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Las mentiras del poder, el poder de las mentiras

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El nuevo título de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936), Tiempos recios (Alfaguara, 2019), no es exactamente una novela histórica, ni tampoco otra novela de dictadura; más allá de esos marbetes al uso, se trata de una propuesta narrativa con algo de ensayístico, que evoca la olvidada revolución guatemalteca –la llamada Revolución de Octubre, de 1944, que derrocó la dictadura de Jorge Ubico– y su final violento, y que desde esa distancia logra referirse también a un peligro de nuestro tiempo: el poder de la manipulación informativa. Invita además a considerar la responsabilidad de la política estadounidense en el devenir de América Latina desde su emancipación, y sin que falle en ningún momento la habitual ingeniería narrativa del autor, nos muestra cierta densidad en los pasajes propiamente históricos, como si la urgencia de desenmascarar una realidad inquietante impulsara la cadencia de la novela, para acusar las razones de esa polarización de un continente que se ha debatido entre dos extremos políticos: dictaduras y guerrillas. Porque cuando ha elegido opciones democráticas y progresistas como la de Arévalo y Árbenz en Guatemala –o la de Allende en Chile, podría añadirse, por ejemplo– ha llegado la CIA para imponer por la fuerza una dictadura de intereses afines a los de los Estados Unidos. Algo que Mario Benedetti, con su habitual humor, condenaba en el colofón de su poema "Ser y estar": "un hombre está listo / cuando ustedes / oh marine / oh boy / aparecen en el horizonte / para inyectarle democracia".

Tiempos recios se centra en un escenario ya visitado por el Nobel peruano en La Fiesta del Chivo: Centroamérica y el Caribe, ese inmediato sur de los Estados Unidos, que han volcado ahí la irracionalidad de todo su poder para asegurarse el control del área. La dictadura de Trujillo en República Dominicana protagonizaba el más temprano de esos títulos, y además ponía en el mapa ese país tan poco recordado, que aún sufre las consecuencias de corrupción, violencia y miseria de unas décadas ominosas. En aquel libro, Vargas Llosa se distanciaba del modelo de novela de dictadura inaugurado por el Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, sustentada por el retrato del horror sagrado, y también de la clave carnavalizadora con que García Márquez, Roa Bastos o Alejo Carpentier asediaron los mismos temas; se distanciaba igualmente Vargas Llosa de otras rondas a la dictadura de Trujillo también conocidas, incluyendo la memorable Galíndez, de Manuel Vázquez Montalbán. El escritor peruano establecía así su propia mirada: su foco se desplazaba de la figura del tirano para señalar la culpa de los cortesanos que lo sostenían, sin cuyo servilismo ciego no hubiera sido posible su larga permanencia en el poder. Las ideas de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal avalaban esa posición, y Vargas Llosa con su novela acusaba a un entorno culpable que medraba a la sombra del déspota.

Aclamada por la crítica, La fiesta del Chivo fue recibida con cierta desconfianza en algunos sectores de República Dominicana, donde se discutieron sus giros coloquiales ajenos al habla de la isla, y hasta se le cuestionó la excesiva fidelidad a las crónicas sobre el atentado contra el sátrapa. Comentarios que no ensombrecieron la trascendencia de ese libro donde el autor ejercía su derecho a la libertad, lejos de esclavitudes lingüísticas o académicas. Al fin y al cabo, la realidad y la historia han sido siempre el tintero de los novelistas, que con ese néctar fabrican su propia miel, y la exigencia de bibliografías y otros ruidos en las novelas no tienen por qué ser necesariamente atendidas por el escritor que sabe de su oficio, y que ya le dedica a sus fuentes los debidos guiños para el lector sagaz que quiera verlos, sin necesidad de excesos didácticos.

