Rafael Reig (Cangas de Onís, Asturias, 1963) vuelve, con su habitual mezcla de crítica social y juego literario, con su última novela, Para morir iguales (Tusquets). Aquí añade, además, toques de Dickens, de novela picaresca, tomando como protagonistas de la narración a Pedrito Ochoa, crecido en un hospicio de monjas y educado luego, por avatares del destino, entre la alta sociedad que hasta entonces le había ignorado. Dickens
P. Ahora que está tan de moda la autoficción en las novelas, tú, como casi siempre, a contracorriente, ¿no?
R. Yo utilizo la novela como una manera de pensar las cosas que nos ocurren, distanciándome un poco, escribir es la manera más afilada e intensa de pensar que conozco. Intento siempre ponerme en los zapatos del otro. Por eso no hablo de mí, yo en esta novela coloco a mis personajes recién salidos de la Edad Media (un hospicio de esa época), en la calle en una época convulsa, solo han tenido los referentes de unas monjas que viven en otra realidad hermética que huele a rancio. En cierta medida quería hacer una novela dickensiana sobre la vida en esos orfanatos tan lúgubres donde sin embargo había vida y algo de esperanza en lo que había fuera. Como decía el sonriente Kafka, “la alegría es nuestro deber diario”.
P. Hay en tu novela un enfrentamiento de clases, los niños del orfanato son en cierta medida o chicos sin recursos o hijos de rojos y maleantes, o las dos cosas, ¿Cómo te planteaste esta pugna?
R. Mi novela habla del rencor de clase, la lucha de clases está presente, Pedro Ochoa se pregunta si los ricos ya no sienten miedo. Parece que hemos renunciado a asustarlos, deberíamos tener más rencor todavía para poder cambiar algo. Es como cuando los Pedro y sus amigos del colegio de monjas, de la Safa, juegan al fútbol con otros colegios y ellos infunden temor, orgullosos, les tienen miedo y lo ven en sus ojos, porque les cosen a patadas y son unos marrulleros, y ese miedo se va perdiendo con el tiempo. Nadie espera nada de ellos, son escoria. Siempre hay motivos para que los pobres odien a los poderosos, porque para el sistema los pobres siempre han sido peligrosos. Pedro Ochoa se acaba preguntando por qué esa generación ha renunciado, por qué se ha acobardado: “Aunque ahora a veces dudo si nos lo han perdido del todo: a lo mejor somos nosotros los que hemos renunciado a asustarles, como si ya nos hubiéramos derretido y evaporado”.
P. Pedro Ochoa está en una búsqueda constante, es una especie de pícaro que pasa por muchos sitios pero que no acaba de encontrar la plenitud…
R. El narrador no logra entender durante toda su vida que no somos nada si no logramos querer, que lo que lo somos depende esencialmente de eso y aunque él lo tiene enfrente con su amigo Escurín o con Paquita, le cuesta. Hay que atreverse a querer a los demás, aunque sea un deporte de riesgo, aunque tenga consecuencias; él nunca ha querido verdaderamente a nadie, ni siquiera a sí mismo, y no lo hará hasta que no aprenda a querer. Solo a través de los demás llegamos a saber quiénes somos nosotros mismos. Todos llevamos una vida falsa, por eso este libro pretende hablar de la identidad y de su búsqueda, de lo que verdaderamente importa al final. No sé si finalmente Pedro Ochoa logrará encontrar ese sentido, para eso lo mejor es leer la novela.
P. La novela es también una crítica a una sociedad, aquella y esta, infectadas aún del pensamiento católico….
R. Completamente, claro. Seguimos estando un poco como en ese hospicio regido por una Iglesia que se ha dedicado a expoliar y a masacrar la vida de todos con su hipocresía y su poder. Seguimos exactamente igual, con ministros a los que le aparca el coche el espíritu santo o el ángel de la guarda, se le dan medallas a la virgen, en los cuarteles se hacen misas, los políticos de izquierdas van a las procesiones del corpus, etc. Yo creo que una República federal laica sería una manera de resolver muchos de los problemas que tenemos como sociedad.
P. El título de la novela y cada capítulo se inicia con alguna cita de alguna ranchera del cantante José Alfredo ¿Por qué?
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R. Yo he crecido con las rancheras de José Alfredo, que siempre relaciono con la alegría, esa idea de romper el destino para estar con alguien que está en la frase “sabiendo que nacemos para morir iguales, rompiendo mi destino para morir iguales”. Quería escribir sobre qué ocurre en una relación de amor, qué hay que cambiar del destino, una idea romántica que saqué de sus canciones y que quise reflejar en la novela. Hay más verdad en las canciones de José Alfredo que en la poesía de Petrarca, eso desde luego.
*Pablo Bonet es poeta y librero de guardia en la Librería Muga de Vallecas, Madrid. Pablo Bonet
Rafael Reig (Cangas de Onís, Asturias, 1963) vuelve, con su habitual mezcla de crítica social y juego literario, con su última novela, Para morir iguales (Tusquets). Aquí añade, además, toques de Dickens, de novela picaresca, tomando como protagonistas de la narración a Pedrito Ochoa, crecido en un hospicio de monjas y educado luego, por avatares del destino, entre la alta sociedad que hasta entonces le había ignorado. Dickens