Paloma Díaz-Mas: la muerte del hermano

Las fracturas doradas

Paloma Díaz-Mas

Anagrama (Barcelona, 2024)

 

Me imagino que la primera cuestión que se ha planteado la autora es cómo contar la muerte inesperada de un familiar. Estamos ante un libro de corte memorialístico sobre el fallecimiento de Miguel, el hermano pequeño de Paloma Díaz-Mas, al que se refiere siempre como "nuestro hermano", incluyendo en el sentimiento a su otra hermana, innominada, que será quien descubra el cuerpo, que llevaba muerto un día y medio. Así, junto a la voz narrativa, la de la propia autora, adquieren también protagonismo, aunque no tengan voz, los otros dos hermanos. En cierta forma, podría decirse que es la historia de tres hermanos, de las relaciones que mantuvieron a lo largo de su vida.  

En 1996, la escritora Laura Freixas llamó la atención sobre el trato entre las madres y las hijas en la ficción; y hace poco, José Jurado Morales escribió un libro, Soldados y padres. De guerra, memoria y poesía (2021), sobre la visión que algunos poetas tuvieron de sus padres y del papel que estos desempeñaron durante la Guerra Civil. En los últimos años, se ha insistido en este tipo de relaciones familiares, barajando casi todas las posibilidades, pero no recuerdo ningún texto en prosa, bien sea de ficción, bien pertenezca al terreno de la memoria, sobre las relaciones entre una mujer y su hermano fallecido, sobre los sentimientos que experimenta, tal como ocurre en este caso, y sobre cómo se vive el duelo. No me olvido tampoco de que el año pasado se publicó un texto de Carme López Mercader, Duelo sin brújula (Reino de Redonda, 2024), sobre los sentimientos experimentados tras el fallecimiento de Javier Marías, su marido, que reseñamos en este suplemento. 

Volviendo al libro en cuestión, el título, Las fracturas doradas, se refiere al kintsugy, o carpintería dorada, procedimiento del que se ocupa la autora tanto en el segundo capítulo como en el quinto y último. Recuérdese que en Fractura (Alfaguara, 2017), la excelente novela de Andrés Neuman, no solo se utiliza también esta metáfora, sino que el concepto de fractura aparece asimismo en ambos títulos. La cita inicial es más bien una dedicatoria al hermano difunto, "siempre joven"; y aunque mediaba ya la cincuentena, la autora nos dice que "había muerto joven, había vivido como un joven" (página 31).

El libro se compone de cinco capítulos de dimensiones desiguales, de los cuales el segundo, Carpintería dorada: un cuento inserto, y el quinto, Las fracturas doradas, son los más breves con diferencia (páginas 41-45 y 141-149). En el primer caso, se trata de un cuento oriental, en forma de parábola, inserto en el conjunto, que hace que nos preguntemos acerca de quién lo relata, si acaso se trata de la misma autora/narradora, dándole sentido a toda la historia, sobre cómo puede llegar a haber mayor belleza en la imperfección, la metáfora del kintsugy, aunque no hay que precipitar las fracturas, que, al fin y a la postre, acaban llegando. En el segundo, se trata del último capítulo del libro, que le proporciona título al conjunto y trasciende lo narrado, pero antes nos cuenta la nueva vida de la casa, cuando pasa a habitarla su hermana, con sus propios muebles, con sus animales, un perro viejo y casi ciego, y unos gatos. Lo cierto es que buscando imágenes para la cubierta, aunque al final será otra diferente, selecciona cinco cuencos de colores y materiales distintos (oscuro, verde, rojo, de jade y blanco). Se decanta por este último, aunque más que cuenco sea un tazón sencillo, que ya era "imperfecto, bellamente irregular, antes de romperse". "Así –sentencia la autora- somos también nosotros", frase con la que cierra el libro.   

Si en una primera lectura de la obra podemos tener la impresión de que apenas se nos proporcionan datos concretos, pronto nos damos cuenta de que el deceso del hermano se produce en enero del 2021, durante la pandemia, un día en que teletrabajaba; que ocurre en La Pedriza, pueblo situado en la provincia de Madrid, en la sierra de Guadarrama, cerca de El Boalo (donde Carmen Martín Gaite tenía una casa) y el embalse de Santillana, y que también aparecen algunas alusiones a Vitoria, donde vivió Paloma Díaz-Mas y fue profesora de la Universidad del País Vasco. El viaje que emprenden la autora y su marido, saltándose todas las normas del obligado confinamiento, una vez fallecido el hermano, los lleva desde Vitoria a La Pedriza.

