Cuando haces pop ya no hay stop

Ángel Carlos Aguayo Pérez

Ana que fue pop - Rafa Luján

AdN Editorial (2025)

Si la chiquita de Mariquita Pérez tuviera un buen padrino, / los productores que saben de mujeres le darían un papel…

Joaquín Sabina — Barbi Superestar

Dos lecturas, como mínimo, tiene la ópera prima de Rafa Luján, Ana que fue pop. La primera, resulta tan adictiva como vertiginosa (¡hacía años que no madrugaba ex profeso para dar cuenta de una novela negra!) aunque tal encasillamiento flaco favor le hace a un ejemplar que, con creces, rebasa los límites supuestos al género de marras. Y sí, a las 5 de la madrugada necesitaba Saber (¡el poder del arte!), sin embargo, a la conclusión de cada capítulo, dosificado su contenido con artera brevedad, volvía a quedarme igual de intrigado, e incluso peor. Y vuelta a empezar. La referida segunda visita, desde luego más sosegada, ha tenido por objeto revisar todos los subrayados de las innúmeras referencias librescas, musicales y cinematográficas que en aquel se vierten por doquier, para, acto seguido, proceder a su búsqueda y captura. Y es que el volumen, por el mismo precio aunque no de forma deliberada, nos ofrece una experiencia expansiva que transciende el negro sobre blanco, legándonos un nutrido elenco de canciones —sin lista de Spotify, de momento— y todo un imaginario de películas y literatura que descubrir o revisitar. Bienvenidos los buenos libros que nos llevan a otras creaciones, ahí fuera hace mucho frío...

Y luego, claro, está la fotografía. Uri, el coprotagonista, se dedica a la documentación gráfica de bodas y tras una sesión post enlace arranca la segunda de las tramas que articulan el escrito, al tiempo que también entra en escena la gran paradoja que, como un leitmotiv, gravita sobre la prosa: todo es mentira, o al menos no es Verdad, de la buena y con mayúscula. Ahora resulta que los novios quedan mejor a la vuelta de su luna de miel que nerviosos y encorsetados durante los esponsales, máxime cuando aún lucen su lustroso moreno caribeño, a pesar de que aprieten más las botonaduras por los estragos vacacionales. Todo es una "escenificación" en un no-lugar al que nada les une, donde jamás habían estado como pareja. Pero, tras "pensar el truco antes de darle al botón", los clics de la cámara obrarán el milagro, proveyendo a la instantánea de inmortalidad, aunque, en realidad, se trate de un recuerdo artificial del amor. Bien visto, pero mal empezamos, ¿no? Y prosigue la magia. Luján, quien según la solapa del volumen es historiador del arte, aggiorna el sublimado proceso creativo y, en uno de sus mejores efectos, reviste de una inusitada lírica lo que antaño era la alquímica mezcla de pigmentos, elevando al empíreo el manejo del Photoshop y demás herramientas digitales que mejoran lo que el ojo humano no captó, pero la máquina sí: "Después de todos los trucos, esta es mi verdad". Una verdad a medias, pero sabida y aceptada en trío; "es lo bueno que tienen las fotos -miento-, que siempre reparten felicidad".

A este respecto, abundan reflexiones y frases que merecerían citarse en postales, porque pese a que cualquiera con un móvil pueda disparar, el común de los mortales no nos detenemos a pensar que "el segundo de apretar el obturador es una sentencia. Proclamar definitivamente y para siempre que esto era así, que esta era la verdad", ni meditamos acerca de composición o encuadre -"el momento de hacer una foto tiene algo de encontrar orden en el caos"-, ni en lo que supone cristalizar un instante preciso -"la capacidad de una cámara para hacer que un momento se vuelva eterno"- o inmortalizar un rostro determinado, por no hablar de la trascendencia que este sencillo acto pudiera suponer para terceros, siendo en la novela, de hecho, el detonante de todo: el retrato a una desconocida premiado con el World Press Photo, su inmediata viralización y, ¡tachán!...la muerte.

