En los últimos meses, tras la publicación de La ficción y la vida, he venido reflexionando sobre las polémicas en que me embarqué hace treinta años en relación con la evolución de nuestra narrativa. En la década de los noventa escribí numerosos artículos y algunos ensayos breves (son la esencia del libro) ante un fenómeno literario que se desarrolló en paralelo con la transición política y que marcó nuestra realidad cultural. Tenía nombres propios, títulos emblemáticos y una denominación global. Los nombres propios, que asomaban como novedad en los medios de comunicación eran Antonio Muñoz Molina, Alejandro Gándara, Mercedes Abad, Ignacio Martínez de Pisón, Soledad Puértolas, Mercedes Soriano, Julio Llamazares, Rosa Montero, entre otros. Los títulos, los de novelas como Luna de lobos, Beatus Ille, Belver Yin, Te trataré como una reina, Beatus Ille, La media distancia. Editoriales como Anagrama, Seix Barral, la Alfaguara de cubierta azules y diseño Satué, Bruguera o una recién llegada a España llamada Mondadori impulsaban un proceso de renovación de nuestra novela al que la crítica periodística y académica vino a denominar Nueva Narrativa Española. Incluso hubo algo parecido a un best-seller con una novela, hoy algo olvidada, como El silencio de las sirenas, de Adelaida García Morales, premio Herralde de 1985, que tuvo una enorme repercusión en la época.
Mis coetáneos eran autores nacidos en las décadas de los cincuenta y sesenta que se añadían a la tímida renovación que habían iniciado narradores nacidos en los cuarenta como Luis Mateo Díez, José María Merino, Manuel Longares, José Antonio Gabriel y Galán, José María Guelbenzu, Álvaro Pombo… Proliferaron las mesas redondas y los debates (además del seguimiento crítico de las novedades) y se empezó a revisar nuestra tradición narrativa. Era un tiempo "de estrenos": habíamos estrenado la democracia, habíamos superado un intento de golpe de estado en febrero de 1981 y estrenado los ayuntamientos democráticos junto con el estado autonómico y sus 17 focos de atención cultural y, hasta cierto punto, literaria. Y se había inaugurado una mirada nueva, cargada de adanismo y de no pocos lugares comunes, sobre la tradición heredada en narrativa. La isla, o la excepción, fue Eduardo Mendoza y su caso Savolta, que se adelantó al año 1975 en la recuperación de la narratividad y del valor de la historia en la novela.
Eran tiempos en los que buena parte de los nuevos narradores contemplaban la herencia de la generación del 50, quizá con la excepción de Juan Benet, con no pocas dosis de desdén e indiferencia: en los primeros años de aquel cambio gradual, quizá hasta 1990, quedaron acuñados algunos calificativos respecto a aquella tradición, que no me resisto a reproducir: costumbrismo, realismo social, neorrealismo, por no hablar de la recuperación del término de la "literatura de la berza", aplicada al realismo más militante y comprometido. De otra parte, se dejaba de lado el experimentalismo y la emulación del realismo mágico latinoamericano que dejó huella en algunos miembros de la generación mayor (Cela, Torrente Ballester, el propio Delibes) y marcó a jóvenes autores como José Leyva, Sánchez Espejo, Julián Ríos, con éxitos muy puntuales… Es decir, los nuevos narradores hablaban de cosmopolitismo, anglofilia, narratividad, "novela light", añadían referencias centroeuropeas, y se reclamaban de una literatura alejada de los escenarios más próximos, sin fronteras ni acotamientos nacionales, trasnacional y aséptica. Era la cara literaria de la posmodernidad.
Recuerdo especialmente una afirmación de Vicente Molina Foix en un artículo publicado en Revista de Occidente en el verano de 1989 respecto a lo que él mismo denominaba "dominante narrativa española". Venía a asimilarla a una mezcla de Valle Inclán, Galdós, alguna especia de Latinoamérica y alguna gota de Borges. "El combinado", concluía, "que los más refinados sirven con tapas de exotismo cosmopolitas y pastiche cinecrófilo, sigue, una vez bebido, repitiendo a ajo y a morapio". Un colofón que servía para descalificar buena parte de la narrativa precedente, sobre todo el realismo en sus más diversas formas.
Respecto a aquellos pronunciamientos, publiqué una serie de artículos y de breves ensayos (En El País, en Claves de Razón Práctica, en El Independiente, en El Sol y en diversas revistas de la época) intentando razonar sobre las bases en que se asentaban las literaturas que servían de referencia a la NNE, resaltando que en lo esencial estaban enraizadas en cada uno de los países (incluso en cada una de las ciudades) en que sus autores escribían: el hondo sur de Faulkner era el condado de Jefferson del mismo modo que la España lateral y excluida era, por ejemplo, el Guinardó de Marsé o la Andalucía profunda de Caballero Bonald, y que no se trataba tanto de "ser cosmopolitas" como de lograr la universalidad de un texto partiendo de las propias raíces, de la propia memoria, de la experiencia de vida. Eso era lo que habían hecho, por ejemplo, Faulkner, o, en otra dimensión, Joyce con Dublín o Kafka con Praga.
