Margarit o el pan necesario

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Rolando Kattan

Cómo comen su pan cuando está duro

José Luis Quesada

En el mundo antiguo –a la manera de José Emilio Pacheco– no había internet, pero sí supermercados. Eran pocos y singulares: nuestra aldea global era un concepto a carboncillo en los papeles de Marshall McLuhan. Cada supermercado tenía, como en una tienda de variedades en el pueblo, la impronta de su propietario y una idea del Edén.

Hacer el mercado era en ese mundo, para ojos párvulos, un viaje: las aceitunas de Macedonia, las galletas danesas, el rocamadour de Cortázar, el jamón ibérico de bellota, los mariscos enlatados o las novelas de Julio Verne.

Sí. En La Colonia había dos pasillos de libros y esa era la mejor librería de Tegucigalpa. Una tarde mi madre me compró El viejo y el mar. Cuando llegamos a casa comencé a leerlo y para la cena ya lo había terminado. Mi asombro se volvió un reto: Terminar de leer un libro por día.

 

En el mundo antiguo, no eran las agujas del reloj, sino las otras, aquellas que entretejían una historia en las manos de una abuela y la velocidad era una extrañeza. La lectura debía estar acorde con el microondas.  Hogaño el tiempo es un veloz guepardo en caza, el internet puntualiza el saber y el ocio es menos asombroso (o inteligente).

Se cumplió la profecía de McLuhan, la aldea global vulgarizó el mercado, los supermercados se volvieron cadenas, los libros desaparecieron de los anaqueles y los niños ya no los ven imprescindibles como una legumbre.

Los templos de la lentitud han caído en desuso, sus sacerdotes son hombres de otra época. Es quizá por ello, o porque he encanecido, que ya no puedo terminar un libro en un día. El último intento fue Un asombroso invierno de Joan Margarit. Me llevó un par de semanas, verso a verso buscaba en mi soledad acaso esa banca que ponen en los museos frente a una obra maestra.

Llegó por correo postal y esperarlo fue parte del asunto, un libro como éste debería estar en el supermercado o en las farmacias. En su ausencia, ¿cómo puede alguien sobrellevar un dolor, sin el bálsamo de la buena poesía? "¿Cómo comen su pan cuando está duro?".

Comienza Margarit, en un poema: "Pronto no habrá amapolas. / Eliminadas como malas hierbas, / van desapareciendo de los campos. / Ya no se extenderán las rojas pinceladas / del viento en los trigales. / ¿Quién entenderá, entonces, / los cuadros de Van Gogh?".

"Todo se enfría, y se necesita –sentencia en otra pieza– el cansancio que deja haber amado. / Para así desear lo que ya está acercándose".

Si bien, un buen libro es el que te lanza a ese río en que casi te ahogas en el sueño para presentarte los últimos segundos de tu vida, no es bueno si no te da la cuerda salvavidas:

 

Unos jóvenes pasan / con los tejanos rotos, mostrando las rodillas. / También los llevan hombres y mujeres / que dejaron atrás su juventud. / Es la moda y se expone en los escaparates. / Pertenezco a otro tiempo / en la que esta harapienta elegancia / hubiera sido infame. Como escupir a un pobre. / Es un nuevo camino. Hacia otra miseria. / No puedo renunciar a la cordura: / quizá la vida todo lo desgarra / y es un enorme roto ella misma. / Pero, de ser así, / no se necesitaba construir catedrales. / Ni hacían falta crímenes. / Con el amor bastaba.

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¡No se necesitaba construir catedrales! (Joan formó parte de los arquitectos de la Sagrada Familia de Gaudí.) ¿A qué miseria va una ciudad o un país tan lejano de Margarit y tan cerca, ahora, de los comestibles enlatados?

*Rolando Kattán es poeta. Su último libro, Rolando KattánEl árbol de la piña (Cisne negro, Honduras, 2016). 

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