Los libros
Nihil difficile amanti
La isla del fin del mundoSelena MillaresBaratariaBarcelona2018La isla del fin del mundo
Tras El faro y la noche (2015), esta es la segunda novela de Selena Millares, también poeta, profesora en la Universidad Autónoma de Madrid y prestigiosa investigadora de la literatura hispanoamericana. Evito a propósito, esta vez, el recurso al millarismo, como ella misma lo llama con su habitual buen humor.
La novela se compone de siete capítulos, en los cuales un joven de 19 años, un irlandés errante llamado Aidan (o sea, ardiente) Fitzwater, cuenta en primera persona, aunque en alguna ocasión se valga también de la segunda, el viaje que emprende en el puerto de Waterford y que lo llevará hasta las islas Afortunadas, a Tenerife. Nos encontramos en 1783, en plena Ilustración, cuando se está gestando la Revolución Francesa. En las tres citas iniciales, de Blas de Otero, James Stephens y Unamuno, se defiende la espiritualidad, la imaginación y los ideales. La historia está contada desde un presente incierto, rememorando aquellos hechos que en la existencia del protagonista fueron importantes para poder entender cuál había sido su historia, quién era él realmente. Sus recuerdos se dirigen a una amada ausente, que actuaría como interlocutora indirecta. El caso es que Aidan, fascinado por el mar y la navegación, zarpa en el Hibernia en busca de la mítica isla de San Brandán, o San Borondón, de la que tiene noticia por un libro de Voltaire y por diversos mapas antiguos. El referido Brandán fue un monje irlandés del siglo VI, quien tras navegar siete años en busca del paraíso, y dar con él, no tardó en perderlo. En nuestras literaturas, se ocuparon también de esta mítica isla nada menos que Feijoo, Álvaro Cunqueiro y Juan Perucho, entre otros.
Antes de llegar a su destino, con el fin de reunirse con su tío Andrew, que tiene una casa de comercio en Tenerife, el barco se detiene primero en Burdeos, ciudad hedonista donde conocerá a Marella O'Neill. Recorre luego Castilla, camino de Madrid, sirviéndole de contraste con la ciudad francesa: abierta esta a las nuevas ideas, mísera y atrasada nuestra región interior. Madrid también se nos presenta llena de contrastes, pues la suciedad y la presencia asfixiante del Santo Oficio, con quien acabará topándose el personaje, queda paliada por el encuentro con dos grandes personajes: Cagliostro y Casanova, en una escena memorable, enmascarados ambos como Pellegrini y Pratolini, respectivamente, con el donjuan ya maduro enamorado de una joven beatona, u hombres de las luces, como Viera y Clavijo, a los que añadiría esa joven que se le entrega en la calle, un sucedáneo erótico de su amada. Por fin, Aidan llega a Cádiz, donde vuelve a respirar libertad, penúltima etapa de su viaje a Tenerife, en que será acogido por Patrick White, amigo de su padre. En todos estos lugares, y en aquellos otros que visita en las islas, vive experiencias dignas de ser rememoradas, lo que da pie a diversas historias intercaladas, como –por ejemplo— las referidas al Santo Oficio, que relata el tío Andrew, o la que cuenta el mismísimo Casanova.
La narración permite varias lecturas, todas ellas complementarias. Se trata, como he apuntado, de un relato de viajes en el que también se utilizan los mimbres de la novela de formación. Si barajamos ambos géneros, la indagación exterior va estrechamente unida a la interior, pues al fin y a la postre Aidán se busca a sí mismo. Pero como en todo viaje, no escasean aquí las aventuras, las pruebas y contratiempos, los encuentros memorables. Sin que por ello escasee el pensamiento, bien integrado en la trama novelesca. Estamos, en suma, ante una quête o búsqueda, pues el protagonista –“un soñador de causas imposibles”- asume que su destino consiste en partir, en emigrar lejos, alentado por los vientos que llegan de Francia, susurrando igualdad y fraternidad. Y entre tantos ingredientes bien barajados, tampoco falta un dilema: el que se le presenta a Aidan en Burdeos: quedarse allí, junto a su nuevo amor, o bien continuar el camino previsto; ni una admonición o profecía, con pizcas de maldición, que le formula el capitán del Hibernia, sobre las mujeres y el mar, cuya historia sentimental conoceremos después, y luego el propio Casanova, quien le espeta: “cuídate del mar, muchacho, será la fuente de toda tu desventura”.
