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Una lucha contra el silencio y la muerte

"Silence = mort". El silencio es la muerte. Así eran, y son, los eslóganes de Act Up, tanto en su versión estadounidense como en la parisina. Rápidos, limpios, efectivos. Y pasmosamente claros. En 120 pulsaciones por minuto, que llega el viernes 19 a los cines españoles, el director francés Robin Campillo (Les revenants, Eastern Boys) ha pretendido recoger la lucha salvaje de la asociación contra el sida que consiguió cambiar el debate público sobre el VIH, su energía y su radicalidad. Pero también su batalla contrarreloj contra la muerte. Funcionó: en el pasado Festival de Cannes, la película se llevó el Gran Premio del Jurado y las lágrimas de Pedro Almodóvar, su presidente, incapaz de convencer a los demás miembros para que le otorgaran la Palma de Oro. "Campillo cuenta la historia de héroes reales que salvaron muchas vidas", reconocía, emocionado. 

Sin embargo, el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart, uno de los protagonistas de este filme coral, no había escuchado nunca hablar de la organización, que no existía en su Argentina natal. Es posible que tampoco lo hayan hecho los espectadores españoles, que quizás recuerden, como un fogonazo, el característico triángulo rosa de la asociación o una de sus acciones más sonadas: cubrir con un preservativo gigante de tela rosa —y la colaboración de la marca de ropa Benetton— el Obelisco de la Plaza de la Concordia el 1 de diciembre de 1993. "Sabía poco, nada", recuerda este actor nómada, con un pie en Buenos Aires y otro en París, en una cafetería madrileña, "pero teníamos un mininúcleo de Act Up muy presente". Tanto el director como el coguionista Philippe Mangeot y el productor Hugues Charbonneau formaron parte de aquel ejército rosa y negro

"Todas nuestras sesiones de trabajo eran más sesiones de hablar del pasado, de anécdotas, haciendo mucho hincapié en los detalles incluso. En el humor, en el desparpajo de la época...", cuenta el intérprete. Los zaps de Act Up, porque así llamaban a esas protestas relámpago, señalaron a la Iglesia católica que hablaba del recién bautizado sida —antes era "cáncer gay"— como un castigo divino, a políticos que se tomaban con calma la investigación, a laboratorios farmacéuticos que retrasaban la salida de nuevos medicamentos. Una de sus señas características era la sangre artificial que acostumbraban a lanzar en sus protestas, espejo de su propia sangre enferma y del miedo que esta generaba. Otra, los die-indie-in, performances robadas a sus primos americanos en las que los activistas se tumbaban en el suelo, en silencio durante varios minutos, para recordar a los fallecidos.

Fueron muchos. Solo entre 1987 y 1995, los años de mayor violencia de la enfermedad, más de 29,000 personas perdieron la vida en Francia debido al sida. En 1993, 112.000 personas vivían con el VIH.

El Sean de Biscayart —construido en memoria del activista y presidente de la asociación Cleews Vellay, fallecido en 1994— supone la materialización de la lucha. Es él quien denuncia con más arrojo la inacción de las instituciones. "También hablamos de lo que era enterrar a alguien, vestir un cuerpo muerto… Todas esas cosas que quizás escapan a los histórico y tiene que ver con lo que es vivir una epidemia tan mal tratada por el Estado", dice el actor. 120 pulsaciones por minuto está llevada por un ritmo de house que evoca el frenesí de las asambleas eternas, de los zaps y de las detenciones consiguientes. "Podemos hablar de una forma de militancia dandydandy, una especia de elegancia, un lado brillante, paradójico, desafiante y muy gracioso en realidad", decía Campillo en una entrevista para Libération sobre sus años de activismo. 

Pero la película reposa también en la enfermedad de Sean, en su rabia primero y su fragilidad después, en el amor y los cuidados construidos junto a Nathan (Arnaud Valois), su pareja. "Ahí está la conexión entre lo político y lo íntimo", dice Pérez Biscayart con un discurso ágil y firme. "Cuanto más frágil y enfermo está el personaje, más energía, efervescencia y ganas de sobrevivir tiene. Cuanto más se acerca a la muerte, más estalla de valentía y rebeldía". Para rodar el tramo final de la enfermedad del personaje, el argentino tuvo que adelgazar siete kilos en dos semanas. No fue eso lo más duro. "El cuerpo enfermo es entonces el vaciamiento de ese sujeto, porque se vuelve tan carne que la mirada se empieza a ir, uno empieza a abandonar y empieza a retrotraerse de la realidad", explica. Es lo que se ve en Silverlake life: The view from here (1993), uno de los documentales de referencia para el elenco, en el que una pareja de hombres se filma durante el proceso de enfermedad de ambos. 

De la muerte, Act Up extrae rabia para continuar. Las cenizas de Cleews Vellay fueron arrojadas sobre el cóctel de un congreso de la Unión de Aseguradoras de París, que rechazaba a los enfermos de sida. Muchos de los asistentes, recuerdan los activistas, siguieron bebiendo champán. 

Y esa rabia, sigue viva en sus militantes. "Creamos este movimiento en medio de los insultos", denunciaba Didier Lestrade, el primer presidente de la asociación, en un artículo en Libération en el que criticaba que la buena acogida del filme pudiera hacer olvidar los duros años de protesta. "Entonces, please, no empecemos con la misma broma, es incómodo para todos". "Sí, bueno, todo es muy hipócrita", le defiende Biscayart, "siempre los héroes son del pasado". En su día, los miembros de Act Up fueron dibujados como radicales violentos —además de las esperables lindezas homófobas—. "La historia es así: si no remueves la colmena, las cosas no cambian. No hay ningún derecho que se haya regalado ni se haya dado desde la bondad. Los derechos se arrancan, se ganan en la calle". Biscayart fija sus ojos claros y sonríe. Allí al fondo está Sean y su memoria. 

 

"Silence = mort". El silencio es la muerte. Así eran, y son, los eslóganes de Act Up, tanto en su versión estadounidense como en la parisina. Rápidos, limpios, efectivos. Y pasmosamente claros. En 120 pulsaciones por minuto, que llega el viernes 19 a los cines españoles, el director francés Robin Campillo (Les revenants, Eastern Boys) ha pretendido recoger la lucha salvaje de la asociación contra el sida que consiguió cambiar el debate público sobre el VIH, su energía y su radicalidad. Pero también su batalla contrarreloj contra la muerte. Funcionó: en el pasado Festival de Cannes, la película se llevó el Gran Premio del Jurado y las lágrimas de Pedro Almodóvar, su presidente, incapaz de convencer a los demás miembros para que le otorgaran la Palma de Oro. "Campillo cuenta la historia de héroes reales que salvaron muchas vidas", reconocía, emocionado. 

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