Sin ser consciente de que estaba elaborando una suerte de personal diagnóstico prospectivo de lo que nos iba a deparar el futuro a la vuelta de 20 ó 30 años, comencé a escribir sobre lo que consideraba juicios apresurados e injustos. Y al preparar la edición de La ficción y la vida y agrupar los textos de entonces, me di cuenta de que desde los primeros artículos (1990) que componen el libro hasta hoy había pasado la friolera de 34 años. Y, apoyándome en una afirmación de Antonio Muñoz Molina en la revista Leer ("Lo que ha pasado de verdad estos cinco años en la novela española puede que empecemos a saberlo dentro de veinte", escribió), intenté situarme en el futuro en un fragmento especialmente temerario que, sin embargo, ha resultado ser certero pasado el tiempo: señalé que con toda probabilidad perdurarían en el futuro, por su anclaje en la memoria personal y colectiva, en el valor de la historia y en una realidad contradictoria, novelas como Luna de lobos, de Llamazares, o Beatus Ille, de Muñoz Molina, mientras que una obra como Berver Yin, de Jesús Ferrero, tenía más riesgos de quedar ensombrecida por el paso del tiempo pese a su calidad.
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Preparar el libro fue, también, un viaje en el tiempo: asomarme a acontecimientos que gravitaron sobre la nueva novela; pienso en la "llegada" de Carver, Tobias Wolff, Jay McInerney y el realismo sucio norteamericano mientras se opacaba la literatura, tan realista y tan sucia como la del dirty reaslim, de nuestros cuentistas del medio siglo con la excepción de Aldecoa, prácticamente desaparecidos entonces; pienso en un vivo debate con Constantino Bértolo en el comienzo de siglo sobre la posibilidad de una "narrativa crítica" (que en el libro rescato, incluso con el texto del propio Bértolo); en ciertos debates acerca de la muerte de la novela, con Vicente Verdú y Luis Goytisolo de agentes supuestamente admonitorios; en el fragmentarismo y la llamada "generación Nocilla" y el mundo de Internet…. Y en olvidos inexplicables como la narrativa de Isaac Montero, sobre todo su tetralogía Documentos secretos (1972-1978), o un casi desconocido Premio Nadal de 1958, José Vidal Cadelláns, y el carácter anticipatorio de su novela póstuma, Ballet para una infanta, extrañamente kafkiana para la época y descubierta gracias a la lectura de un texto del Ignacio Soldevila, profundo conocedor de la narrativa española de los 60... Una novela de Trapiello, El buque fantasma (1992), y el concepto "realismo interior", de Vila Matas, protagonizan dos trabajos que quedaron inéditos y que rescato, y añaden gotas de temeridad al conjunto. En fin…
En el fondo, La ficción y la vida es el crisol, con una mirada seguramente cargada de subjetividad, de una época. Asomarse a ese cúmulo de textos, algunos que pensé olvidados, en el proceso de preparación y revisión del libro ha sido un viaje en el tiempo. Quizá a una de las trastiendas literarias del mundo de la posmodernidad de los ochenta y noventa, del cambio de siglo, de la que, en gran medida, se alimenta hoy la literatura actual. Una mirada retrospectiva y polémica. Sin duda. Creo que necesaria.
* Manuel Rico Rego es escritor y crítico literario. 'La ficción y la vida' (Sílex, 2024) y 'Diarios completos' (Punto de vista, 2022) son sus últimos libros publicados.
En los últimos meses, tras la publicación de La ficción y la vida, he venido reflexionando sobre las polémicas en que me embarqué hace treinta años en relación con la evolución de nuestra narrativa. En la década de los noventa escribí numerosos artículos y algunos ensayos breves (son la esencia del libro) ante un fenómeno literario que se desarrolló en paralelo con la transición política y que marcó nuestra realidad cultural. Tenía nombres propios, títulos emblemáticos y una denominación global. Los nombres propios, que asomaban como novedad en los medios de comunicación eran Antonio Muñoz Molina, Alejandro Gándara, Mercedes Abad, Ignacio Martínez de Pisón, Soledad Puértolas, Mercedes Soriano, Julio Llamazares, Rosa Montero, entre otros. Los títulos, los de novelas como Luna de lobos, Beatus Ille, Belver Yin, Te trataré como una reina, Beatus Ille, La media distancia. Editoriales como Anagrama, Seix Barral, la Alfaguara de cubierta azules y diseño Satué, Bruguera o una recién llegada a España llamada Mondadori impulsaban un proceso de renovación de nuestra novela al que la crítica periodística y académica vino a denominar Nueva Narrativa Española. Incluso hubo algo parecido a un best-seller con una novela, hoy algo olvidada, como El silencio de las sirenas, de Adelaida García Morales, premio Herralde de 1985, que tuvo una enorme repercusión en la época.