Fantasía lumpen, el nuevo libro de cuentos de Javier Sáez de Ibarra, consta de tres partes tituladas de desiguales dimensiones, pues la primera (“Fantasías”) se compone de diecinueve relatos, la segunda (“Rendijas”) de siete y la tercera (“Capitalismos”) de un solo texto, que parece hallarse más cerca del artículo divulgativo sobre historia política y económica, del alegato o la perorata, en suma, que del relato de ficción. Se trata de uno de esos libros en los que los paratextos resultan sustanciales, pues rinden al máximo, ya que en ellos se anticipa buena parte del sentido del conjunto. Debemos tener en cuenta, por tanto, la significativa ilustración de la cubierta, obra de Jorge Cano; los dos lemas iniciales; el colofón y las dedicatorias, sobre todo la dirigida a Reyes Mate, en el cuento “El negro”. Claro que todo esto apenas supone nada si luego la calidad de los textos no se corresponde con las exigencias necesarias.
Creo que lo mejor del libro consiste en lo que tiene de fantasía, no ya temática, sino compositiva, lingüística, de cómo el autor se vale de la sátira, de la ironía y del humor, de diversos juegos con las grafías (el mejor ejemplo de ello es “Entre mensajes”, donde contrapone los anuncios publicitarios de la televisión a la vida real), con el lenguaje, y poder mostrarnos así los desmanes del capitalismo, al tiempo que desenmascara el lenguaje paternalista del neoliberalismo, con “lo sostenible” a la cabeza. De ahí por tanto su título, cuyo sentido puede apreciarse, por ejemplo, en cuentos como “Pedir de verdad” y “El patrón del deseo”.
Más que rendijas, lo que nos presenta Sáez de Ibarra, y no solo en la segunda parte, son huecos, y hasta abismos, auténticas hendiduras de la condición humana: la injusticia, la humillación, el egoísmo, las consecuencias de las huelgas (“Todo el que hace huelga tiene razón. Siempre. Pero la razón no mueve el mundo. Sino lo contrario”, afirma el narrador de “La gran huelga” en la página 92, un relato compuesto de versículos en gran parte); en suma, la explotación. Así las cosas, la denuncia resulta más efectiva cuanto más sutil y compleja, siempre que aparezca de manera oblicua, ya sea en forma metafórica o alegórica; no cuando se muestra demasiado explícita. Ese hombre sin rostro y con las manos en alto, despojado de sustancia, de atributos, que aparece en la cubierta (se le alude en el texto final, en la página 207), puede ser la víctima propiciatoria de estas narraciones, en un momento de la historia en que –como se afirma en uno de los cuentos— “el capitalismo ya se había merendado el rock, el pop, el punk, lo no figurativo y hasta la mierda de artista” (pág. 27).
De lo que se trata en el libro, al fin y a la postre, aquello que en esencia pretende es cuestionar los lemas que lo encabezan. El primero, “Ya no hay clases sociales“, más que un adagio común –no lo ennoblezcamos tanto— se ha convertido en una muletilla sin fundamento alguno. Como tampoco lo tiene el segundo lema: “Nadie pertenece al proletariado”. Y, sin embargo, son los mismos proletarios los que en algún momento renunciaron (¿o los han convencido para que renuncien?) a ese orgullo de clase, que hasta hace unas pocas décadas todavía existía de forma más generalizada. O como afirma el narrador del texto que cierra el libro, con todas las trazas de ser el mismo autor: “El que no es marxista es idiota. O cae en la simplicidad, otra forma de idiotez” (pág. 204). Esos diversos significados que se nos anticipan, se complementan en el colofón, fechado el “Día internacional de la mujer // TRABAJADORA”, que transcribo tal y como aparece en el texto, con la correspondiente separación de líneas y los distintos cuerpos de letra.
En diversas entrevistas, el autor se ha preguntado si el cuento es un género adecuado para mostrar una visión crítica de la realidad. La respuesta ya la sabemos, pues lo fue en otros momentos de nuestra historia literaria reciente, como en la generación del mediosiglo, de Ignacio Aldecoa a Daniel Sueiro; sin dejar de serlo hasta el presente, de lo que sería un ejemplo perfecto los relatos de Roberto Bolaño. El rencor, sin embargo, no necesariamente es marchamo de calidad literaria, ni tampoco me parece que deba utilizarse la ficción como un arma arrojadiza contra nadie. Ya se hizo durante el franquismo, y ha seguido haciéndose hasta hoy, con resultados ética y estéticamente modestos la mayor parte de las veces (las excepciones podrían ser, aunque haya más, Juan Eduardo Zúñiga, Rafael Chirbes o Alfons Cervera), sin que tampoco consiguiera llegar a aquellos lectores que sus bienintencionadas aspiraciones pretendían.
Sáez de Ibarra ha querido mostrarnos en este libro algunas de las trágicas situaciones personales y laborales que ha traído consigo la crisis económica, muchas de las cuales ya venían de lejos. Me temo que no siempre sus historias funcionan literariamente, como ocurre por ejemplo en “Las desventuras del joven novio”, “De tal palo”, cuya versión expandida entorpece la narración, o la titulada “Cuento capitalismo”, las cuales chirrían por su obviedad, o porque, con respecto al último relato, donde se presentan cuatro casos, lo discursivo ahoga lo narrativo, al plagar el texto de historia, citas y referencias, de Marx al historiador Fontana, hoy –por cierto— obsesionado por la identidad catalana. Destacaría, en cambio, relatos como “Pedir de verdad”; “El caballo lejano”, con su excelente final, en una célebre escena de Nietzsche en Turín; “Memoria de una iglesia”, en la que dos amigos ocupan un recinto religioso, donde viven de noche; “El vendedor de zapatos”, compuesto mediante acciones simultáneas; “Lazos”, que trancurre en un velatorio en que todo aparece insinuado, y nada resulta del todo claro; o “El negro”, donde la verborrea contrasta con el silencio del negro, que acarrea una historia ancestral de abusos y penalidades.
En el libro se recogen cuentos muy diferentes, y muy desiguales, que no siempre conviven en armonía, según hemos indicado. El autor —al igual que afirma uno de sus personajes, un escritor: “Mi imaginación se activa a partir de datos originales de la realidad” (pág. 27)— utiliza el delirio, o los sueños, y el diálogo entre sus criaturas, la búsqueda del interlocutor, como el Tomi del primer cuento, o el “amigo Miguel” del último texto. A veces abusa de los coloquialismos, que se pudren a una velocidad supersónica; y reduce las situaciones al absurdo, como ocurre en “Coordinación oficinística o algo” y en “El discurso sostenible”, o las acerca a esa forma española de lo grotesco que es el esperpento. Tampoco faltan citas culturales explícitas, a Freud, Arthur Miller y Tenessee Williams en “Lo del ejemplo”, o alusiones (a Dante en el comienzo de la paradójica historia que se relata en “Un emprendimiento” y a La vida es sueño en “El negro”, por solo recordar unas pocas).
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Sáez de Ibarra es uno de los mejores y más ambiciosos autores de cuentos surgidos en lo que llevamos de siglo. Entre sus libros, Mirar el agua. Cuentos plásticos (2009) sigue siendo mi preferido, del que –por cierto— podría haber formado parte “Lo que la luz construye con las formas, con los cuerpos, el accidente”, título poco afortunado por retorcido. Este nuevo volumen, con sus pros y sus contras, por los nuevos registros que explora y el empeño por contar los hechos de manera diferente, sigue manteniéndolo, sin embargo, en esa privilegiada posición.
*Fernando Valls es crítico y profesor de Literatura.Fernando Valls
Fantasía lumpen, el nuevo libro de cuentos de Javier Sáez de Ibarra, consta de tres partes tituladas de desiguales dimensiones, pues la primera (“Fantasías”) se compone de diecinueve relatos, la segunda (“Rendijas”) de siete y la tercera (“Capitalismos”) de un solo texto, que parece hallarse más cerca del artículo divulgativo sobre historia política y económica, del alegato o la perorata, en suma, que del relato de ficción. Se trata de uno de esos libros en los que los paratextos resultan sustanciales, pues rinden al máximo, ya que en ellos se anticipa buena parte del sentido del conjunto. Debemos tener en cuenta, por tanto, la significativa ilustración de la cubierta, obra de Jorge Cano; los dos lemas iniciales; el colofón y las dedicatorias, sobre todo la dirigida a Reyes Mate, en el cuento “El negro”. Claro que todo esto apenas supone nada si luego la calidad de los textos no se corresponde con las exigencias necesarias.