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Nombrar la nieve

Marisa Martínez Pérsico

El último poemario de Carlos Aldazábal, Mauritania es un país con nieve, recibía hace poco más de un año en San Sebastán el XLIII Premio Literario Kutxa Ciudad de Irún, el mismo que en 1994 había ganado Roberto Bolaño con Los perros románticos. Publicado por Algaida a fines de 2019, este libro construye un sofisticado tejido de correspondencias entre los cambios de estado de la materia —en concreto, del agua— y las fases de una historia de amor.

El hilo conductor es un amor perdido y evocado mediante saltos temporales que obedecen al ritmo de la memoria, exigiendo un lector activo que reconstruya las coordenadas cronológicas del idilio. Este perenne juego de flashbacks y flashfordwards a lo largo de las tres secciones del libro le confiere una textura narrativa y orgánica. Sin embargo, al recorrer sus páginas el lector se interna en un baudeleariano bosque de símbolos cuyo desciframiento le exige su conversión en exégeta.

El amor se define y eterniza en el espacio simbólico de Mauritania: hay un proceso de desrealización del locus geográfico existente —un país situado al noroeste de África, antiguo territorio del pueblo bereber, conquistado por los romanos y más tarde colonizado por Francia, extremadamente seco y azotado por tormentas de arena— que se convierte en un espacio húmedo, nevado, utópico y atemporal: “Vengo de la nieve, me dijiste/ en las calles de Cuzco.// Mauritania es un país con nieve, pensé,/ y poco importó/ si Mauritania/ era real,/ si tenía nieve,/ desiertos o praderas,/ porque venías de la nieve,/ y no estabas en el Cuzco,/ ni Mauritania era tu país” (p. 84-85). Sus ríos con pirañas y orillas inauguran “un escándalo de yacarés” y no están en los mapas porque Mauritania encarna la posibilidad del imposible, el flujo del deseo que se impone a la realidad y la transforma por voluntad demiúrgica del poeta: “Pero todo lo que digas/ será/ en vano,/ porque Venecia,/ igual que Mauritania,/ será un monumento/ a la alegría,/ esta triste alegría/ de la distancia cerca,/ de los viajes sin mapa” (p. 82); “...milagro,/ que me dicta/ el color/ de lo que anhelo” (p. 44-45).

La amante es definida como una “bailarina de Tastil en Mauritania/ con la tinaja de mi corazón en tu cabeza” (64) y como la “reina de Mauritania,/ orilla imposible,/ otoño en primavera” (p. 59). A las sustituciones arbitrarias de la geografía y a los trastocamientos de las estaciones del año se suma la rebeldía de los puntos cardinales, que tampoco obedecen a los dictados de la cartografía sino a la historia íntima del afecto compartido: “como los copos de nieve,/ modos del encuentro/ que contradicen/ los principios/ de las aves,/ incierta receta de una brújula/ en la que el norte/ es siempre el sur” (p. 46).

Aldazábal nos propone un diccionario para la blancura. Aunque en este libro se tematicen diferentes estados del agua —escarcha, lluvia, granizo, icebergs, cuerpos líquidos como ríos y arroyos, olas, espuma, gotas, humedad o rocío—, la protagonista indiscutible es la nieve, ya desde el título. Porque no solo los esquimales tienen distintos modos de nombrar la nieve, como sostenía el lingüista y antropólogo Franz Boas: también los poetas tienen este don. En su estudio Handbook of Norh American Indians (1911) Boas demostró que en la lengua aglutinante de los esquimales hay varias palabras para nombrar la nieve: aput quiere decir “nieve sobre el suelo”, qana significa “nieve cayendo”, piqsirpoq quiere decir “nieve a la deriva”, qimuqsuq, “nieve arrastrada por el viento”. En el “diccionario poético” de Aldazábal, la nieve puede ser agua movediza, naufragio, muerte o, incluso, una planta: “Porque la nieve es agua/ dispuesta/ a desplazarse,/ iceberg preocupado/ por mantener su forma,/ pero siempre mortal/ para el naufragio” (p. 84); “De la nieve venimos y a la nieve vamos,/ cantaban las sirenas/ en mi oído./ Nieve serás, mas nieve enamorada, repetían. (...) Pero Mauritania es tu país.// Sé que venís de un lugar/ donde la nieve cae” (p. 85); “Plantaciones de nieve, pensaba,/ mientras la blancura/ era una fotografía/ de tus manos” (“Algodonal”, p. 61).

