En medio del océano

Long Island  

Colm Tóibín  

Lumen (2024)                                                                                                                                           

Si una mañana un desconocido llama a tu puerta y, en tono rijoso y resentido, sincero incluso, anuncia que, en unos meses, entregará, sin derecho a negativa ni devolución, el hijo que su pareja ha concebido con la tuya, ¿cómo reaccionarías?. "Te traeré al pequeño bastardo en cuanto nazca. Y si no estás se lo entregaré a esa otra mujer (la suegra). Y si no hay nadie en ninguna de las casas de tu familia, lo dejaré aquí mismo, en tu puerta". ¿A qué lado cae la báscula? ¿Hacia la ruptura por el arrebato de infidelidad o hacia la acogida de la criatura ajena a tu sangre? O planteas condiciones límite para un manual de convivencia. Disyuntivas que, con estupor, someten a Eilis Lacey en la primavera de 1976. La irlandesa emigrada supera los cuarenta años. Vive con el fontanero Tony, su marido a escondidas en Brooklyn, y sus dos hijos, en una casa adosada a las de todos los Fiorello, en un callejón sin salida de Linderhust, Long Island. "Ese fue el primer error… Solían criticar su deseo de privacidad y de estar a solas y lo consideraban un rasgo irlandés". Es la contable de la empresa de construcción de su esposo y dos hermanos de él. 

Qué hacer. El interrogante a bote pronto estalla como el cimborrio de una catedral que se desploma y se funde con las losas habitadas por ancestros. El estruendo de lo inmediato y del futuro inminente. Pierde pie, pero no precipita una respuesta sobre Tony. Fría, calcula y calla. "No estaba dispuesta a romper su silencio… Si hablaba, perdería a Tony… Eilis comprendió que, si lanzaba amenazas, tendría que cumplirlas". No se ciega alternativas, pero sí da un portazo al bebé engendrado por su marido adúltero. Traicionada y tan irrevocable como el varón deshonrado. "Bajo ningún concepto voy a cuidar del bebé. Es asunto tuyo, no mío". Las primeras palabras que Eilis dirige a Tony sobre la tragedia íntima y familiar que él ha engendrado. Al fin, él, impelido, traspasa su mutismo. Ni humilde ni arrepentido: "estás casada conmigo, aunque tal vez desearías que no fuera así". Como si los sellara un sacramento invulnerable. "No es hijo mío". Terminante la irlandesa ante su suegra. "La criatura será miembro de la familia… Tony es el padre", contrapone la mamma del clan. "Me da igual quién sea el padre". "Lo hecho hecho está". Si la madre de Tony esperaba un resignado fiat, ella no cede. "No quiero a esa criatura cerca de mí". La matriarca de los Fiorello resume la evolución de Eilis, que en Brooklyn aparentaba indolencia: "tienes ideas propias".  

En Long Island, la mansedumbre rompe amarras. "Me voy a Irlanda. Me voy a ver a mi madre", que cumplirá ochenta años en agosto. "Si (Tony) de verdad no quería que (Eilis) se fuera, pensó, solo debía decir que ella no vería al bebé ni tendría que temer que Francesca (la madre de él) lo cuidara". Él calla. Ella se marcha. El pretexto para entumecer su relación. No quiere que la carcoma el salitre de los recelos sin fin. Ni ver cuándo depositan en su calle cerrada la criatura del engaño. Vacilante sobre si marida aún con Tony, atraviesa el Atlántico un cuarto de siglo después de su vuelta a Nueva York. Un retorno de cine protagonizado por Saoirse Ronan/Eilis Lacey en un final de incógnitas. El océano sin orillas precisas, "gigantesco cordón umbilical", como lo definió Stefan Zweig al relatar el momento estelar, y tormentoso, del primer viaje líquido de una palabra entre los márgenes. La zozobra y la esclavitud por las frases estancadas en los labios, incluidas en el inventario de Eilis. Y la deslealtad consumada por Tony, que la marea mece en su mente.  

