Los diablos azules
'Patria': Una gran novela
Fernando Aramburu ha publicado en 2016 una gran novela. Es posible que algún opinador poco versado en cuestiones literarias piense que el éxito de Patria (Tusquets) se deba al asunto del que trata la novela. Pero la lógica y las consecuencias del terrorismo de ETA no sólo se prestan a convertirse en un argumento de actualidad, sino que exigen una operación narrativa: hay que fijar el punto de vista que cuente la historia y, por tanto, necesitan una literatura poderosa capaz de ordenar el relato.
El logro de Aramburu no está en la elección de un tema “candente”, sino en su modo de relatar, en su forma literaria de elaborar la historia. Patria se convierte en una verdadera reivindicación del poder de la novela gracias a la apuesta profunda que el autor vuelca en su obra. No es gratuito que en una de las últimas escenas aparezca el propio autor en un acto público —delante de las víctimas—, explicando el origen y el sentido de su obra: “Hay libros que van creciendo dentro de uno a lo largo de los años en espera de la ocasión oportuna de ser escritos… Y este proyecto de componer, por medio de la ficción literaria, un testimonio de las atrocidades cometidas por la banda terrorista surge en mi caso de una doble motivación. Por un lado, la empatía que les profeso a las víctimas del terrorismo. Por otro, el rechazo sin paliativos que me suscitan la violencia y cualesquiera agresiones dirigidas contra el Estado de Derecho”.
¿Qué fue creciendo dentro de Fernando Aramburu a lo largo de los años? En primer lugar, la necesidad de recuperar el punto de vista del narrador omniscente para contar una historia en la que resultaba imprescindible entrar dentro de muchas intimidades y defender una objetividad propia. Construir una mirada totalizadora capaz de ordenar el relato no es aquí un acto gratuito de soberbia literaria, sino una ética narrativa exigida por el argumento. Fernando Aramburu ha escrito así una de las mejores reivindicaciones del autor omniscente que la sociedad de la información permite y favorece en estos primeros años del siglo XXI.
El autor se mete dentro de los personajes, habla con ellos, habla por ellos, fuerza en una misma frase cambios de piel y crea zona de interferencia entre la voz objetiva de la narración, la voz de los personajes y hasta el comentario directo del autor. Me refiero a situaciones narrativas como la que se produce cuando Arantxa se mira por primera vez al espejo después de su enfermedad: “Entonces esto no lo sabía nadie, ni los médicos, ni el personal sanitario, solo yo. Y cuando, sentada en su silla de ruedas pasaba por delante de una puerta acristalada, se apresuraba a cerrar los ojos”. Ese “solo yo” puede ser una alusión a los pensamientos del personaje, pero los cambios verbales favorecen una indefinición que ensanchan no ya la voz narrativa, sino incluso la interferencia momentánea del autor.
Esta elaboración compositiva de cambios verbales, puntos de vista que se mezclan y personajes que prestan su voz íntima a la narración en tercera persona constituye un eje fundamental del libro. Si añadimos los desplazamientos cronológicos del ahora al ayer y del ayer al ahora, podremos valorar en su plenitud la apuesta literaria que supone escribir esta novela desde la perspectiva del autor omniscente. Su eficacia es inseparable de su voluntad ética.
Y es que se trata de contar la violencia, el punto de quiebra en el que un Estado se convierte en una Patria y un pensamiento político en una justificación para matar o morir. La violencia es ese ámbito de instintos y disoluciones irracionales en las que el sacrificio aparece como única afirmación posible de la identidad. La subjetividad o la ideología puesta en duda por la razón encuentra calor en el derramamiento de sangre propia o ajena. Un dios colérico busca en su propia muerte la demostración de que ama a los seres humanos. Un asesino político confunde con la violencia y sus riesgos la prueba de que su ideología es una verdad propia, una profunda llamada personal.
Por eso la violencia suele hacerse cómplice de ella misma. Las torturas en el cuartel de Intxaurrondo se justifican por la sangría terrorista ejercida sobre gente a la que se le niega la humanidad por llevar un uniforme de guardia civil. Gorka, a su vez, siente que su hermano Joxe Mari entra en “el terreno del odio puro y duro y de un fanatismo por demás agresivo”, cuando aparece en el río Bidasoa el cadáver esposado de Zabalza, víctima de la guerra sucia y la tortura.
La violencia es el territorio de disolución del pensamiento y de la conciencia, la afirmación de una identidad que se ha quedado sin otro argumento que el sacrificio. Fuera de esa lógica, morir o matar por una idea no puede justificar la verdad de ningún pensamiento o de ninguna Patria.