Dos, para ser más precisos. Puesto que se bascula sobre un par de fallecimientos y la resolución de los mismos. El primero acaece en Campohermoso (Almería), a finales de los ochenta, sobreviniendo nada más empezar. El otro, acontecido en Murcia durante 2019, se nos anuncia desde la misma contraportada, pero tarda en llegar, manteniéndose la intriga hasta su advenimiento...y después de éste, puesto que "Uri sospecha que (…) no ha sido un accidente y que podría haber sido provocado por su foto".  A la hora de desarrollar ambas tramas, se juega con el salto de un tiempo y espacio físico a otro, alternados por capítulos que nos dejan con la miel en los labios a su conclusión para, por im-pe-rio-sa necesidad, abocarnos de forma indefectible al siguiente a fin de resolver el suspense anterior, sumiéndonos en un bucle de intrigas que nos lleva a devorar las páginas hasta el final. Reconozco que el avezado y curtido lector de noir por el que me tenía, no ha pillado ni uno solo de los giros que se dan, cayendo de continuo en la trampa de creer una cosa que resulta ser otra —siempre verosímil—, mas desatendida por nuestra presunta sapiencia de connoisseur. Chapeau por el autor, quien, también leemos, cuenta en su bagaje con dos décadas de experiencia como guionista, haciendo sobrada gala de su oficio y de todas las añagazas propias de un buen contador de historias, manteniéndonos en vilo a lo largo de un texto que, por su trepidante ritmo, pide, a gritos, ser llevado a la gran pantalla; éxito asegurado.

Otra de las loas que pueden hacerse a la pericia de Luján es su valor como coctelero, puesto hay que tenerlos de bronce para atreverse a conjugar en el mismo universo, murciano y marciano, a don Antonio Muñoz Molina con porros de hachís y un acho o bonico, a Metallica con All you need is love, a El principito con Jaime Urrutia, Joaquín Luqui con Mel Gibson en Arma letal, Stephen King con el Dioni, a Chimo Bayo con Coldplay o a la revista Heavy Rock y una tienda de Discos Tipo -hete aquí un veterano que afirma, "Almería es nuestro Vietnam"- con el dichoso algoritmo o El mal querer de Rosalía; que todo cuadre y nada chirríe, tal es el caso, acredita muchas tablas en el oficio de la tecla. Bravo.

Por otro lado, la narrativa, despojada de toda ínfula y barroquismo, consigue desde su pureza dar de lleno en lo que pretende transmitir. Sentimos los abrazos de las amigas, pero aún más las hostias que se reparten, descubriéndonos a nosotros mismos apretando la mandíbula y tensando el cuerpo antes de llevárnoslas. Nos hemos sentido rociados por las babas del diablo y visto la turbiedad en sus ojos. Magistral. Hemos huido de un pueblo montados en un Renault Fuego al son de Riders on the storm y vuelto al mismo lugar prestos a desfacer entuertos encorajándonos antes de entrar con una playlist de canciones que suenan en Peaky Blinders. Mientras los productores pierden el tiempo dirimiendo si sacar de aquí una serie o película, tras la lectura, de momento nos pide el cuerpo liar el petate y emprender nuestro particular Road trip de Dos hombres y un destino por los escenarios literarios de Ana que fue pop al son de su banda sonora: de Campohermoso a Campillo de Adentro, de Castillitos a la Cala Bonete para bañarnos en pelotas y, al salir, fumarnos un Fortuna, como hacíamos antaño, mientras comemos marineras y pasteles de carne regados con Estrella de Levante, ¡qué planazo! 

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Venga, va, saquémosle algún pero, ¡aunque sea a su mejor baza!: el cándido y desbordante optimismo que se tiene por la especie humana. En ciertas ocasiones, por amargura personal (mea culpa) no he terminado de creerme ciertas acciones de determinados personajes. ¿Un españolito de 25 años puede tener tanto sentido de la redención?, ¿subvertirían la ley las empáticas fuerzas del orden por una desconocida? Minucias son, en suma, que no empañan al conjunto, y considerando que está redactado en clave de bondad —el mal se borda—, sea; insistimos, afuera hiela…

Para concluir, sepan que principia dedicándose a una tal Alicia, compañera de viaje, figurando la misma persona justo en el último párrafo de los agradecimientos finales, su alfa y omega. Paradójicamente —o no—, este nombre, en griego, significa Verdad. La misma Uri que se emperra en saber y aclarar, jugándose la vida buscando su particular Rosebud, cuando él, por oficio, la pervierte. No sabemos hasta qué punto el texto es autobiográfico (¿es el cámara de la portada?), pero existe una estremecedora advertencia precediéndolo: "si los terribles acontecimientos que les toca vivir (a sus dos protagonistas) guardan alguna conexión con la realidad, es solo porque también compartimos este mundo oscuro con ellos". Ana que fue pop nos afronta a un espejo, pero sin la referida luz —de Murcia y Almería—, es sabido, no hay reflejo, ni fotografía. "Una imagen puede cambiar el mundo", al menos aquí. Rafa "no necesita horizontes para crecer, porque ya es grande", qué menos que agradecerle "llevarme de viaje por su mundo".  

* Ángel Carlos Aguayo Pérez es arqueólogo en Pausanias. Viajes arqueológicos y culturales. 

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