, si la orientación de la evolución hace que el mucho se convierta en el todo, es decir, que el fin eudemonista ocupe cada vez más el ámbito de nuestras acciones. El optimismo, que se basa en la teoría de la evolución, parece poder fundamentar este planteo con las siguientes demostraciones. Si las actividades y los modos de comportamiento necesarios para la vida estuvieran asociados con el dolor, en vez del placer, entonces se los evitaría tanto como fuese posible. Por eso, un ser al que la conservación de la vida sólo le produciría dolor no podría conservarse. Sólo se pueden conservar aquellos seres que buscan las condiciones necesarias para la vida al máximo posible. En consecuencia, la adaptación tiene que actuar haciendo que las funciones y condiciones buscadas, es decir, las que prometen un placer, al mismo tiempo, sean las que conservan y promueven la vida. Por ejemplo, donde un modo de comportamiento necesario para la vida, al comienzo, estaba asociado con el displacer, lo adecuado a los fines evolutivos es producir una reorganización a consecuencia de la cual aquel comportamiento, porque es útil, se busque cada vez más, es decir, se asocie al placer. Esta orientación que toma la evolución de la especie se le transmite a los individuos por herencia. Si existe —de modo consciente o inconsciente— la representación de que aquello que conserva la vida también es lo placentero, entonces coincide el instinto de la autoconservación del individuo con el instinto de la búsqueda del placer. Y puesto que, con la evolución ascendente, podemos suponer la existencia en todas partes del instinto de autoconservación del individuo y su perfeccionamiento, con esto también se justifica, al mismo tiempo, la suposición de la existencia de una aspiración eudemonista general. No obstante, pareciera que esta deducción gira en un círculo: pues supone que, en general, sólo se busca lo que trae placer para, luego, a través del eslabón mediador de la conservación de la vida, demostrar que el placer se busca en general. Pero el punto decisivo es que la frecuencia de los casos en que el placer posee fuerza motivadora, frecuencia que todos reconocen, establece un lazo general entre la especie y lo que es deseado en general, que se le transmite al individuo con la simplicidad de algo dado y a lo que también se encuentra atado aunque sus condiciones psicológicas más profundas dificulten la aparición de ese deseo. O, para expresar de otra manera lo decisivo, lo importante es un cambio en la organización, a consecuencia de la cual sólo se necesita buscar lo placentero para, a su vez, conseguir aquello que es beneficioso. Y si es que se presupone la existencia de una adaptación creciente, entonces, por supuesto, hay muchos elementos que hablan a favor de esta dirección de la evolución orgánica. Probablemente sucede que naturalezas sofisticadas e insensibles busquen el disfrute, no en virtud del disfrute, sino porque es necesario para la recuperación de su energía, para la ampliación de su conocimiento, en breve, para fines muy alejados del elemento del disfrute. De la misma manera, tal vez es posible que en la especie se busquen ciertas funciones que producen placer, cuyo sentido y fin original no es para nada el placer, sino la conservación y promoción de la vida. La evolución creciente, para asegurarse la realización de estas funciones de un modo conveniente, habría conectado a ellas un sentimiento placentero y el individuo encontraría esta conexión establecida de antemano. O, a la inversa, el placer, como tal, es un proceso favorable para la vida y produce un afán instintivo hacía él como todos los procesos del mismo tipo. No se busca la sensación particular del placer como proceso puramente subjetivo, que se pierde por completo una vez que se experimentó, tal como la buscan los hedonistas. Es su efecto útil el que convierte a esa sensación en objetivo del afán y, con una adaptación creciente, cada vez más gana este valor. Aquella vieja expresión que dice que no vivimos para comer, sino que comemos para vivir, por tanto, ampliada al disfrute en general, vendría a la mente de manera muy oportuna. Y sólo se trata de una leve modificación de este pensamiento cuando decimos lo siguiente: no buscamos el placer sólo porque es necesario para la vida, sino también porque al experimentarlo vivimos más. La alegría acelera el flujo de nuestras representaciones. Por eso hace posible que ingrese una mayor cantidad de contenido vital en un mismo momento, mientras que el miedo y el dolor tienen por efecto la parálisis y la desaceleración. En otro contexto, ya comenté que los sibaritas y los soñadores envejecen antes porque en el mismo tiempo viven más que otras personas. Si bien la preocupación y el dolor pueden hacer que se envejezca rápido, esto radica en la parálisis de la vida que producen y en que, la mayoría de las veces, implican privaciones de lo necesario para la vida. Si tiene razón el optimismo, según el que todo aquello que promueve la vida produce placer, entonces la búsqueda de placer es algo necesario y cada vez más fundamental con la estructuración consumada del individuo.

De todas las razones que el eudemonismo puede enumerar en su favor, ésta me parece la única significativa. Si la vida se adapta cada vez más a sus condiciones, es probable que esto suceda porque la adaptación es buscada y lo que es contrario a ella se evita. Pero, en general, sólo es buscado o evitado eso que produce placer o dolor, de modo que la adaptación completa, de hecho, significaría el placer completo. Sólo cuando se le confía a la adaptación un poder tan incondicional, puede darle vida, fijándolas, también a esas funciones con las que no está asociado ningún placer, frente a las que la vida sensible se comporta de una manera muy indiferente. Sin duda, el ejercicio de una actividad será más certero y fácil si promete placer. Pero si esa actividad es necesaria para la conservación de la vida, entonces se apodera la adaptación de su ejercicio también sin este medio de atracción, incluso si cierto dolor está asociado a ella. Así, sólo se lograrán conservar esos seres que se someten a este dolor. Por ejemplo, en la socialización, cuyo incremento, con certeza, tiene que considerarse como cuestión de la selección, es indispensable cargar con cierto dolor. Si no es el placer, como mero fin sensible hedonista, sino su efecto biológico favorable, lo que debe convertir al afán de placer en un afán general, no tiene que pasarse por alto que el mismo efecto, de modo circunstancial, debe asociarse con una sensación dolorosa. Sin embargo, permanece vigente como una regla el hecho de que las funciones vitales, en cuanto dependen de una actividad teleológica volitiva, no se consolidarían si no se asociara a ellas —al menos en general— un sentimiento de placer.

Sin embargo, la adaptación completa, a la que, de acuerdo a esa teoría, aspiramos y, con ella, la felicidad que brota de la adaptación, según mi parecer, está sujeta a un reparo vinculado a la evolución. Si una especie animal está destinada a cierto ámbito, esto puede llevarla a adaptar por completo sus necesidades a las condiciones que se ofrecen allí. Al final, disfrutará con placer aquello de lo que depende la continuidad de la vida y los deseos que excedan la posibilidad de satisfacción morirán por falta de alimento. En este respecto, la adaptación completa también significa la satisfacción eudemonista completa. Podremos esperar encontrar la misma relación para la especie humana donde se trata de adaptaciones a condiciones naturales exteriores determinadas. Pero es distinto donde la cultura produce necesidades infinitas, donde, por eso, la adaptación no topa con ningún límite, porque no existe ninguno en sentido objetivo, sino que el espíritu siempre mueve este límite por encima de lo alcanzado, más allá de cuánto sea lo que se logró. Esta falta de límites en el planteo de los objetivos adaptativos favorece una desigualdad extraordinaria de las adaptaciones. Tal vez, el pesimismo moderno es una consecuencia de esta circunstancia. Nuestra especie, probablemente, ha evolucionado demasiado rápido como para que pudiese tener lugar una coincidencia simultánea y completa de los deseos y las necesidades con los medios de su satisfacción. Una magnitud de adaptación, con la que se estaba acostumbrado a estar satisfecho, se siente insuficiente apenas se logra en otro ámbito una adaptación mucho mayor. Sobre las satisfacciones particulares que se obtienen se alza como un elemento eudemonista esencial el deseo de una igualdad y armonía de los logros conseguidos de los ámbitos más diversos. Es un deseo que, con una cultura creciente, se vuelve cada vez más vivaz, pero cada vez es más difícil de colmar. Así como en espíritus que están muy adelantados a su tiempo notamos, a menudo, también cierto pesimismo, que sin duda es el resultado de su adaptación incompleta a lo dado y de lo dado a ellos, tal vez podemos atribuirle esta anticipación también a épocas completas. Las adaptaciones y los avances logrados a menudo le dan a las esperanzas, las necesidades y los afanes un impulso que supera lo que se puede alcanzar en el momento y, al final, este impulso contraataca como pesimismo. Puesto que la medida de la felicidad no depende de la cantidad de lo que se logra, sino de la relación de esa cantidad con la cantidad de los deseos, el incremento de la adaptación no significa necesariamente ningún incremento eudemonista si las exigencias de la adaptación crecen en una progresión más veloz. Y éste me parece que es siempre el caso cuando no son las condiciones naturales, sino los estímulos del espíritu y la fantasía en el contexto de la cultura superior los que le plantean sus tareas a la adaptación.

Sin embargo, una reflexión más sencilla a la que se acaba de criticar parece poder llevar al mismo resultado, es decir, que no queremos las cosas porque nos confieren placer, sino que el placer es un fenómeno secundario, que está en una relación constante con nuestra voluntad. De modo que, al final, sólo queremos lo que trae placer, más allá del origen de la conexión entre el placer y la voluntad. El cumplimiento de la voluntad es algo que satisface. El hecho de no poder cumplir con la voluntad despierta sufrimiento, en consecuencia, quiero siempre aquello que, al lograrlo, me trae placer, que, entonces, contribuye a mi felicidad. Esta deducción tiene similitudes inequívocas con el pesimismo: lo que quiero, aún no lo tengo. El hecho de estar privado de los que se quiere es sufrimiento. La vida es querer, en consecuencia, vivir es sufrir. Es difícil ser lo suficiente cauto frente a esas proposiciones, que expresan relaciones de una generalidad superlativa entre las abstracciones más elevadas. Por regla general, sólo se trata aquí de significados parciales de dos conceptos muy amplios, a propósito de los cuales el nexo dudoso que se plantea es verdadero, pero su validez se afirma para la extensión total y la totalidad de sus relaciones. En la continuidad con la que los conceptos se entremezclan, se necesita impulsar la abstracción sólo hasta la altura suficiente para crear todas las relaciones lógicas posibles, las que se hacen difíciles de refutar en la misma medida en que se elevan por encima del suelo de la realidad palpable. Ese fundamento del eudemonismo confunde el placer que mana del hecho formal de la satisfacción de la voluntad con esos sentimientos que despierta el contenido material de esta voluntad. El logro puramente como tal, conseguir lo que uno se ha propuesto, implica un sentimiento de expansión de la personalidad, la solución natural y placentera de una tensión. Sin embargo, no se sigue de ahí que este sentimiento que aparece luego de cumplir con la voluntad sea también el móvil de la voluntad. Esta forma especial de la falacia post hoc, ergo propter hoc se puede observar con bastante frecuencia. Así como hay consecuencias fácticas que, a menudo, son consideradas como consecuencias lógicas, también son consideradas con frecuencia como motivos psicológicos. Y así como esto, frente al individuo, induce a una respuesta injusta de la pregunta por la intención, falsea por completo el discernimiento de las causas de la voluntad. No se puede dudar que existe aquel placer en el cumplimiento de la voluntad. En las naturalezas caprichosas y tozudas se puede observar de manera directa su magnitud relativa. Esas naturalezas, de algún modo, siempre tienen limitaciones y, al tener una conciencia más estrecha, ésta se colma con una pequeña satisfacción sin que encuentre lugar ahí una insatisfacción mayor, al menos, para una primera observación. De hecho, a muchos seres humanos, en muchos casos, sólo les importa hacer valer su voluntad, incluso si han reconocido que el hecho de cumplirla les prepara, en términos materiales, sólo sufrimiento y perjuicio. Y, con razón, tal vez podemos suponer que el sentimiento de satisfacción se asocia en alguna medida con toda consecución de un objeto de la voluntad. Sucede con la voluntad lo mismo que con el conocimiento: el conocimiento de la verdad, la coincidencia de nuestra representación con la realidad como un hecho formal despierta alegría y satisfacción, mientras que el contenido de este conocimiento puede ser ajeno al placer o incluso desagradable. En qué sentido el placer por el conocimiento logrado, como tal, es independiente del placer que produce su contenido se puede exponer, con especial claridad, en el caso de algún investigador pesimista, pero honesto y entusiasta. Aquí no produce ninguna diferencia el hecho de que esta satisfacción formal, tanto con el conocimiento que se logra como con la voluntad que se logra, deba tal vez su origen al hecho de que la mayoría de la veces el contenido conquistado del acto de voluntad genera placer y el conocimiento conquistado es útil. Sobre esta base, como resultado inductivo, la sensación psicológica de satisfacción se asocia, de manera paulatina, con el cumplimiento de la voluntad y el conocimiento, sin más. El ejercicio de una función, desde luego, sólo se hace placentero si el logro material ha producido placer con suficiente frecuencia. Sólo cuando sucede esto el placer vinculado a las condiciones formales logra la suficiente autonomía para surgir también cuando los resultados materiales del acto son contrastantes.