Y aunque tenga un evidente fondo histórico, como ya hemos recordado, y alguno de los personajes procedan de la realidad (José de Viera y Clavijo, Juan Antonio de Urtusáustegui, Urtu, o José Clavijo y Fajardo), no se trata de una novela histórica al uso del día, que en la mayoría de los casos carecen de ambición literaria, pues su única aspiración consiste en entretener y vender, sino de una narración ambiciosa, de sesgo muy distinto. Así, por ejemplo, se alude en diversas ocasiones a la historia irlandesa, a sus emigrantes; al mundo de los marinos y su apretada convivencia; a la bulliciosa Burdeos, destacando las escenas en la posada y taberna Port Infini, regentada por los O'Neill, y las consideraciones sobre el tráfico de libros prohibidos, con presencia también en otros momentos de la novela, y la consiguiente corrupción que genera; y también vivimos una de esas mágicas noches de San Juan. Por último, la novela podría leerse, en otra de las capas posibles de esta tupida cebolla, como un homenaje a la Ilustración en Canarias, a las mitologías y leyendas de las islas, a su flora y su paisaje, al léxico isleño. El episodio de la subida al Teide, o las reflexiones en el desenlace sobre ese “entorno prodigioso” sirven de buenos ejemplos. Pues, se trata, en suma, de encontrar el paraíso en la tierra, aquí escenificado por la mítica isla de San Brandán, pero no menos por Marella y quizá también por Magdalena.
En la narración se plantea la lucha constante entre razón y tolerancia, por un lado, e intransigencia y fanatismo, por otro; o entre la aspiración a la utopía y el anquilosamiento en el pasado. Sea como fuere, los nuevos valores aparecen representados en estas páginas por los ilustrados y los masones, a los que persigue el Santo Oficio. Pero se trata también de una novela de personajes, empezando por el narrador protagonista, a quien el ilustrado Urtu define como un tipo quijotesco que todo lo observa a través de los libros. En su relato, Aidan va cediéndole la voz a otros personajes, quienes a su vez van dejándonos un ramillete de historias que alimentan la curiosidad y los sueños del joven. Valgan aquí otros pocos ejemplos, que sumamos a los aducidos unas líneas atrás: la historia del Hibernia, que antes había llevado el nombre de Carlota, y que no es otra que el amor perdido del capitan McGregor, y la defensa de La Habana de los ingleses; o la historia de Pedro, el cocinero del Hibernia. Los personajes femeninos encarnan distintos tipos posibles de amor: bien sea el caso de la joven prostituta con la que Aidan yace en Madrid; bien el de Marella, la amada pelirroja, una joven irlandesa emigrada a Burdeos; o ese nuevo amor que se insinúa en el desenlace. El caso es que tras conocer a Marella, en el segundo capítulo, su “plan de vida” cambia, y estriba en: “establecerme, hacer venir a Marella y llegar al fondo de mis pesquisas”. Recuérdese, además, que el lema de la familia Fitzwater es: Nada es difícil para el que ama (Nihil difficile amanti). La isla del fin del mundo es también una novela de pérdidas y ganancias, pues, al cabo, el protagonista no podrá seguir cultivando su pasión por la música, en compañía de su violín.
No quiero dejar de alabar otros aspectos del relato: el que nos evite las fuentes en las que se basa, tal y como hoy se estila, que en una novela poco le importan al lector, aunque sí puedan interesar al estudioso; y el hecho de que no se muestre demasiado consciente de los mecanismos que baraja, a pesar de ser experta en la materia, otra de las cargantes modas del día.
En el desenlace, la novela adopta un tono lírico, a la vez que constatamos que el título se refiere a la isla del Hierro, “isla metálica y extraña”, donde el protagonista acabará afincándose, convertida en su particular paraíso. Así, podría decirse que, tal y como le ocurrió a San Brandán, también Aidán perdió el paraíso tras encontrarlo, si bien el final de la novela, abierto a diversas posibilidades, tras adoptar ante Magdalena el nombre de Brandán, nos permita pensar que después de superar varias penalidades quizá volviera a encontrarlo, ya para siempre.
Poeta y lumbre
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*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls