Los libros

Unamuno joven, viajero

Portada de Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza, de Miguel de Unamuno.

Apuntes de un viaje por Francia, Italia y SuizaMiguel de UnamunoEdición de Pollux HernúñezOportetMadrid2017Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza

 

Que a estas alturas aparezca un libro nuevo de Unamuno (1864-1936) es un acontecimiento literario de primer orden, pero si además tiene el interés que posee este y se nos presenta tan cuidadosamente editado, resulta entonces un lujo poco habitual. El caso es que en 1889, cuando el escritor vasco contaba 25 años y estaba a la espera de sacar unas oposiciones y casarse con su novia de siempre, Concha Lizárraga, su tío Claudio lo invitó a un viaje en tren por Italia, Suiza y Francia, que duraría un mes y medio, en compañía de su amigo don Adolfo. Unamuno irá tomando nota de sus impresiones todos los días, hasta el punto de que acabe componiendo un auténtico diario de viajes, que en 1915 lo tacha de “diario de un joven filólogo“. De haberse publicado entonces hubiera sido su primer libro, pues la novela Paz en la guerra no aparece hasta 1895. Vieron la luz, en cambio, como artículos de prensa, sus impresiones sobre Pompeya, Florencia, Marsella y París. El resto del diario había permanecido inédito hasta ahora. ¿Por qué? Conjetura el prologuista que por su anticlericalismo, pero podría añadirse también que por lo atrabiliario, a veces, de sus juicios, y por sus ideas sobre la patria euskalduna, la raza y el deseo de que los escritores vascos se vinculen a la cultura francesa, más que a la española, ideas cercanas a las de la actual izquierda abertzale. Y, sin embargo, en otros momentos del texto se lamenta de que algunos catalanes no se sientan suficientemente españoles.

Cuando en 1911 haga balance de su viaje, para el libro de Gilberto Beccari (Impresiones italianas de escritores españoles, 1860-1910, ¿fecha?), confiesa: "Más de una vez he pensado publicar aquellas ingenuas y juveniles impresiones de viaje, pero ¡son tan cándidas, tan simples!". Reconoce, además, que en Florencia volvió a sentirse "verdaderamente cristiano, en aquellos días en los que el positivismo más árido y el más duro fenomenalismo hacían estragos en mi alma" (pág. 190). Y en otro texto, ya de 1915, recuerda que cuando escribió el diario "no era sino un joven atiborrado de romanticismo... francés", un "español quisquilloso y receloso". Y si continuamos avanzando en el tiempo, lo describe en 1924 como simplemente el "diario de un nostálgico" (pág. 200 y 202).

Respecto al anticlericalismo sobran ejemplos, pero baste un par: el Sagrado Corazón, nos dice, es "una estatuilla francesa, cara afeminada, rala barba rubia, ojos azules..."; y pensando en Rousseau, reflexiona: "Siempre el clero se divierte en combatir muertos y refutar doctrinas que pasaron, nunca ataca lo vivo, lo presente (...), siempre sin querer comprender lo que es la vida" (pág. 98). Y por lo que se refiere al nacionalismo, en varias ocasiones se preguntará por la patria, por sus raíces, y concluye que una nación es "un conjunto de gente que hablando como piensan se entienden", de ahí que Suiza no le parezca que lo sea, aunque admire su federalismo. Y, sin embargo, cuando concluye el viaje y regresa al País Vasco, se exalta con la patria, la raza ("siento un extraño placer en pertenecer a esta raza enigmática y vigorosa arrinconada en el Pirineo"), la lengua y el carácter (pág. 21, 49, 91, 100 y 145). En fin.

El objetivo último del periplo había sido visitar la Exposición Universal de París, pero antes de alcanzar su destino se detienen en Barcelona, Marsella, Pisa, Roma, Nápoles, Pompeya, Florencia, Milán, Lucerna y Ginebra, entre otros lugares a los que el viajero les presta menos atención. En suma, el recorrido se compone de dos etapas, y la segunda empieza en la capital francesa; si bien habría que añadir una tercera, con los apuntes en torno al País Vasco que se recogen en el Cuaderno II, destacando su desahogo sobre las opiniones independientes, y contra la miseria moral que supone el "compadrazgo".

Lo importante es que aquel "viaje de mocedad", como lo llamará, no solo sería para él una experiencia vital extraordinaria, sino que resultaría importante para su formación intelectual, pues le despertará la curiosidad por otras gentes y paisajes, así como por la historia ("con el viaje se me va abriendo un apetito que nunca he tenido, el de estudiar historia"), la cultura y la literatura de aquellos países, animándolo a "seguir llevando memorias, escribiendo el día que tenga algo digno de anotar". Y a pesar de todo ello, llama la atención que no pueda dejar de hacer constantes comparaciones con su tierra, decantándose casi siempre por Bilbao, y añorando a su prometida, cuyas cartas espera con impaciencia, pero también el cuarto habitual de trabajo y los libros.

Desde el comienzo, se advierte que esas notas podrían ser "cantera para cuando quiera escribir o citar algo de Italia, Suiza o Francia", pues le servirán cuando pierdan las "impurezas de lugar y tiempo", tal y como ocurrirá en los artículos que iría publicando. Así, reflexiona: "la fantasía nada ve en un paisaje hasta que se haya dulcificado la impresión de la realidad". Pero, sobre todo, sorprende la libertad, e incluso el desparpajo, aunque también la escasa sensatez y conocimiento con que opina de las ciudades, de la vida y del arte, e incluso a veces se exalta, como cuando llama a Calígula "imbecil", dos veces en la misma página (pág. 45), o afirma que el Apolo de Belvedere le parece un maricón... (pág. 69). Pero es, precisamente, esa dislocada sinceridad (las cosas "le entran" o "no le entran", es la expresión que suele utilizar), lo que convierten en singulares estas páginas, así ocurre –por ejemplo— cuando al comparar Barcelona con Madrid, aquella le parece "la primera población de España", mientras que tacha a la capital de "villorrio" (pág. 18).

Por todos los lugares que pasa, adquiere la costumbre de comprar la prensa local, y se fija en las mujeres, en su belleza o fealdad, aunque el mayor elogio que les dedica es el de "hermosas". Abomina de lo pintoresco, cuando recorre la hoy denominada Costa Azul; no le gusta la torre de Pisa, pues le parece "una obra de confitería que se cae por haberse derretido en parte"; en Florencia no ve arte alguno en la Capilla de los Médicis, ni tampoco le produce entusiasmo la visita a los Uffizi, aunque tras recorrerla de nuevo, en el viaje de vuelta, rectifique y se entusiasme, ni el Palazzo Pitti, ni aun siquiera el Duomo. De la basílica de San Pedro ("Roma me ha aplastado", afirma), lo que más aprecia es el altar mayor, pero no le impresiona la Capilla Sixtina, mientras que en los Museos Vaticanos le llama la atención un cuadro de Rafael en que se representa al Padre Eterno mostrándonos a Adán y Eva. Al visitar el Coliseo, los mártires le parecen unos "santos locos"; y apenas manifiesta aprecio por los jesuitas, pues les reprocha que se burlen del racionalismo y "del darwinismo y [llamen] a los evolucionistas chimpancés"... Pero sigamos: la visita al sepulcro de Virgilio lo lleva a confesar que es un autor que "nunca me ha entrado", y cuya poesía tacha de "afeminada" (pág. 56 y 172), y en cambio pondera la obra de Catulo (pág. 64). La Scala de Milán le parece "nada", y no se le ocurre en cambio ir a contemplar La cena, de Leonardo, ni la Pinacoteca de Brera. Suiza, país de pastores y confiteros, le parece una colonia inglesa plagada de hoteles en manos de explotadores; y una vez en Ginebra, se detiene a meditar ante la estatua de Rousseau, aunque echa de menos la presencia de Calvino, y se queja de las pulgas que encuentra en la cama del hospedaje.

Los mayores elogios, por el contrario, se los lleva la ciudad de Florencia ("tan callada, tan tranquila, tan llena de espíritu burgués que huele a algo vivo"), su comida, la pintura de Fray Angélico, o el hermoso panorama de Nápoles que se observa desde San Martino. Milán da la sensación de ser la cabeza de Italia, el centro de la cultura. Y nos confirma que se siente atraído por Poe y Hoffmann (pág. 131), así como por la poesía de Leopardi (pág. 171, 176 y 180). En un momento dado hace un balance de su visita a Italia: "A Nápoles le hallé ardiente, hasta lascivo, lánguido (todo en masculino); a Roma soberbia apabullante, pero fría; a ti, pobre ciudad silenciosa [Florencia], te hallo dulce como los cuadros de Fra Angélico, honda como el sentir del Dante, seria como Savonarola // No te despido porque te llevo conmigo" (p. 85). Y, sin embargo, uno de los lugares que más le impresionan, o al menos se refiere a él en numerosas ocasiones, es la estatua de Giordano Bruno, en el Campo dei Fiori, de Roma (pág. 43, 72, 74-78, 83 y 112).