Creo que esta disolución de la identidad en la superstición o en el instinto, otorgan un papel significativo al cura don Serapio y los lazos fuertes de la maternidad, una llamada que se coloca por encima de cualquier orden objetivo. Don Serapio es heredero de los curas carlista de Valle-Inclán, mezcla el tradicionalismo religioso con la identidad verdadera y convierte el confesionario en una justificación sentimental del sacrificio: “¿Tú crees que Goliat, con su tricornio en la cabeza y sus torturadores de sótano de cuartel, va a mover un dedo en favor de nuestra identidad?”. Se lo pregunta a Miren, madre de un terrorista, que defiende a su hijo más allá de todo límite. Niega cualquier posibilidad de interpretación y sacrifica las razones a un instinto completo de maternidad, una ligadura que se asume como imperativo carnal. En una de las vueltas de la novela, deberá asumir también por lealtad maternal la homosexualidad de otro de sus hijos.
Como la historia de Patria compone una saga familiar, el retrato de la condición femenina y del pudor sentimental en la cultura vasca resulta un telón de fondo imprescindible. Miren, poderosa e imperativa madre, esposa de un marido acobardado, tiene según su hija “aproximadamente la misma sensibilidad y la misma empatía que el tubo de escape de una moto”. Y Bittori llega explicar de este modo a su hijo la conmoción sufrida cuando vio al aita agonizante después del atentado: “Y fíjate qué alterada estaba que le he dicho: te quiero. No nos lo hemos dicho nunca. Ni de novios”. A partir de aquí cobrará importancia en la historia el cambio de mentalidad de las hijas, su transformación sexual y social en los movimientos generacionales. Esta mezcla de educación sentimental y valores sociales llega incluso a la generación de los nietos, los hijos de Arantxa, atrapado ya por la inercia hedonista del consumo y poco proclives —se supone— a heredar sacrificios y deudas ancestrales.
La violencia de Patria es también el extremo de un conflicto que rompe la convivencia. La novela de Fernando Aramburu cuenta la historia de dos familias rotas. Miren y Bittori eran más que amigas, casi hermanas en las historias de amor y en los ritos cómplices de las meriendas de mujeres. Joxian y Txato eran pareja de mus, compañeros de peña ciclista y cómplices en el rito de las cenas de hombres. La rotura se establecerá entre los amigos y acabará interiorizándose en las propias familias, cuando la violencia lleva a Txato a la tumba y a Joxe Mari a los asesinatos y a la cárcel.
Las víctimas y los verdugos no están aislados en la historia. La violencia exige formas de complicidad. Ahí están también los que no matan, pero se valen de las situaciones de terror para sacar provecho en sus ambiciones personales, y los que asumen la ley del silencio y miran para otro lado con la intención de no verse envueltos en el conflicto que ya les marca la existencia. Hay, además, formas cotidianas de vida que favorecen el surgimiento posterior de la violencia. La conversión del orgullo identitario en racismo (el desprecio por el que viene de fuera o no habla euskera) facilita que el terror acabe imponiendo su afirmación irracional y su poder de santificación o bandería. La víctima central de esta novela, Txato, es tan vasco como el que más, pero queda excluido de la identidad que regulan los partidarios de ETA. La palabra nosotros confunde así el lugar de la convivencia con el de la comunión.
El autor omniscente entra en el corazón de los personajes, vive estos procesos y navega por las secuelas más íntimas que deja la violencia en el verdugo y en las víctimas. La mirada omniscente en la literatura honesta no invita al olvido ni a la equidistancia, ni siquiera a la idea relativista de que todo depende de la condición de cada personaje. Hay, desde luego, ejemplos de ética personal, como el de Xabier, hijo de un asesinado por ETA, que se niega a falsificar un informe médico en favor de unos policías torturadores. Pero la sociedad necesita también ponerse de acuerdo en la defensa de unos principios.
¿El olvido es un valor? Bittori es una buena referencia cuando se empeña en dialogar con su muerto y cuando afirma que nunca olvidará. Es también una buena referencia cuando se empeña en saber, en conocer los detalles de la verdad, en exigir justicia y en forzar la situación para que el terrorista le pida perdón. No confunde el perdón con el olvido. Sólo a través de la justicia y del “no olvido” puede el tiempo hacer su labor a la hora de cerrar heridas.
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Y sólo así el autor omniscente puede permitirse algunas escenas esperanzadoras. Nos cuenta la visita de Joxian vestido de ciclista a la tumba del amigo íntimo asesinado por la banda de su hijo. Y cierra la novela con la sensación razonable de un abrazo en medio de una plaza pública. ¿Breve? Para ponerse a caminar después de la muerte, lo más difícil es dar el primer paso.
*Luis García Montero es poeta y profesor de Literatura. Su último libro es Luis García Montero Un lector llamado Federico García Lorca(Taurus, 2016).