Cultura
María Iglesias: "Los Estados están propiciando el negocio de las mafias migratorias"
Dice la periodista María Iglesias (Sevilla, 1976) que ella nunca ha estado en una guerra, nunca ha presenciado un atentado ni ha sido testigo de una tortura. Tampoco cuando hace tres años viajó a Lesbos para informar sobre la crisis migratoria. "He visto solo el reflejo de todo eso en los ojos de la gente", cuenta en Madrid. "Y ya solo eso… Lo digo ahora y me entran ganas de llorar otra vez". En El granado de Lesbos (Galaxia Gutenberg), la reportera recuerda sus viajes a la isla griega en 2016 y 2018: del primero, salió el documental Contramarea; del segundo, su cobertura sobre el juicio a los bomberos españoles de ProemAid, acusados de tráfico de personas por rescatar a inmigrantes, y finalmente absueltos. Aquí, Iglesias cambia la mirada, y la hace más narrativa —"novelada", dice ella—, más cercana, tanto a sus propias experiencias como "periodista de provincias" que se acerca a una catástrofe humanitaria como a las de los bomberos y, claro, a las de los propios migrantes.
Su mirada no es la de una periodista acostumbrada a lidiar con la tragedia, esa mirada desapasionada con un punto de cinismo que se presupone a los reporteros de raza. Es la de quien ve por primera vez las llegadas masivas a la costa de aquellos meses de 2016, cuando 800.000 personas arribaron a Lesbos huyendo de la guerra y la miseria. Las recepciones en la playa, la atención a quienes llegaban al borde de la hipotermia, el rescate de los ahogados, los que morían en la misma orilla, y luego los campos, el hacinamiento, el largo y complejo proceso de solicitud de asilo, el trato de las autoridades. La historia dramática de quienes pisaban esa arena diciendo: "Gracias, Europa, por existir, tú y tus derechos humanos". Y su decepción. "Cuando nosotros estuvimos en Lesbos, tuvimos una sensación de desvelamiento", recuerda, de algo que se revela. Y lo que está "detrás de Matrix" resulta "demasiado cruel".
¿Demasiado cruel para qué? "Demasiado cruel como para yo creer que por algo que se escriba, algo va a cambiar". Ese fue el primer cambio que se operó en ella, que era el mismo que le transmitían los migrantes. La pérdida de fe. Porque allí estaban los periodistas para contarlo, la noticia estaba en todas las televisiones, en las portadas de los periódicos, estaba claro de qué huían y las condiciones en las que eran recibidos. Y nada cambiaba. "Pero es lo que tenemos en nuestras manos", dice, resignada. Y de nuevo, como si quisiera animarse a "creer en el poder transformador de la palabra": "Sentirnos culpables sí que es estéril, porque eso no contribuye a mejorar nada, y si no contribuye a mejorarlo contribuye a empeorarlo, y si contribuye a empeorarlo es reaccionario".
Y no es que Iglesias fuera completamente ajena a ese fenómeno: nadie que viva en Andalucía puede serlo, y menos quien ha visto la llegada de pateras a la costa. De hecho, la periodista es muy reacia a establecer diferencias entre los llamados refugiados, que huirían únicamente de situaciones de violencia y persecución política, y los inmigrantes comunes, que se moverían por motivaciones económicas, y que tienen mucha peor prensa que los primeros. "Cuando la gente huye del lugar donde ha nacido y querría seguir viviendo, es por causas económicas, e incluso cuando son bélicas", defiende, "porque se propician conflictos para vender armas y porque se esquilma de recursos a lugares ricos en materias primas". Unos y otros, pero también ellos y nosotros, razona, "estamos siendo víctimas de un sistema productivo brutal" que no duda en "extender la mancha de la precariedad" para beneficiar "a un grupo cada vez más mínimo de personas".
