Susan Sontag como metáfora

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Susan Sontag (1933-2004) necesitaba ayuda. Así se lo hizo saber al poderoso agente literario Andrew Wylie cuando se conocieron: "Tienes que ayudarme a dejar de ser Susan Sontag". Las obligaciones de su existencia como figura pública, como intelectual de renombre, la alejaban del trabajo. Quería, por ejemplo, escribir una novela. "Pero me lo impide esto de 'Susan Sontag". 

Esta conversación concilia quizás el núcleo de Sontag. Vida y obra (Anagrama), la biografía de más de 800 páginas para la que Benjamin Moser ha trabajado durante siete años, buceado en los archivos familiares y realizado 600 entrevistas. No es, desde luego, el primer libro sobre la vida íntima de la pensadora que se publica —ahí están, por ejemplo, sus diarios, de los que este volumen se nutre sustancialmente—, pero sí la primera biografía sobre ella merecedora de tal nombre. Y Moser conoce desde el principio el desafío: desentrañar el carácter de "la última gran estrella literaria de Estados Unidos", de una escritora que existe como "mito", explica, disociada para el público tanto de su obra como de su experiencia vital.

Moser (biógrafo también de Clarice Lispector) señala la ironía de que una mujer preocupada por la naturaleza de la imagen y por las limitaciones del arte y de su interpretación, en suma, por las tormentosas relaciones en torno a la representación, haya acabado convirtiéndose en una especie de icono que significa sin que nadie sepa bien qué. Empezando por su apariencia física y su principal signo de identidad, esa melena azabache atravesada por una veta blanca que parece haber nacido de su sien como un efecto del mero acto de pensar. La minuciosidad de Moser —en ocasiones algo cargante— le lleva a hablar con el artífice del look, el peluquero Paul Brown. El tratamiento para el cáncer de mama que le habían diagnosticado a los 42 años no le había hecho perder el cabello, pero lo había encanecido por completo. En una visita a su madre a Hawái, aún convaleciente, esta le insistió para que se lo tiñera. Y Brown lo hizo, a excepción de ese famoso mechón. Un mechón que casi medio siglo más tarde sigue considerándose sinónimo de cierta intelectualidad de izquierdas. 

La biografía dibuja el retrato de una niña precoz que aprendió a leer a los 3 años y a escribir a los 6, que terminó el instituto a los 15, que se casó a los 17 con uno de sus profesores de la Universidad de Chicago, que a los 26 estaba divorciada y tenía un hijo y que, tras estudiar en Oxford y en la Sorbona se ganó el respeto intelectual que tan escasamente se reparte con la publicación de su primera colección de ensayos, Contra la interpretación (1966). Dentro de las convenciones del género, Moser incide en múltiples ocasiones a lo largo de todo el libro en los efectos que tuvieron en su vida por una parte la muerte de su padre cuando ella tenía 5 años, y por otro la adicción al alcohol de su madre. Pero Sontag. Vida y obra lidia con un misterio que no se resuelve solo con los datos biográficos comunes: las numerosas contradicciones de Sontag, aquejada siempre de una especie de existencia escindida. 

"Es como si ningún espejo al que me asomara me devolviese la imagen de mi propio cuerpo", escribió en 1957. Esta idea, la separación entre cuerpo y mente,  la imposibilidad de reconciliar la experiencia sensorial y la reflexión intelectual, la perseguiría a lo largo de su vida. Y la escritora, a juzgar por sus diarios y por los testimonios de quienes la conocieron, poseía una lucidez sobre sí misma que rayaba en la crueldad: cuando un amigo le señala en su juventud que en ella "mente y cuerpo parecen no estar conectados", ella le espeta un "¡A mí me lo vas a contar!". Su percepción de sí misma alterna entre sentirse "desvalida" o "una impostora" y percibirse como "arrogante", con un "desdén intelectual hacia los demás". Devota creyente de la transformación personal, no tuvo miedo a cambiar de creencias o a refutar sus propias tesis, pero, para el observador externo, esa fluidez puede verse también como una tendencia a la contradicción y una falta de integridad. 

Quienes la conocieron como adolescente o ya en la veintena la describen como una mujer tremendamente insegura, muy lejos de la imagen de fortaleza inquebrantable que más tarde ofrecería. Y, aunque desde su divorcio insitió en la necesidad de mantener una independencia emocional absoluta, también se mostraba aterrorizada ante la soledad: en una ocasión, le dijo a un amigo que prefería vivir con cualquier persona elegida al azar en un restaurante chino que vivir sola. Sus conocidos, incluso los más amorosos, hablan de ella como una persona "dura", impositiva, pronta a repartir consejos y muy poco dispuesta a aceptarlos. Moser no lima las asperezas de un personaje que parece aquí más carismático que amable, y desde luego no se muestra hechizado por él. Algo que, en principio, puede ser un atributo positivo en un biógrafo, pero que le afeaba en una reseña la escritora Vivian Gornick: "Tiene que existir una fuerte, vibrante e incluso poderosa corriente de simpatía entre el escritor y el sujeto —por más indeseable que el sujeto sea— para poder escribir una notable biografía. Y me temo que Sontag no lo es". 

Una de las escisiones internas de la escritora que interesan más a Benjamin Moser es la que atañe a su orientación sexual. El libro narra cómo Sontag explora su deseo por las mujeres cuando se muda a San Francisco a finales de los cuarenta, donde escribiría en su diario un emocionante: "VUELVO A NACER EN LA ÉPOCA REFERIDA EN ESTE CUADERNO". Su estancia en Berkeley se convierte en una especie de campamento de la homosexualidad, interesándose por la cultura LGTB, por la jerga y los hábitos del colectivo, y le otorga una liberación interna obvia: "Ahora sé la verdad, sé lo bueno y legítimo que es amar". Pero, pese a definirse como lesbiana en esos años, Moser cuenta cómo más tarde, convencida —como lo estuvo hasta su muerte— de la capacidad de transformación personal, se propuso evolucionar —en sus palabras— hacia la bisexualidad, forzándose a tener relaciones sexuales con hombres.

El talento de la impostura

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Décadas más tarde, en 1989, después de haber vivido numerosos romances con mujeres, su asistente Karla Eoff le preguntó por la naturaleza de su relación con la fotógrafa Annie Leibovitz, con la que llevaba meses saliendo. Ella insistió en que no eran más que amigas. Karla se sorprendió y le confió que había daba por sentado que era lesbiana. Sontag respondió: "No me gusta esa etiqueta. También he estado con hombres". A principios de los noventa, entró en crisis cuando la periodista Zoë Heller hizo mención en una entrevista a su relación con Leibovitz, conocida en los círculos artísticos de la ciudad. Tras la publicación, su hijo, David Rieff, pidió una cita a la reportera y, de manera un tanto confusa, sin llegar a expresar claramente qué era lo que había molestado a su madre, le confesó: "La has hecho llorar". "Pese a haber tenido algún que otro amante masculino", escribe Moser, "el deseo erótico de Sontag se centraba de forma casi exclusiva en las mujeres, y la frustración que la acompañó durante toda su vida por su incapacidad para evadirse mentalmente de esa realidad indeseada desembocó en una incapacidad para sincerarse al respecto". 

Esto no basta, por sí mismo, para lograr entender la distancia entre Sontag y sí misma, a veces buscada y a veces sufrida. Pero el ejemplo de El sida y sus metáforas, tal y como lo recoge Moser, resulta especialmente significativo. El volumen, publicado en 1989 como un diálogo con La enfermedad y sus metáforas (1978), explora las imágenes creadas en torno a los enfermos (la culpa, el castigo...), y denuncia que estas no son inocuas, que tienen efectos materiales en el objeto al que se refieren. Sontag hablaba de los estigmas asociados a la homosexualidad sin identificarse como homosexual —para muchos, ocultándolo— y alejándose también de las numerosísimas muertes que la enfermedad había dejado a su alrededor, entre personas muy cercanas —en su diario, recoge una larga lista de conocidos y buenos amigos fallecidos por sida—. La denuncia de los efectos nocivos que tiene la "trampa metafórica" en los cuerpos no se asocia aquí tampoco a unos cuerpos concretos. Para Moser, el libro "sin pretenderlo, ejemplifica precisamente aquello que pretende denunciar. Sus páginas revelan lo deprisa que la metáfora puede degenerar en confusión, abstracción, mentira". El colectivo LGTB no entendía por qué una mujer como ella, con su visibilidad y su poder, elegía ocultarse. Algo similar le reprocharon las feministas, que la consideraban distante con la causa. 

"Como todas las metáforas", escribe Moser, "también esta era imperfecta. Muchos de los que se toparon con la mujer de carne y hueso se sintieron defraudados al descubrir una realidad que no estaba a la altura del mito glorioso". Quizás ella misma se sintiera decepcionada. "La única clase de escritor que podría llegar a ser es el que se expone a sí mismo", escribía en 1959. "Escribir es desgastarse, apostar contra uno mismo". Pero ¿qué es uno mismo? ¿Qué es ser uno mismo cuando se es "Susan Sontag"? ¿Y de qué manera podría exponerse alguien que quiere dejar de ser el mito que ella misma se ha esforzado en construir? En sus últimos meses de vida, arrebatada por el cáncer que la persiguió durante décadas, osciló continuamente entre la voluntad de rendirse y la insistencia a los médicos en que siguieran intentando salvarla. Escribe Moser: "Ante un mundo escindido, ofreció un yo escindido". 

Susan Sontag (1933-2004) necesitaba ayuda. Así se lo hizo saber al poderoso agente literario Andrew Wylie cuando se conocieron: "Tienes que ayudarme a dejar de ser Susan Sontag". Las obligaciones de su existencia como figura pública, como intelectual de renombre, la alejaban del trabajo. Quería, por ejemplo, escribir una novela. "Pero me lo impide esto de 'Susan Sontag". 

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