Sin llegar a constituir un díptico con La fiesta del Chivo, Tiempos recios puede leerse como una nueva contribución en torno al mismo ámbito histórico y geográfico, dadas las ramificaciones del poder de Trujillo –y su valedor, Estados Unidos– sobre Centroamérica. Sus cortesanos, lacayos y sicarios –como el temible Johnny Abbes García, jefe de su servicio de inteligencia, y que es aquí uno de los protagonistas– cumplieron sus órdenes para tejer una siniestra telaraña de amplio alcance, que por supuesto llegaba a Guatemala. Y es que su proceso hacia la democracia era visto con verdadera alarma por ambos gobiernos, sobre todo a partir de la Reforma Agraria y sus exigencias hacia la United Fruit Co. –dueña de más de la mitad de las tierras del país– para que pagara de una vez sus impuestos, de los que llevaba exenta más de medio siglo. La contribución vargasllosiana renueva así la narrativa de dictadura tan frecuente en América Latina, y es justo recordar aquí la apostilla del guatemalteco Augusto Monterroso al respecto de este género: el hecho de que las novelas del continente denuncien esa lacra repetidamente no supone que la misma le sea exclusiva, y Europa olvida muchas veces que alojó a déspotas como Hitler, Stalin, Mussolini, Salazar o Franco.

Si La fiesta del Chivo estaba vertebrada por la denuncia de la mencionada banalidad del mal, con lo que trascendía la geografía dominicana para hablar de un problema universal, Tiempos recios trasciende igualmente el momento y lugar de la historia que se nos cuenta –el golpe de Estado del coronel Castillo Armas fue en 1954–, para ejemplificar las funestas consecuencias de la desinformación y la mentira en manos de los intereses del poder de turno. La voz narradora asume el papel del historiador para introducirnos en ese tiempo de incertidumbre, y comienza hablándonos del decisivo encuentro entre un eficaz publicista, Edward L. Bernays, defensor del dominio de la propaganda sobre la verdad, y el dueño de la United Fruit, cuyo imperio se extiende por buena parte de Centroamérica y las Antillas, y que requiere urgentemente sus servicios. Guatemala acaba de ver constituido su primer gobierno salido de elecciones libres y sueña con convertirse en una democracia moderna, se legalizan los sindicatos y se regula la fiscalidad, y entonces la multinacional tiembla ante la inminente merma de su inmenso poder, ¿cómo es eso de que hay que pagar tributos al Estado, y seguros y pensiones a los trabajadores? El publicista le ofrece la solución más eficaz: convencer al público de que ha llegado el peligro comunista –el argumento del macartismo y su caza de brujas–, aunque el presidente guatemalteco solo aspirara a salir del feudalismo –en un país regido por un puñado de oligarcas que tenían sometidos a millones de indios a la miseria y la ignorancia–, avanzar hacia una democracia afín a la norteamericana y distanciarse de esa red siniestra que incluía a Pérez Jiménez en Venezuela, Odría en Perú –del que se ocupa ya Vargas Llosa en Conversación en La Catedral–, Franco en España, Somoza en Nicaragua y Trujillo en República Dominicana. El uso y abuso de ese relato ficticio sobre la supuesta injerencia de Moscú en el área hará estragos en las precarias democracias continentales, y la invocación de ese supuesto demonio condenará sus aspiraciones a reiterar el maleficio de Sísifo.

Tras ese preludio sobre los bulos y sus consecuencias –una reflexión que volverá en el colofón de la novela– nos sumerge el autor en esa historia de ultrajes a través de algunos de sus protagonistas, incluyendo a la joven Marta Borrero Parra (Gloria Bolaños Pons), apodada Miss Guatemala, que se convertirá en inesperada cómplice de sublevados y traidores. El que fuera ministro de Defensa de Arévalo, Jacobo Árbenz, y después presidente, tuvo que lidiar con numerosos intentos de golpe de Estado, y con la campaña que desde Estados Unidos acusaba a su gobierno de estar vendido a la Unión Soviética y amenazar al Canal de Panamá. Finalmente Castillo Armas se hace con el poder, apoyado por un ejército de mercenarios y en colaboración directa con Estados Unidos –a través de John F. Dulles, secretario de Estado de Eisenhower, su hermano Allen, jefe de la CIA, y el embajador Peurifoy, cuya estrategia era "convencer a los jefes militares de que la política de Árbenz perjudicaba no solo al país sino sobre todo a las Fuerzas Armadas, la primera institución que los comunistas aniquilarían"–, y apoyado también por sus títeres, como Trujillo y Somoza. Logra así derribar un gobierno legítimo, devolver las tierras nacionalizadas a los latifundistas y abolir sus impuestos, además de perseguir a todos los comunistas reales o inventados "para dar gusto a esos patanes puritanos", hasta ser finalmente asesinado, tres años después, porque al parecer de sus verdugos no fue suficientemente servil con sus mandatos.