En la tradición literaria occidental la nieve ha ocupado un espacio central en la elaboración poética de la distancia física de los amantes, del desprendimiento y la evocación recíproca en la lejanía. En el amor cortés medieval esto se evidencia, por ejemplo, en la escena de las tres gotas de sangre del roman del ciclo artúrico Perceval, de Chrétien de Troyes. El episodio es sencillo: Perceval, caballero del Rey Arturo, durante las aventuras ligadas a la búsqueda del Santo Grial ve unas ocas que son atacadas por un halcón. Todas logran huir pero queda un ave herida. Perceval se aproxima y ella escapa, dejando unas manchas de sangre en la nieve. El caballero se detiene largamente a mirar el cuadro: la nieve le recuerda el rostro de su amada Blancaflor, y la sangre el color de sus mejillas. Se enfrasca así en una larga contemplación evocativa. Se ha interpretado este episodio como el momento de pasaje del amor erótico al amor cortés, el inicio de la concepción del amor independizado de su objeto. Es un rito de paso: solo ahora Perceval, gracias a esta experiencia de desprendimiento, estará preparado para encontrar el cáliz sagrado. También en Mauritania la nieve representa a la amada distante, con sus atributos de blancura, por desplazamiento metonímico: “Si pienso otro color/ viene la nieve,/ y entonces la sonrisa/ evapora la escarcha” (p. 44); “Su blancura/ es delicada/ para mi torpeza” (p. 59).

En su Diccionario de símbolos Juan Eduardo Cirlot explica que el agua simboliza la duración, la transformación, la medida del tiempo. La presencia del agua en la literatura, tanto en cronotopos acuáticos (marinos y fluviales) como en sus diversas formas continentes (lágrimas, lluvia, aguanieve, líquidos corporales como sudor y esperma, bebidas, abluciones) se relaciona con procesos psicológicos, anímicos y de larga duración. Están asociados a la memoria, al sueño, la nostalgia, el deseo, la infancia, la procreación, la purificación, la muerte y la vida.

La lengua poética de Mauritania es un país con nieve, como ya anticipé, se caracteriza por un elegante juego de trasmutaciones de estados de la materia líquida. Se sustituye lo abstracto por lo concreto y viceversa, según el proceso lógico de otra figura retórica tan frecuente en el idiolecto poético del autor, la sinécdoque. La escarcha simboliza los recuerdos y el sinsentido; la humedad la desesperación, la nieve a la amada, la lluvia los amores pasajeros, las gotas la esperanza: se habla de “la escarcha del sinsentido” (p. 23), de la humedad como “un ejercicio/ de la desesperación” (23), de “la danza de la escarcha/ cayendo en los recuerdos” (p. 33), de “la esperanza” escrita “en una gota de música” (p. 35). La lluvia parece metaforizar los amores pasajeros, un estado menos sólido que la nieve añorada: “Yo solía celebrar la lluvia./ Ahora ansío la nieve, y la distancia es cruel./ Yo solía celebrar las nubes (...)/ Resignado a la lluvia me acerco a los postigos./ Soy un viento que sopla entre las gotas/ un fantasma sin paz” (p. 21-22). Estos elementos también pueden ser leídos, en ocasiones, en clave erótica: “¿Y si te hace frío?”, me decís,/ ¿Y si la nieve no puede con el fuego?” (p. 69), o en “Llevábamos manzanas,/ y almorzábamos sin temor,/ porque en Mauritania/ si hay niebla/ nunca llueve” (p. 72). La escritura nunca puede separarse del agua y así lo dice “Cuestión de estado”, donde se asocian “Las teclas y la lluvia./ La humedad/ que impregna las palabras” (p. 33).

