La tribu de Godot

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Las derivas de la novela en cada momento histórico suponen uno de los mejores índices para calibrar cómo respira la época que las ve nacer, y también para acercarse a su lado más oscuro y turbador, el cuadro de sus debilidades, obsesiones y pesadillas. Las variaciones distópicas, futuristas o de género negro, con su violencia y desesperanza, nos dan hoy algunas claves de las inquietudes que distinguen a nuestro tiempo, pero también lo hacen las versiones existenciales, que regresan en libros como los que este año han publicado Piedad BonnettDonde nadie me espere– o Michel HouellebecqSerotonina–. Dos novelas sobre síntomas de una era incierta, con su atmósfera de soledumbre sin dioses ni lugar de amparo, donde todos somos como aquellos personajes de Beckett que esperaban a un Godot que nunca habría de llegar.

En ambos casos se trata de poetas que han hecho de la novela otro campo de indagación, y que en ella han hallado tal vez un espacio más ancho o eficaz para el diálogo. Sus nuevas entregas están protagonizadas por personajes erráticos que viajan hacia ninguna parte, anegados en una desolación para la que no queda ni siquiera rabia frente a una realidad que los aplasta, y que solo hallarán en los fármacos antidepresivos una posibilidad de alivio o consuelo. La diferencia entre ellas la da la realidad a la que se refieren: en el primer caso, la latinoamericana, con los horrores del asesinato cotidiano o de la miseria endémica; en el segundo, la europea, con el tedio y la náusea de una sociedad opulenta y desquiciada. En ambos, el mismo vértigo del vacío.

 

El título de Bonnett nos habla de una soledad que es, más que una condición individual, un mal de nuestro siglo y su feroz individualismo. Enigmática y poética en su fluido elíptico, nos presenta desde el principio a su protagonista como “un muñeco de tela que habían rellenado de plomo”. Ese hombre herido nos presentará poco a poco su historia, para regresar así a un paisaje familiar y devastado, a un tiempo interior que avanza, el de la memoria, frente al externo, detenido: “escribo sólo para leerme, para creer que tengo una biografía, que no soy un fantasma”. Y lo hará sin esos ruidos reiterativos que inundan tantas novelas actuales –la obscenidad, la cibernética, la banalidad– como una gran pantalla para esconder lo hueco. Nos introduce así a un mundo donde los hombres beben para sacudirse el miedo al dolor y a la soledad; donde la escritura es un intento de huida de inevitables derrotas, y todo habla de muerte, asesinatos, secuestros y podredumbre; también de la fobia social, o de la televisión como una de tantas drogas para no pensar en nada. Nos habla igualmente de esa muerte que camina con nosotros, que nos acecha y es bálsamo final de las heridas; de la vida como un extraño territorio con noches heladas y un horizonte desértico, en un paisaje de desórdenes, soldados, sangre, armas y cadáveres; de la locura sin drama ni aspavientos, detenida, mirándonos; del insomnio y del espanto. Y nos indica pocas vías de salida: el diazepam, el seconal, las anfetaminas, el whisky, el ron. El protagonista es una alimaña desamparada y vencida, que busca “cómo anestesiar el terror, cómo desterrar el hambre”, “cómo volverse larva y hundirse en las alcantarillas y en las nieblas de su cerebro” para huir. Aunque tal vez resulta en ocasiones artificiosa en su retrato interior del personaje, la autora muestra un eficaz dominio de los tiempos y de su movimiento desordenado entre la prospección del presente y del futuro y esa memoria que imanta a su protagonista.

Por su parte, las estrategias de Houellebecq para referirse al mismo vacío serán bien distintas. Ácido, incómodo y despiadado, radiografía nuestra época desde una actitud provocadora que es también un intento de exorcismo del mal y de lo abyecto. Su retrato del mundo contemporáneo y del horror de su oquedad es en sí una granada de mano que explota sobre nuestras conciencias, sin necesidad de más análisis o disquisiciones. En él, el abismo de la galaxia digital o de la pornografía imperantes solo demuestran que no son una invitación a la libertad sino más bien una sórdida hipnosis colectiva que lleva al letargo y al hundimiento, dos espacios donde todo es siempre lo mismo. En Serotonina los sujetos apenas tienen capacidad de acción, están cosificados, mientras las cosas adquieren protagonismo y nombre propio, y son llamadas por sus marcas como si fueran tótems o fetiches: se conduce un Mercedes, se bebe Coca-Cola Zero, se viaja con maletas Samsonite, se habla con iPhone y se escribe con MacBook Air. La corrección política está desterrada, y el desahogo lleva a lanzar todo tipo de exabruptos contra otras nacionalidades o contra las mujeres, por ejemplo. El protagonista es un burgués que se autoclasifica como “de la generación Mad Max” y que, hastiado de todo, evita ciudades como París, “infestada de burgueses ecorresponsables”, y se entrega a un peregrinaje sin riesgos, con una saneada cuenta corriente que lo podrá respaldar por años, y “desprovisto en el fondo tanto de razones para vivir como para morir”.