El libro arranca, pues, con una conversación entre las hermanas, en la que se le comunica a la autora el fallecimiento, una escena real, aunque parecida a un mal sueño. Los que siguen son Días de hielo, tal y como se titula el primer capítulo del libro. A los sentimientos propios del momento, se unen los datos sobre la vida del hermano: vivía solo en un piso situado en un barrio obrero; lo encontraron muerto en el sillón en que trabajaba, delante del ordenador, por lo que, deducen, debió de morir sin darse cuenta. Además, se nos dice que era archivero, amante de la cultura francesa, que tenía un pequeño taller de encuadernación y que, entre sus muchos libros, había numerosos sobre arte, catálogos de exposiciones diversas. Sin más precisiones, se comenta que había una amiga que "tenía una relación especial con él" (página 29). Tras las gestiones con el tanatorio, el rito del velatorio consiguiente (en el que no faltaron los gatos de Miguel) y la incineración, la conclusión de las hermanas fue que Miguel tuvo una buena vida, y que ellas, por su parte, dejaban atrás un capítulo importante de las suyas.

En Fragmentos, título del capítulo tercero, se completa la biografía del hermano, la grata situación profesional que había alcanzado con mucho esfuerzo, la llegada de la muerte cuando se sentía más feliz, su afición a los viajes (trabajó en Filipinas y le gustaba recorrer Francia), el amor a los animales, a los gatos (recuérdese que la autora tiene un libro sobre Lo que aprendemos de los gatos, 2014). Hay en esta parte de la obra unos episodios, digamos, que nos han llamado especialmente la atención. En el primero, se refiere la autora a las tres nevadas que marcaron la existencia del hermano: el día en que nació, en Madrid; la que ocurrió al descubrir la enfermedad, un trastorno genético que compartía con la autora; y la que se produjo el día de su muerte, también en Madrid. El segundo episodio se trata más bien de un motivo, es el de las postrimerías. Así, frente al recuerdo legendario de las últimas palabras (de Jesucristo en la cruz a Goethe, si se me permite la poco atinada relación), en esta ocasión consiste en rastrear sus últimos pasos (los mensajes de WhatsApp y los correos electrónicos), las últimas horas (las suyas y las de la autora) y la última vez que los hermanos estuvieron juntos. Y en el tercer episodio, busca la palabra más adecuada para describir sus sentimientos ante el luctuoso suceso. Tras descartar tristeza, rabia e impotencia, la palabra que cree más adecuada es congoja ("desmayo, fatiga y aflicción de ánimo", página 77), lo que la lleva a la búsqueda de consuelo. El capítulo concluye con el relato de unos sueños, el papel de las fotografías en la historia familiar, sobre lo que no me resisto a copiar unas líneas que comparto, como creo que las hubiera compartido también el Javier Marías más cascarrabias: "la gente de nuestra edad –de nuestras edades- no estropea las fotos con gestos ridículos como formar la uve de la victoria con los dedos venga o no venga a cuento, sacar la lengua, hacer muecas…" (página 91 y 92). El capítulo se cierra de la manera más atinada, pues tras la alusión a una diosa, nos relata el encuentro en el parque vitoriano de Salburua, durante un paseo, con ciervas y corzas.

El desmantelamiento de la casa del hermano, el reparto de sus objetos, dándoles una nueva vida, ocupa buena parte del cuarto capítulo, titulado Restauración. Pero aparecen también algunos detalles de la vida de la autora, relacionados con algunos de sus libros, o con su afición a la cocina; o de la de sus padres, como las cartas de cuando eran novios. El relato de este capítulo se cierra cuando se ha cumplido un año de la muerte del hermano.  

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Como hemos indicado, el punto de vista es el de la autora, sin que tenga protagonismo alguno la amiga de Miguel. El número tres se impone, pues, junto a los tres hermanos y las tres nevadas, también aparecen otras tantas mujeres que lloran al difunto, como las tres Marías del Nuevo Testamento.

Quizás ahora podríamos contestar a la pregunta que nos hacíamos al principio. El acierto mayor del libro estriba en haber sabido dosificar los sucesos, la información y, sobre todo, haber logrado dar con el tono, y el estilo adecuado, para contar un suceso, una experiencia trágica, con sus implicaciones. En el tono del relato, predomina la sobriedad y la discreción, y eso lo hace más atractivo, pues se agradece la ausencia de sentimentalismo, el que haya prescindido de lo melodramático, el que solo se citen los nombres y lugares estrictamente necesarios, e incluso cuando alude a su marido, no se nos da su nombre, aunque los que compartimos su oficio sepamos que se trata de un reputado investigador de la literatura clásica española. Sea como fuere, en pocas ocasiones hemos visto honrar la memoria de un ser querido, prolongar su existencia, de forma tan sentida, emocionante y hermosa.

* Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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