El relato de todos esos sucesos cumple con la conocida habilidad vargasllosiana en el tejido complejo y sabio de los tiempos, y cabe destacar especialmente la arquitectura narrativa del capítulo vii, con su lograda fusión de escenas. Nos trae a la memoria además, en esta ocasión, la peculiaridad del imaginario maya que sustenta la cultura guatemalteca, tan presente en la obra de Miguel Ángel Asturias, y cuyo mejor ejemplo es el Popol Vuh, esa espléndida biblia maya donde la madeja del tiempo ignora el ordenamiento lineal y se enmaraña en un oscuro simultaneísmo. Ese lado de la historia, el de los indígenas, está ausente en esta novela, centrada en el frío juego del poder a través de una historia ajena a la sensualidad y el humorismo de otras entregas vargasllosianas, y que tampoco se distrae en desgranar o señalar el horror. Su foco es otro, y es la acusación del imperio de las mentiras y sus consecuencias: "¿Era la historia esa fantástica tergiversación de la realidad?". Sin embargo, la posición planteada resulta en algún momento desconcertante; así, en los últimos diálogos de Tiempos recios leemos: "Los tres coincidimos en que fue una gran torpeza de Estados Unidos preparar ese golpe militar contra Árbenz poniendo de testaferro al coronel Castillo Armas a la cabeza de la conspiración. El triunfo que obtuvieron fue pasajero, inútil y contraproducente. Hizo recrudecer el antinorteamericanismo en toda América Latina y fortaleció a los partidos marxistas, trotskistas y fidelistas. Y sirvió para radicalizar y empujar hacia el comunismo al Movimiento 26 de Julio de Fidel Castro".

Eso sería como imaginar que los golpistas y sus impulsores no supieran que estaban logrando esa polarización de la política, o que no supieran que esa tensión que fomentaban favorecía el caos y el miedo que serían argumento para interesadas intervenciones durante todo el siglo, en tanto que la posibilidad de la justicia social y la democracia en los países vecinos no iba a ser nada rentable para mantener el control sobre las riquezas del continente. Vargas Llosa concluye: "Hechas las sumas y las restas, la intervención norteamericana en Guatemala retrasó decenas de años la democratización del continente y costó millares de muertos". Aquí cabría preguntarse a cuántos ascienden realmente los muertos acumulados. Solo en el genocidio de la Guatemala de los ochenta, bajo la dictadura de Ríos Montt, hubo decenas o centenares de miles de víctimas –las cifras oscilan, las listas se ocultaron–, que incluyen muertos y desaparecidos. Para poner un rostro a la masacre, puede nombrarse al escritor cakchiquel Luis de Lión, que fue profesor de la Universidad de San Carlos, miembro del Partido Guatemalteco del Trabajo y autor de la mítica El tiempo principia en Xibalbá –una novela "alucinada", al decir de Dante Liano–, y que fue desaparecido y asesinado en ese periodo. En 2013 Ríos Montt fue condenado por su genocidio, y su pena fue inmediata y misteriosamente anulada, de modo que murió en 2018 en total impunidad.

