Los diablos azules
Primavera trunca
1
Primero fue la incredulidad, las bromas nerviosas, el negacionismo irredento.
Luego una angustia incierta, y la sola certeza de la fragilidad que somos.
Después las cifras avasalladoras de los que se nos van
el corazón en un puño ante los noticiarios del día
y la fe derramada desde los balcones
para tantos y tantos que siguen cuidando vidas o haciendo pan.
Luego llegó el silencio.
2
Era un silencio desconocido el de ese río de ataúdes
que avanzaba sin pausa hacia un palacio de hielo
o un aparcamiento convertido en improvisado túmulo.
Y el silencio de las calles desérticas
recorridas por autobuses fantasmales en ciudades vacías
donde de pronto volvían a oírse los pájaros.
También era el silencio del gran altar del consumo
que antes nos arrastraba con el síndrome de Diógenes:
que no pare la fiesta, nos decían.
Pero fue el planeta el que dijo basta.
Y de pronto la muerte nos llama a la puerta. Y va en serio.
3
Ahora escuchamos el silencio.
Damos vueltas como moscas entre nuestras paredes
o pegamos la nariz a las pantallas digitales,
y nos posamos en los libros como en la miel
mientras soñamos con dar los abrazos que atesoramos
cual alcancías vivientes.
Casi ninguno sabíamos qué era una peste, ni qué era sufrir un encierro,
eso que ahora hace de los lunes domingos y de las ciudades un extraño zoológico:
nosotros somos las fieras cautivas,
mientras el tiempo nos vigila con su pupila fría.
4
La plaga avanza despacito y sin ruido.
No necesita luces de colores, astutos logaritmos, cebos publicitarios.
El neoliberalismo agoniza y arrastra con él
su depredación insaciable y todas sus mentiras.
Nos decían que el mercado se regulaba solo:
pues bien, parece que también el planeta se regula solo.
Es la vida la que se impone,
porque tal vez la enfermedad éramos nosotros.
5
La vida no nos traicionaba:
como el coro griego anunciaba una y otra vez la tragedia
cuando ardían los bosques y los mares se inundaban de plástico,
y rugían más que nunca los huracanes,
y las multitudes huían de la guerra y el miedo.
Pero no escuchábamos, cerrábamos los ojos,
poníamos alambradas, fronteras y muros.
Y la naturaleza no sabe de muros.
La estupidez humana es infinita.
6
Si alguien hubiera ideado una novela
donde un minúsculo virus dominaba el planeta
y doblegaba por igual a obreros y ministros
y solo respetaba a los niños,
nadie hubiera dado un céntimo por esa historia.
Pero son ellos los imprescindibles.
Nos habíamos olvidado de mirar a los niños.
A los niños de Siria, a los de Palestina,
a todos los niños de las guerras y el hambre.
Pero el planeta era suyo y no nuestro.
7
Se contorsionan las bolsas tocadas de muerte,
y la plaga avanza impertérrita
hace oídos sordos a sus lamentos
y nosotros ya no nos creemos nada,
no nos quedan ganas de salvar sus cifras frías.
Las cifras que nos importan son las de nuestros muertos,
y solo buscamos caricias y sueños:
soñar un mundo nuevo, soñar otra vez la utopía, por qué no.
Soñar la Tierra limpia, lavadita después del diluvio.
8
Mientras esperamos el final del túnel,
lejos de aquel frenético delirio,
nos seguimos preguntando
por los enemigos sin rostro de la humanidad
en este ominoso siglo XXI
que amaneció sembrado de odio.
Quiénes han tejido minuciosamente el miedo
para que siguiéramos siendo dóciles hámsters
que giran sin fin en su rueda.
Entretanto, en algún lugar la gente hace colas para comprar armas,
y hay presidentes que siguen negando la verdad.
La verdad no da votos, no da dólares. La verdad no existe.
El tiempo sigue detenido. Pantalla fija.
9
El big brother era él, el tiempo,
que nos contemplaba desfilando hacia la noche.
Y ahora nos ve prisioneros en nuestras islas
como robinsones desorientados.
Nosotros también lo vemos, con su abismo.
Ya no podemos cubrirlo con nuestras pantallas
atiborradas de luces, de publicidad
y basura inagotable de la gran alcantarilla digital.
Caen las máscaras y solo queda el vacío.
Caen horarios, prisas, calendarios, relojes,
y los besos se convierten en palabras,
en promesas de que volverán los ratos compartidos,
los vinos y cafés, los brindis y tertulias
alrededor de la mesa de un bar.
10
Encerrados en nuestras celdas vemos cómo cambia el paisaje.
Ya no lo cruzan aviones llevando y trayendo gente
y mercancías y polución por todo el planeta
ni tampoco esos cruceros de turistas con apetito de carcoma
que infestaban las aguas.
Ya nadie habita los innumerables pisos turísticos
usurpados en las ciudades a la gente del lugar
ni hay automóviles frenéticos con su nube tóxica
celebrando el credo del individualismo.
Ya no nos miramos los ombligos desde aburridos selfies
que no nos dejaban ver el mundo,
ahora miramos a los otros
y en la foto congelada de las grandes ciudades
solo nos importan los que amamos.
11
Que nadie está a salvo durante las plagas
nos lo contó Albert Camus a través de los años:
—¿Qué es la peste para usted?
—Una interminable derrota.
—¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor?
—La miseria.
12
Exiliados entre nuestras paredes soñamos un mundo distinto
donde la vida florezca libre nuevamente.
Donde el planeta no sea una mesa de casino
en la que juegan los enfermos de avaricia,
los que acumulan obscenamente la riqueza
y calculan su interés.
Un mundo sin muros ni guerras
donde los negacionistas se traguen sus palabras
y donde volvamos a amar la Tierra como a nuestra propia madre
y nos ocupemos de repartir con todos el pan fresco
Carta sobre el poder de la lectura
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horneado a todo corazón.
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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria).