De nuestros hermanos heridos
Joseph Andras
Anagrama (2024)
Un otoño ruin se encaramó a un invierno de acero inclemente. Detenido el catorce de noviembre de 1956, ajusticiado el once de febrero de 1957: Fernand Iveton, hijo de francés y huérfano de una española casi adolescente. Niño expósito, sin embargo. El apellido se lo asignó el mismo Estado que lo desmochó, Francia. "Son las cinco y diez de la mañana cuando la cabeza del preso número 6101, Fernando Iveton, de treinta años". Abrupto, Joseph Andras ultima De nuestros hermanos heridos sin punto final. Como si la guillotina también segara la vida de su novela. Como si la coma simbolizara la pendiente por la que el verdugo lo despeñó hacia la oquedad de los huesos.
No fue una cabeza perdida la de Iveton. Sí eco que aún retumba, lejos en el tiempo, cerca en la memoria. Comunista, tornero en una fábrica de gas. Allí, en una estancia vacía, había depositado una bomba de escasa potencia. "Que no haya muertos, sobre todo que no haya muertos… No queríamos atentar contra la vida de nadie". El artefacto de relojería estallaría a las 19.30, cuando ya todos hubieran abandonado la planta gasística. Quiso pasar desapercibido, "ser anodino". Pero su capataz, Oriol, sospechó y lo delató. A las 16 de aquella tarde marengo por una "lluvia mezquina", unos policías lo amarraron. "Un fracaso estrepitoso". El explosivo nunca detonó, lo desactivaron. Pero la vida de Fernand comenzó una serpenteante cuenta atrás desde aquel momento.
Lo trasladaron a la comisaría central de Argel. Sus guardianes contravinieron órdenes de evitar la tortura y encadenaron una vorágine de maltratos. Comenzó con golpes. Sangre. "Hay que aguantar, aguantar firme". Lo sumergieron en agua. Asfixia. "No decir ni palabra". Culminó con electrodos en el cuello, en los testículos… Calcinaron su resistencia, lo quebraron. Cantó tres nombres de compañeros de trinchera. Incapaz de ser un callado valiente. Antihéroe. La escala de tormentos "lo ha secado por dentro: tiene el alma desierta, despojada de toda emoción".
Hasta entonces, había sido un combatiente sin estridencias contra un imperio en declive. Silencioso hasta con su esposa, Hélène, una joven de origen polaco y pasaporte suizo heredado de su exmarido. Se conocen en Francia, donde él sana de una tuberculosis. Andras vuelve a los primeros cincuenta, entrevera la relación de esta mujer y Fernand con el proceso de conversión al activismo. "La lucha obliga a mantener la discreción en el amor". Humaniza al militante, "la felicidad entra para él dentro de lo corriente". Y explica su metamorfosis para traspasar el muro. Iveton persiste en el marxismo, pero defiende la independencia de Argelia, librar a este país "de esos prebostes y fundar un régimen de base popular". La lucha argelina contra el colonialismo francés la encabeza el Frente de Liberación Nacional, fundado en 1954, dos años antes de la detención de Fernand. El FLN es bifrontal: político y militar, negocia pero atenta y mata. Los comunistas apoyan la independencia sin pólvora ni dinamita. "Los militantes comunistas podían unirse al FNL, es decir, a la lucha armada, pero solo a título personal, individual". A Fernand lo sacudió el asesinato de su mejor amigo, Henri Maillot, un militar que robó un camión con un arsenal para entregárselo a los guerrilleros. Lo apresaron y le aplicaron la ley de fugas: lo soltaron para dispararle por la espalda, la ejecución de un falso evadido. "Que no haya muerto en vano", un mandamiento para Iveton. Así comenzó su tránsito hasta la vanguardia. Sin asesinar.
Suspendido en una vertiente donde, tras su arresto, no accedieron a rescatarlo ni sus correligionarios comunistas ni el FNL, en cuyas proximidades vagaba y quienes diseñaron su atentado de campanario. Quizá le marcaron sus delaciones, acaso lo consideraron un rebelde irrelevante. Su esposa, Hélène, le desnuda la realidad: "Tu Humanité (el periódico del Partido Comunista Francés) sigue yendo con mucha cautela, se diría que no quieren mojarse. Los incomodas". Lo marginaron, no le proporcionaron abogado. Los gobernantes sí le asignaron dos letrados de oficio. Más tarde, la Confederación General del Trabajo, sindicato próximo a su partido, lo respaldó con un tercer defensor.
El juicio militar. Siete togados de diferente rango examinan el caso Fernand Iveton. Le dedican solo una jornada. Sentado en el banquillo caqui con "una mirada animal que no dice nada del hombre que es, una mirada abatida, ausente". Desconchado por el dolor corporal y en el ánimo infligido en prisión. "Me han torturado", declara. Un forense del ejército le diagnostica unas heridas superficiales en un tiempo indeterminable. Como si no lo hubieran vejado. La policía científica testifica que la bomba apenas alcanzaría tres o cinco metros, incapaz de derribar un tabique de ladrillos. El delegado del gobierno solicita el castigo irremediable: "fuera cual fuese la intención de Fernand -acabar con la vida de inocentes o no-, el delito es el mismo". Su trío de abogados niega la ejecución porque "no ha matado a nadie". El pied noir Iveton se define como "argelino, y no soy ajeno a la lucha que libra nuestro pueblo". Solicita que lo juzguen "por sus propios actos y no por otros que no guardan con él relación alguna".
La alarma social. Eso es lo evidente. Una guerra que los franceses llaman acontecimientos. Fernand Iveton, la víctima propiciatoria del contexto. (La batalla de Argel, película dirigida por Gillo Pontecorvo, retrata aquellos meses de furia y caos). Diez días después de su detención, el veinticuatro de noviembre de 1956, lo condenan a morir sin imputarle ninguna muerte. "La sentencia cae como la cuchilla que augura". La pena capital, decapitarlo. Justicia que ajusticia, justicia ajusticiada. Por las bombas asesinas de otros. Por la ira desatada y la represión feroz. Los estragos de las dos caras del terror. "Nos hemos convertido en perros rabiosos", coligió Sartre sobre este caso un año después, en Les Temps Modernes.
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La cobardía del poder. Su inclemencia. En el íncipit, Andras señala a François Miterrand, entonces ministro de Justicia. Con él y con el último presidente de la IV República francesa, René Coty, se reunieron los tres defensores de Fernand. Le denegaron el indulto. Sin perdón, entonces. Con escrúpulos, más tarde. Porque la historia de ayer se prorroga en la siguiente, contemporánea siempre. Mitterrand, incapaz de desapegarse de aquella impiedad, eliminó la pena de muerte en Francia en octubre de 1981, cinco meses después de llegar al palacio del Elíseo como presidente de su país.
Una supresión que revivió a Fernand Iveton, aunque no recuperó su vida. Una eliminación que termina la última frase cercenada en De nuestros hermanos heridos. El deseo de absolución por inmisericorde. Él sí tenía, al menos, un muerto en su debe. El Nobel Albert Camus, francés nacido en Argelia, escribió en Combat, en mayo de 1945, "nada francés se salvará si no se salva la justicia". La colonia no descifró estas palabras. El país norteafricano logró la independencia en 1962. Fue la primera de las dos victorias de Fernand Iveton. Murió por ninguna muerte, pero no fue baldío.
* Prudencio Medel es periodista.