Pero no se puede suponer que, en general, este sentimiento que produce el ejercicio de una función y la consumación de la voluntad sea lo suficientemente potente para ganar la fuerza motivadora que tiene el contenido de un acto y de la voluntad. Por tanto, a partir del hecho de que todo fin volitivo logrado confiere placer, se desprende la conclusión de que sólo queremos lo que procura placer, pero se llega a esta conclusión convirtiendo un logro secundario indudable en el único logro decisivo.

'Por un nuevo Renacimiento'

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Un error emparentado con el anterior propone otra fundamentación del eudemonismo, que con gusto quisiera evitar el egoísmo absoluto y la psicología falsa de aquella forma de eudemonismo según la cual la expectativa de un placer constituye el motivo de la voluntad. Escuchamos la siguiente variante: la representación de una acción como contenido actual de la conciencia sería placentera o dolorosa, y de inmediato se decidiría en este instante realizarla o abstenerse. No sería el placer esperado el motivo, sino aquel placer que sentimos en el momento en que el acto y la posibilidad de realizarlo aparecen en nuestra conciencia. Arnold von Winkelried, ante el pensamiento de hacerle un camino a la libertad, experimenta un placer que predomina sobre el placer de la autoconservación y, de manera inmediata, emana la acción sobre esta base. Realmente, no tiene que negarse que el instante de la concepción de una acción moral, que para nosotros puede estar asociada con el sacrificio y el sufrimiento máximo, implica una elevación del sentimiento del sí mismo, un entusiasmo valiente, en breve, una sensación de placer que es ajena a la representación objetiva del fin, cuyo logro puede incluir para mí, en términos personales, más sufrimiento que alegría. Y a la inversa: pensar en la posibilidad de ciertos fines objetivos nos puede resultar placentero. Pero el pensamiento de que debemos realizar el acto necesario en pos de esos objetivos, lo que sólo sería posible con el sacrificio de otros intereses, nos llena de un sentimiento inmediato de desagrado. Al pensar el acto que implica un mal o un desgano sentimos aversión, pero al pensar el modo de actuar moral o, en general, el que luego llevamos a cabo en realidad, sentimos un placer significativo. Y dado que la omisión o la realización del acto obedecen a este sentimiento, resulta obvio designarlo como la causa de aquél. Pero también esto parece posible sólo mediante una conclusión demasiado rápida del propter hoc a partir del post hoc. Pues si ya la representación del acto nos colma de placer y, en efecto, con un placer más decisivo del que esperamos del acto consumado, no puedo ver aquí ninguna razón para avanzar hacia la acción. El sentimiento puede estar dado con esta representación, pero si, además, debe obrar como un impulso, entonces es necesario algo más. Pues el sentimiento es algo concluso y ninguna ley que dé cuenta de efectos normalmente conocidos conduce del sentimiento a la acción. Sólo sería éste el caso si aquel placer que pertenece a la representación fuese el gusto anticipado de su realización y, de esta manera, impulse a ella, pero esto según nuestro presupuesto debe desecharse. Y este presupuesto negativo se aplicará también, en muchos sentidos, también a los actos particulares de la conciencia. Por cierto, si uno desciende a las fuentes psicológicas más profundas, podría ser dudoso si todo placer de una representación volitiva no es la anticipación del placer de su realización, que, sin duda, puede haber ganado tal autonomía que posteriormente también acompaña a la voluntad cuando otros elementos de su ejecución real hacen que ésta ocasione displacer. El placer de vivir en una patria libre se consolidó tanto en la historia de la especie y del individuo que, para Arnold von Winkelried, ya está presente ese placer en la mera voluntad de un acto orientado en esa dirección, con independencia de que en el momento él pueda disfrutar del logro de este acto. Obra aquí el proceso ya destacado a menudo que transfiere al primer eslabón de la serie teleológica el valor y el efecto del sentimiento que tiene el último eslabón. Para decir algo más: no es la mera