Porque ni siquiera es ya una cuestión ética, razona, sino de legalidad internacional. Cita el artículo 14 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: "En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país". E inmediatamente después invoca el 13: "1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. 2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país". "Nos dimos estas normas después de la II Guerra Mundial para no repetir esa barbarie", insiste. Y ahora ve signos de que regresa aquello de lo que se quiso huir: "Cuando ahora se quiere atribuir la precariedad económica del Occidente de Europa a la llegada de inmigrantes es una copia barata del argumento nazi contra los judíos en los años cuarenta". La idea "hace fortuna", dice, y no solo en el ultranacionalismo, que ocupa el 22% del Parlamento europeo desde este lunes.
Porque la periodista tiene muy claras las deudas de los partidos. Primero, las que atañen a las ONG que rescatan a migrantes en el Mediterráneo, acusadas en los tribunales —sin base, insiste Iglesias— de aliarse a las mafias para lucrarse con ello, y atacadas también por líderes de ultraderecha como el italiano Matteo Salvini, que pretende multar a las organizaciones de salvamento. Pero si se habla de mafias, la periodista cree que el foco se pone en el lugar erróneo. Utiliza el ejemplo de los menores no acompañados, conocidos como menas en el lenguaje administrativo: estos adolescentes vienen a vivir, habitualmente, con un pariente que ya resida en el país. Si los Estados miembros o un organismo de la Unión Europea, plantea, hicieran posible su desplazamiento seguro, las mafias no podrían hacer negocio. En lugar de ello, dice, 10.000 menores desaparecieron nada más pisar Europa, solo en 2016: "¿Quién está propiciando el negocio de las mafias migratorias y quién podría arrancarlo de raíz si quisiera? Los Estados".
Tiene otras peticiones o, más bien, propuestas concretas que demuestran, dice, que frente a la sensación abrumadora de que la crisis de los refugiados es irresoluble, pueden ayudar a pensar en "logros a corto plazo". Primero: que los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), donde se retiene a los migrantes sin papeles, tienen que estar abiertos a la prensa: "A mí en Grecia se me han abierto los campos de refugiados. Pues yo quiero vivir en un país en el que el estándar democrático informativo sea al menos como en Grecia. A ver si va a ser esto inalcanzable o utópico". Segundo: que la petición de asilo pueda realizarse en las embajadas españolas en el extranjero, ahorrando un viaje en ocasiones mortal para el demandante: "Esto lo restringió el que para mí es el mejor presidente del Gobierno que hemos tenido hasta ahora, José Luis Rodríguez Zapatero, y eso, igual que se suprimió, se restituye, porque eso salva vidas".
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Sigue con las concertinas, afeando al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, que prometiera suprimirlas y no cumpliera luego: "Nos llevamos las manos a la cabeza por Trump, y nosotros las tenemos". Y una última cuestión, esta vez diplomática: la periodista critica que el presidente socialista, Pedro Sánchez, haya alabado la política migratoria de Marruecos, "un país que no solo no es democrático sino que represalía a los movimientos sociales": "¡Pero si la Marina Real marroquí ametralla a sus nacionales cuando se montan en las pateras, y en septiembre murió una estudiante de Derecho!", dice indignada María Iglesias. La periodista cierra su recado a los políticos: "Desde la ultraderecha hasta los conservadores, los liberales y los socialdemócratas están haciendo el mismo discurso y la misma política antiinmigración que llevan haciendo toda la vida. Los únicos partidos que defienden discursos legales y éticos sobre la inmigración están a la izquierda del PSOE: Compromís, Unidas Podemos, Las Mareas, Izquierda Unida…".
Pero el toque de atención no va solo para ellos. La ciudadanía, dice, está informada de lo que sucede en el Mediterráneo. Aunque los medios no hayan mantenido el mismo interés sobre las llegadas de refugiados, dice, tampoco han fracasado en su misión informativa. En el campo de refugiados de Moria, en Lesbos, había en 2018 7.500 personas afinadas, más del doble que durante su primer viaje en 2016, pero no hay una presión de los ciudadanos para que se actúe en consecuencia. "Si la sociedad no responde, llega un momento en que es muy frustrante", confiesa. Quizás eso no cambie por un libro, pero quién quiere dejar de creer en el "poder transformador de la palabra".