La novela de Vargas Llosa concluye con una idea en la que también insistió Roberto Bolaño en más de una ocasión: "Jóvenes de por lo menos tres generaciones mataron y se hicieron matar por otro sueño imposible, más radical y trágico todavía que el de Jacobo Árbenz". Para dar de nuevo un rostro que dé carnalidad a esas líneas, puede nombrarse al notable poeta guatemalteco Roberto Obregón, muerto por los militares en 1970, con solo veintinueve años, cuando regresaba de un recital de poesía en El Salvador, y que estuvo en situación de desaparecido hasta que su cadáver apareció flotando en un río. Todo eso explica la realidad de un pequeño país obliterado por la historia, y es una excelente noticia que Mario Vargas Llosa arroje luz sobre él, como hizo antes con República Dominicana. Por otra parte, la transversalidad de ese alegato alcanza a toda América Latina, incluyendo su propio Perú; sobre otro de esos jóvenes entregados a "sueños imposibles", Carlos Oquendo de Amat, escribió Vargas Llosa en su hermoso discurso de recepción del premio Rómulo Gallegos, en 1967: "En Lima fue un provinciano hambriento y soñador que vivía en el barrio del Mercado, en una cueva sin luz, y cuando viajaba a Europa, en Centroamérica, nadie sabe por qué, había sido desembarcado, encarcelado, torturado, convertido en una ruina febril. Luego de muerto, su infortunio pertinaz, en lugar de cesar, alcanzaría una apoteosis: los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, y, en todos estos años, el tiempo ha ido borrando su recuerdo en la memoria".

En cuanto a la edición material de Tiempos recios, resulta eficaz esa cubierta del mexicano Rufino Tamayo, pero cabría hacer una llamada de atención sobre peligros distintos a los hasta aquí comentados, y son las ultracorrecciones. En un determinado momento de la novela, cuando se habla del arraigo católico en Guatemala, leemos: "¿será por eso que las guatemaltecas signan tan mal?"(p. 55). La frase resulta incomprensible, excepto que se suponga que el verbo original no es signar sino el malsonante singar, un vulgarismo caribeño recogido en el Diccionario de la Real Academia como ‘realizar el coito’, de manera que no resulta muy disculpable. Ya en una ocasión anterior veíamos otra aparente ultracorrección de la misma editorial: en El gaucho insufrible de Bolaño, la edición de Anagrama recogía una chispeante creación lingüística del autor, magnatario –que fusionaba mandatario y magnate–, pero el corrector de la reedición de Alfaguara decide reducirlo a mandatario, con lo que se acaba de golpe todo el encanto del juego literario.

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Tiempos recios es por el momento la última entrega de una extensa producción narrativa que sitúa a Mario Vargas Llosa entre los imprescindibles, más allá de posibles acuerdos y desacuerdos puntuales con sus propuestas, y eso ocurre por su inteligencia narrativa, por su permanente capacidad de reinventarse, por la orfebrería de su prosa y por su construcción de un cosmos unitario en el que siempre vale la pena adentrarse.

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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria, 2018).

El nuevo título de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936), Tiempos recios (Alfaguara, 2019), no es exactamente una novela histórica, ni tampoco otra novela de dictadura; más allá de esos marbetes al uso, se trata de una propuesta narrativa con algo de ensayístico, que evoca la olvidada revolución guatemalteca –la llamada Revolución de Octubre, de 1944, que derrocó la dictadura de Jorge Ubico– y su final violento, y que desde esa distancia logra referirse también a un peligro de nuestro tiempo: el poder de la manipulación informativa. Invita además a considerar la responsabilidad de la política estadounidense en el devenir de América Latina desde su emancipación, y sin que falle en ningún momento la habitual ingeniería narrativa del autor, nos muestra cierta densidad en los pasajes propiamente históricos, como si la urgencia de desenmascarar una realidad inquietante impulsara la cadencia de la novela, para acusar las razones de esa polarización de un continente que se ha debatido entre dos extremos políticos: dictaduras y guerrillas. Porque cuando ha elegido opciones democráticas y progresistas como la de Arévalo y Árbenz en Guatemala –o la de Allende en Chile, podría añadirse, por ejemplo– ha llegado la CIA para imponer por la fuerza una dictadura de intereses afines a los de los Estados Unidos. Algo que Mario Benedetti, con su habitual humor, condenaba en el colofón de su poema "Ser y estar": "un hombre está listo / cuando ustedes / oh marine / oh boy / aparecen en el horizonte / para inyectarle democracia".

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