idea del acto moral la que provoca el sentimiento de placer, sino la intención de realizarlo. De modo que el placer depende de esta intención, no es posible sin ella. Así se convierte lo que debería ser la causa de la decisión en su resultado. Necesitamos, entonces, aún otro motivo, además del eudemonismo, para que tenga lugar la decisión, la que luego, por su parte, provocaría el placer como un efecto secundario. Si queremos evitar este otro motivo, queda como único motivo visible la expectativa de placer, que se ha de anudar a la decisión. Por tanto, se trata, desde luego, del mero egoísmo, porque en sentido ético es indiferente si espero el placer del fin o del camino hacia él, pues entonces se convertiría el camino mismo en fin. Si el sentimiento de felicidad se asocia sólo con aquella decisión real, que es el correlato interno del acto externo, entre los que no se requiere ningún otro eslabón, entonces no es precisamente el placer y el sufrimiento lo que mueve mi voluntad, puesto que el móvil tiene que ser previo. No sería impensable, de todos modos, que la felicidad que siente Arnold von Winkelried fuese la ratio cognoscendi de su acto, aunque no su ratio fiendi. Realizaríamos, entonces, nuestros actos sólo si a su representación se asociase una cantidad mayor de placer que a la representación de su opuesto. Pero este placer no sería el móvil de la acción, sino sólo su acompañamiento indispensable. Sin embargo, aquí tendríamos una armonía preestablecida, dado que no se puede comprender la razón por la cual las fuerzas psíquicas, que engendran un acto volitivo, siempre tienen que implicar un placer cuya magnitud dependería de la magnitud de esas fuerzas.

El eudemonismo fáctico podría presentarse de dos formas: como aspiración consciente o inconsciente, pero, en ambos casos, como fin que dirige nuestra acción. Sin embargo, los defensores del eudemonismo del primer tipo no pretenderán afirmar que la conciencia de que el fin de la acción particular es la búsqueda de un placer nos dominaría siempre o incluso la mayoría de las veces. Esto sería una falsificación muy manifiesta de los hechos que uno no puede atribuir ni a los hedonistas más decididos. Aquel eudemonismo sólo puede afirmar que todo estado singular al que aspira una acción humana pertenecería a la categoría sensible del "placer". Pero puede ser que la representación de esta acción aún no se haya diferenciado tanto como para abarcar, por un lado, al contenido meramente objetivo del fin al que se aspira y, por otro lado, a la conciencia de que este fin suscitaría placer y, precisamente, por eso es buscado. Para el espíritu, de acuerdo a su grado de claridad acostumbrado, más bien el contenido objetivo y el reflejo subjetivo del fin constituyen una unidad. El placer, como concepto, como contenido particular de la conciencia, aparece sólo después de que las conformaciones reales del placer dominen miles de veces la acción teleológica, y después de que la abundancia y diversidad de esas conformaciones han estimulado a que, bajo el oscurecimiento recíproco de la diversidad que presentan, se le conceda a su elemento común una iluminación especial. Asimismo, normalmente, los motivos de la voluntad final aparecen, con frecuencia, en una mezcla que les concede una apariencia de unidad para la conciencia. Esta unidad recibe su coloración especial de uno de los motivos que obran al mismo tiempo, que penetra en el instante en la conciencia por un interés cualquiera, sin que necesite ser en realidad el motivo rector. De tal modo, podría ver uno al placer como un motivo cooperante en todas partes y, probablemente, como el motivo principal de todo afán. Tal vez, de manera muy infrecuente, se hace consciente el placer porque es mucho más adecuado que el espíritu considere como su fin último a la cosa misma y no se desvíe su concentración de energía de lo que tiene que lograrse primero mediante la conciencia de un reflejo subjetivo que ha de esperarse de este fin. Lo que me mueve a alcanzar el objeto, sin duda, debe ser después de todo, total o parcialmente el elemento placentero contenido en él. Pero si bien este elemento puede alzarse a la conciencia en cualquier momento, esta última, de hecho, sólo se orienta a la cosa.

Además, aquí se diferencia, mediante una matización sutil, la posibilidad de un eudemonismo verdaderamente inconsciente. Según mi parecer, tenemos que mantener separadas dos formas del inconsciente en nuestra vida instintiva. Una forma es la del motivo teleológico. Razones que nos movieron a realizar una acción, pueden hundirse en el inconsciente, pero conservar, sin embargo, la fuerza motivadora. Si todavía obran en el presente, esto sucede por la misma razón psicológica que hizo que obren cuando aún tenían una forma consciente. O la motivación puede tener lugar, en cierto modo, per analogiam, en cuanto en un caso es consciente y ahora, en un caso similar, no requiere ninguna reproducción en la conciencia, sino que un tipo de inducción hace que se oriente hacia el mismo motivo. O, finalmente, este proceso puede tener lugar al nivel de la especie, de modo que los motivos que durante cierto tiempo dominaron la conciencia de la especie, se consolidan a tal punto que el individuo los hereda, simplemente, como predisposiciones orgánicas. Pero, de todos modos, es el sentido racional, la utilidad racional, la que les asegura la primacía. De otro tipo, no obstante, son las meras causas de movimientos, que obran sin la colaboración de una voluntad precedente o derivada, es decir, meras fuerzas naturales, por cuyo fin y sentido racional se puede preguntar uno en tan escasa medida como en el caso del trueno y la electricidad. Sin embargo, se puede pensar que las causas naturales de las que brota nuestra acción y que pertenecen a la última categoría mencionada, están orientadas al logro del placer. No es la coerción con la que, al final de la ponderación de los motivos, uno resulta victorioso y orientaría nuestra acción hacia la felicidad como su fin. En este caso, más allá de que suceda de manera inconsciente, este motivo extraería su fuerza frente a otros motivos de su valor fundado de manera racional. Se trataría, más bien, de una fuerza natural que es comparable con la que atrae hacia la tierra a la piedra que cae. Si, asimismo, el motivo más racional para determinar una acción se tiene que convertir en una fuerza real o, tal vez, incluso sólo constituye la apariencia de tal fuerza, diferenciamos ese motivo, al menos de acuerdo a las apariencias, de una fuerza que no obra a partir de motivos racionales, es decir, de la voluntad que decide de acuerdo a valores, sino que obra en base a mecanismos ciegos. Pero en esta forma muy extraordinaria del inconsciente la búsqueda de la felicidad, al menos de manera empírica, no se puede evidenciar. Sería la más maravillosa armonía preestablecida si los complejos de fuerzas, más variados, entretejidos a partir de los impulsos más diversos, complejos de fuerzas de los que, al final, se desprende la acción humana, de antemano estuvieran orientados a un estado determinado. Por tanto, se tendrá que considerar al placer como un suceso que es producto de una coincidencia relativamente accidental de aspectos causales de muy diverso tipo. En caso contrario, uno tendría que presuponer que hay un poder que flota sobre esos elementos causales, que orientaría su de curso a ese punto final. Según la marcha espontánea de la naturaleza no se podría reconocer la razón por la que ella debería desembocar siempre en este efecto, sin duda uniforme para nuestro sentir subjetivo, pero muy heterogéneo según sus causas, de diversa proveniencia. Si podemos suponer, de manera fisiológica o psicológica, que estas causas son las fuerzas que determinan nuestra acción, en un ninguna parte tenemos derecho a presuponer su uniformidad, a parte ante, tal como está construida en el ideal de un organismo racional puro. Eso está excluido de plano en términos formales, más allá de cuál sea el contenido material de este ideal. Se trata de una teleología tan unilateral e insostenible en sentido metodológico, la que hace que el engranaje del ser humano se oriente de manera continua al placer, como lo era aquella que hizo que funcione el mecanismo del mundo en virtud del bienestar del ser humano.

Introducción a la ciencia moral, una crítica de los conceptos éticos fundamentales, primera gran obra de Georg Simmel, inédita hasta ahora en castellano y publicada por primera vez entre 1892 y 1893, propone una reflexión empírica, es decir, psicológica, sociológica e histórica, sobre los problemas centrales de la ética, tales como el concepto de deber, el conflicto entre el egoísmo y el altruismo, la cuestión del mérito y la culpa moral, el problema de la felicidad o la cuestión de la libertad.

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