 

Ese viaje se convierte en realidad en una busca del amor perdido en el pozo del pasado, mientras se impone el vacío desde tediosas descripciones de supermercados, hoteles, parques, calles y horarios. El cuerpo ya no es el lugar del placer, sino una fantasmagoría sustentada por fármacos como el Captorix. Ni siquiera queda fe en la palabra, porque conlleva “la división y el odio, la palabra separa a medida que se formula”, y todo lo que resta son recuerdos, melancolía y remordimiento. El tercer milenio se presenta como un accidente, un espacio que hay que borrar porque no sirve, y están vacíos el sexo, los nombres y los cuerpos. “He conocido la felicidad, sé lo que es, estoy capacitado para describirla, conozco también su final, lo que sigue habitualmente. Nos falta una sola persona y todo está despoblado”. Detrás de su coraza autodestructiva, lo que en realidad encontramos es una novela sobre el desamor. Es decir, una novela sobre la pérdida del amor, que viene a ser “el único medio de soportar la existencia”. Porque “Dios es un guionista mediocre”, y solo nos queda un tiempo estático, sin edenes ni apocalipsis. “Una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido”.

En ambos narradores se deja traslucir la visión de la poesía como nostalgia y como sustento último. La autora colombiana cita, a modo de guiño y homenaje, el poema “La francesa” de Bolaño, sobre un amor breve como la belleza, “la que contiene toda la grandeza y la miseria del mundo / y que sólo es visible para quienes aman”. Y cabe aquí recordar que el tema de la locura también está en sus propios versos: “A esa mujer un nido le crece en la cabeza. / Todos los días allí le nacen pájaros. / Unos tienen tres ojos, otros viven del agua. / Es todo lo que tiene. Y sus pesares...” (Los habitados, Visor, 2017). Lo mismo para el francés, que recuerda a su panteón de poetas como una familia personal: a Nerval, que se ahorca a los 46, y a Baudelaire, que también muere a esa edad; a Thomas Disch, que se suicida un 4 de julio para dar testimonio de lo que su país depara a sus escritores. Ha de añadirse que en la poesía del propio Houellebecq podemos encontrar algunas de sus páginas más iluminadoras (Configuración de la última orilla, 2016; Poesía, 2017, 3ª ed., ambos en Anagrama, bilingües). Nos habla en ellas de la correspondencia entre “la putrefacción de mi cuerpo” y “el declive y putrefacción de Europa”, y de la obsesiva supervivencia: “El universo grita. El hormigón acusa la violencia con la que fue fraguado como muro. El hormigón grita. La hierba gimotea bajo los dientes del animal. ¿Y el hombre? ¿Qué diremos del hombre?”. También nos presenta ahí su poética: “Profundizad en los temas de los que nadie quiere oír hablar. El envés del decorado. Insistid sobre la enfermedad, la agonía, la fealdad. Hablad de la muerte, y del olvido. De los celos, de la indiferencia, de la frustración, de la ausencia del amor. Sed abyectos, seréis auténticos”. El aullido será un camino para resquebrajar el silencio de la noche, y ahí hallamos a Houellebecq sin el aura de ambigüedades que lo rodea, con sus solitarias habitaciones de hotel y su incisivo cuestionamiento de nuestro tiempo: “Cerca de los furgones blindados, la tropa de mendigos (...) como una mancha de oscuridad (...) Compramos arroz en galerías cubiertas, / Rodeados por el odio / La noche es incierta, / La noche es casi roja / A través de los años, en el fondo de mí, se mueve, / El recuerdo del mar”; “El café está amargo, / Por todas partes se mata; / El cielo no alumbra más que ruinas”. _____

Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es Selena MillaresLa isla del fin del mundo (Barataria, 2018).

Las derivas de la novela en cada momento histórico suponen uno de los mejores índices para calibrar cómo respira la época que las ve nacer, y también para acercarse a su lado más oscuro y turbador, el cuadro de sus debilidades, obsesiones y pesadillas. Las variaciones distópicas, futuristas o de género negro, con su violencia y desesperanza, nos dan hoy algunas claves de las inquietudes que distinguen a nuestro tiempo, pero también lo hacen las versiones existenciales, que regresan en libros como los que este año han publicado Piedad BonnettDonde nadie me espere– o Michel HouellebecqSerotonina–. Dos novelas sobre síntomas de una era incierta, con su atmósfera de soledumbre sin dioses ni lugar de amparo, donde todos somos como aquellos personajes de Beckett que esperaban a un Godot que nunca habría de llegar.

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