A París reconoce llegar influido por la visión del mundo del naturalismo de Zola, aunque también aprecie "la sombra inmensa de Balzac" y "el desdén frío de Flaubert" (pág. 129). En cambio, lo decepciona la Torre Eiffel y, en general, la Exposición ("esa estúpida Exposición, el colmo de lo cursi", como cursis le parecerán los balnearios vascos). Le desagrada, en especial, el pabellón español, que le resulta el menos logrado, pero sorprende que ni siquera despertara su curiosidad el gran cuadro de Gisbert, La ejecución de Torrijos, que tanto impresionaría a Juan Marsé o a Javier Marías; lo contrario que el de los Estados Unidos, si bien en las visitas finales se mostrará más benévolo con algunos aspectos de "esta Babilonia", como denomina a la Exposición.

El caso es que compara París con Roma, Barcelona, e incluso con Guernica, y casi siempre sale perdiendo... Disfruta, en cambio, en el Barrio Latino, "hojeando libros, que es lo que más me distrae, más que leerlos", y en su recorrido por el Louvre. Y lo que le interesa más, junto a Notre Dame y el museo de Cluny, son los alrededores de la ciudad, Versalles. Al final, sintetiza: "París no se ve, se vive. Florencia, Roma, los Alpes se ven, son espectáculo. París no es espectáculo" (p. 114). Así, concluirá, cambiando una vez más su precipitada primera impresión: "ya me siento en París como el pez en el agua y creo que [me] quedaría aquí" (pág. 137).

El joven Unamuno, que no se muestra en este viaje precisamente contemplativo, tiene ya firmes convicciones, pues insiste en que no le gusta tomar fotografías, ni tampoco comprarlas, porque le parecen "mentira pura" y "no sirven más que para extraviar el recuerdo, encadenar la imaginación y chafar las impresiones". Ahora bien, si una obra de arte –nos dice— pasa la prueba de su vulgarización, en una fotografía, como ocurre con la Torre Eiffel, perdurará para siempre (pág. 31, 73 y 123). Quizá por semejantes razones, defiende que la emoción artística se produce igual contemplando los originales que las copias de las grandes obras (pág. 139). Por lo demás, abomina de las traducciones literarias; le llama la atención que los italianos hayan conservado el gusto de los antiguos romanos por la literatura epigráfica, por las inscripciones y epitafios; no le complace la consigna "Libertad, igualdad y fraternidad", al no comprender el sentido de la libertad y se indigna con el por favor francés: "Toda esa inmensa tontería del francés está retratada en esa fórmula S.V.P. [s´il vous plait]".

Todo esto ocurre cuando aún no existía el turismo masivo y, sin embargo, observando Roma se lamenta Unamuno: "Hoy eres otra vez pasto de los bárbaros que, guía en mano, vienen a curiosear en ti (...) Pero sobre todas las torturas, has sufrido ¡oh Roma! la más horrible, la más vergonzosa, la más cruel, la que más degrada, has sufrido el tormento de ser descrita miles de veces por toda clase de turistas y poetas" (pág. 77). Por último, habría que señalar que sus comentarios no carecen de humor, como cuando pasa por Plasencia (Lombardía), y afirma que desde hoy será célebre porque él se tomó allí dos vasos de cerveza... Solo unos pocos meses después de finalizar el viaje, moriría su generoso tío. Y en 1891 se casa, y de inmediato obtiene una cátedra de griego en la Universidad de Salamanca, instalándose a vivir en la ciudad, con lo que su vida se encarrilaría definitivamente.

El mochilero Unamuno

El mochilero Unamuno

No sería justo concluir esta nota, a todas luces excesiva, sin destacar la cuidada presentación y edición del libro, no solo por la tapa dura, el precioso marcapáginas que adopta la forma de la entrada de la Exposición, el mapa del itinerario, la reproducción de una parte del cuaderno y el índice de nombres, sino muy especialmente por el prólogo, los apéndices y las utilísimas notas de Pollux Hernúñez, traductor en la Unión Europea, hoy jubilado, y autor de una tesis doctoral dirigida por Pierre Grimal en La Sorbona, unas inmejorables credenciales.

*Fernando Valls es crítico y profesor de Literatura.Fernando Valls

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