Al llegar a Enniscourthy, donde reside su madre –"me importa lo que la gente piense de mí"-, desembarca una tupida red de enredos. "No se lo contó a nadie, absolutamente a nadie, que había estado casada". Y continuaba. El arrastre de aquel verano del cincuenta y dos, cuando regresó por la muerte de su hermana Rose. La anterior vez que se apeó en las mismas calles donde creció Eilis. Y Colm Tóibín , que ha escenificado la mitad de sus novelas en esta localidad, desde su primeriza El Sur. Machihembrados el entonces, que aparentó adormecerse y no ser ya perentorio, con lo a punto de ocurrir, que se presume necesario. La mujer madura que recala tiene tics estadounidenses pero, sobre todo, no se ha desprendido de sus traiciones de juventud. Porque también las cometió, aunque parecían relegadas. No por Jim Farrell, dueño solvente de un pub, "que había dejado pasar la vida". Al verla, añora aquellos meses de estío. Pero no olvida la repentina huida de Eilis, cuando vislumbraba un compromiso tras solo tres encuentros. Desconocía que ya había comprometido su destino en Brooklyn. "Tony no sabía de la existencia de Jim. Y Jim no sabía nada de la vida que ella llevaba en Estados Unidos. De hecho, nadie sabía nada de ella". Las trincheras personales que cava lo no dicho.

Tóibín plantea que, quizá, la mayor infidelidad consista en reprimir, primero, y anestesiar, luego, las emociones. Las propias, más que las de los otros. Traicionarse o las obligaciones inexcusables del deseo. Como en las intrincadas casas de Escher, las vidas de Eilis, de Nancy, su mejor amiga irlandesa, viuda con tres hijos y un negocio de fish and chips, y la de Jim diluyen su principio y su término. Comparten estancias interiores, pero guardan rincones de bruma donde sus anhelos ocultos se confunden. "Era fundamental… que Eilis nunca adivinara lo de Nancy". "Era esencial que nadie se enterara de lo de Eilis". Un triángulo escaleno, lados dispares. Explicarán desde sus ángulos los acantilados de los que penden. Con monólogos en tercera persona. El tiempo elástico, que completa el hoy con marchas a lo remoto. Se juntan, simulan quereres, pero apenas estrechan vínculos. Diálogos sin significar qué piensan. Desconfían, omiten, mienten. Y, cuando emergen los hechos, se desconocen. "Cómo se había sentido todos aquellos años fuera de Irlanda. Nadie se lo había preguntado nunca, ni su madre ni Nancy, nadie".

El asedio de la sed

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El deseo contenido o negado. Una constante de Tóibín. The Master, sobre su referente, Henry James, y El Mago, un retrato ficcionado de Thomas Mann. Dos vidas públicas con sentimientos sacudidos por la galerna. Encallan en playas desorientadas porque no son su destino afectivo elegido. La aceptación. Long Island y Brooklyn no serán soledad aunque su mentor no las continúe. Conectan también con Nora Webster y El testamento de María. La maternidad, la lucha por la dignidad de los hijos y las consecuencias de sus apuestas. Porque los Fiorello adolescentes también viajan a Irlanda para conocer a la abuela Lacey y sus raíces. 

Nada acaba en las muy privadas, y pequeñas, vidas de Eilis, Tony, Nancy y Jim. Como ellos, Tóibín tampoco es definitivo. El escritor diseña personajes indecisos para no cerrar el final. En Brooklyn, Eilis envía una nota a Jim: "lo imaginó abriéndola y preguntándose qué debía hacer… cerró los ojos e intentó no imaginar nada más". Encadena con Long Island. Jim, "de momento, esperaría, no haría nada… Eso es lo que haría". Fundido a negro. Que se congele el tiempo mientras las horas avanzan. Un día, lo imprevisto golpeará la aldaba de su puerta. ¿Qué harán?

* Prudencio Medel es periodista.

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