Mirar la tristeza a través de la fiesta es una constante en la voz poética de Aldazábal, muy presente, también, en su libro anterior, Camerata carioca (Valparaíso México, 2016). Hay una incomodidad del poeta ante la falsa ostentación de la alegría —representada en ese libro por el carnaval de Río de Janeiro, o en este último por las máscaras del carnaval de Venecia—. En el poema “Confesionario”, que inaugura Camerata carioca, en un escenario festivo donde circulan garotas de pronto irrumpe la figura de “Una mulata añejada en alcohol/ confesando sus penas al oído del árbol” (12). El autor nos relató la anécdota que reelabora en esos versos, en diciembre de 2019, mientras presentábamos en Roma Concerto carioca, la edición italiana traducida por Federica Silvino para la editorial Fili d’Aquilone que dirige Alessio Brandolini: “Yo estaba en un bar en Río, que tenía un patio con un árbol grande alrededor del que estaban las mesas. Había una mujer negra vestida como de carnaval que de golpe se levantó de la mesa donde estaba y se abrazó al árbol mientras lloraba. Estaba bastante alcoholizada. Fue una imagen conmovedora, y al parecer usual”. Convertir en “confesionario laico” y en fuente de consuelo a un árbol revela el rechazo a asumir una mirada mercantilizada y turística del mundo, la necesidad del poeta de indagar en la precariedad existencial escondida tras de las falsas fachadas celebratorias. No es tampoco inocente que Camerata carioca defina a la lluvia como un “aplauso del agua” en el techo: lo que cae y se disipa también merece ser cantado, celebrado, del mismo modo que Mauritania es “un monumento/ a la alegría,/ esta triste alegría/ de la distancia cerca” (p. 82).

Me detengo todavía en la retórica de este libro porque encuentro que existe un trabajo de gran fineza con las imágenes. Aldazábal apela a otro recurso tempranamente celebrado por Borges, la hipálage, figura de sustitución que conduce a unos hallazgos sorprendentes. Se trata de atribuir a un sustantivo una cualidad propia de otro sustantivo cercano, rompiendo las relaciones lógicas entre sustantivos y acciones. Cuando Aldazábal escribe que “El perro de la escarcha/ todavía me lame,/ la sal que cicatriza” (p. 48) se atribuye a un fenómeno atmosférico la potestad de comportarse como un perro y se animiza, entonces, a la escarcha, convirtiéndola en compañera de consolación y de fidelidad. Cuando leemos que “las manzanas se desperezaban/ y por tus manos ascendía un edén/ capaz de sonrojar todo lo verde” (p. 55) se otorga a una fruta la capacidad de una mano, generando una red de asociaciones eróticas y cromáticas entre verde y el blanco. El dibujo sinuoso de la sémola y la pulcritud de la harina se confunden con los brazos de los amantes mientras cocinan y la nieve que se arremolina a los pies de la mujer parece un gato doméstico.

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Este somero viaje por el libro, estas breves escalas por sus correspondencias y simbolismos me conducen al “derretimiento” de su título, como destino final. Porque decir que Mauritania es un país con nieve es decir, también, que todo amor, un día, se termina.

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Marisa Martínez Pérsico es poeta y profesora en la Università degli Studi Guglielmo Marconi y la Università di Roma Tor Vergata.

El último poemario de Carlos Aldazábal, Mauritania es un país con nieve, recibía hace poco más de un año en San Sebastán el XLIII Premio Literario Kutxa Ciudad de Irún, el mismo que en 1994 había ganado Roberto Bolaño con Los perros románticos. Publicado por Algaida a fines de 2019, este libro construye un sofisticado tejido de correspondencias entre los cambios de estado de la materia —en concreto, del agua— y las fases de una historia de amor.

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