Hubo una época en la que a los chavales que llegaban a Oviedo desde las cuencas mineras del carbón ni siquiera tenían que presentarse. Olían a humo, y aquella no era en absoluto una cualidad etérea. La anécdota –consecuencia casi poética del tren que llevaba pasajeros y carbón hasta la costa asturiana, pasando por la capital— sirve para dar título al libro que acaban de publicar la periodista Aitana Castaño (Langreo, Asturias, 1980) y el historietista Alfonso Zapico (Blimea, Asturias, 1981). Pero también ilustra lo que durante décadas significó el carbón para la gente de las cuencas: el pan, pero también una forma de presentarse al mundo.
“Crecer en los valles mineros es muy diferente a hacerlo en otros lugares, porque todo está profundamente ligado al trabajo en las minas”, explica desde Francia, donde vive ahora, Alfonso Zapico, Premio Nacional del Cómic en 2012. “No es un lugar mejor ni peor que otros –matiza—, pero tiene una filosofía de vida muy interesante, en torno a lo colectivo, a la solidaridad, a no abandonar a su suerte al más débil sino a integrarlo en el grupo”. Él se encarga de ilustrar con imágenes bañadas de negros y grises una treintena de relatos escritos durante años por la periodista Aitana Castaño que recogen historias reales (como el accidente de la mina Nicolasa, uno de los más trágicos de la minería asturiana) y otros construidos sobre el andamiaje de anécdotas o frases pescadas en el día a día de los valles mineros.
El libro, editado por Pez de Plata, va por su tercera edición y busca saldar una deuda de los autores con esa filosofía de vida que ellos mamaron siendo niños, también de humo. “Muchas veces, cuando se abordan las cuencas mineras, especialmente desde el punto de vista literario, se piensa en la parte oscura, que existe y sigue existiendo, porque había muchas muertes y enfermedades relacionadas con la mina. De hecho, las condiciones de vida en las cuencas en los años sesenta y setenta, aunque ahora las queremos mitificar, no eran tan buenas, había mucha contaminación y casi no contaban con servicios públicos”, comenta Aitana Castaño.
Entre esa tanta “cosa negra” –de humo, de luto, de silicosis, de huelgas- siempre han palpitado las ganas de vivir y un sentido del humor, cómo no, negro negrísimo. “A nosotros nos gustaba hablar de esa parte triste, pero también de otros aspectos como el amor y el humor”. Y ahí están los relatos de un chaval llamado Leopoldo, un cordobés que llegó a las cuencas a trabajar y, cuando se apeó en el pueblo, en plena noche cerrada, confundió con estrellas las luces de las casas encaramadas en las montañas; o la historia de los mineros que al acabar la jornada saludaban a sus hijos apagando y encendiendo la lámpara del casco como diciendo “otro día más que le gano a la montaña”.
Y tampoco se olvidan Castaño y Zapico de los momentos más duros ni de ese silencio que se instalaba en toda la región cuando algo fallaba a decenas de metros bajo tierra. “El día del accidente del pozo Nicolasa, que fue el 31 de agosto de 1995, yo estaba junto a mi hermana y mi abuela en una excursión a Covadonga cuando dieron la noticia por la radio”, recuerda Castaño. “La gente se quedó callada, pero a los cinco minutos empezaron a cantar. Sin embargo, mi hermana y yo, que hasta entonces también íbamos cantando, no quisimos seguir. Estábamos muy nerviosas. Mi abuela, que había sido la mujer de un barrenista, era la única que nos tranquilizaba y la también única, de todos los pasajeros del autobús, que eran asturianos también, que nos estaba entendiendo en aquel momento”. “La posibilidad de que te faltase alguien de la familia era muy real y eso lo aprendieron los niños de humo desde pequeños”, concluye Castaño.
Un grupo de mineros dibujado por Alfonso Zapico en Niño de humo.
Los niños de humo tiene algo de pacto generacional: tanto Zapico como Castaño forman parte de la primera generación que tuvo otras opciones además de bajar a la mina para ganarse el jornal. La suya funciona como una bisagra entre los que picaron piedra por necesidad y aquellos que han visto la lenta agonía del carbón o conocerán los pozos y lavaderos con el cierre puesto. “El final de la minería coincide con mis últimos 15 o 20 años de vida”, relata Castaño cuando se le pregunta si le ha influido el espíritu de fin de época que se respira en las zonas mineras durante los últimos meses. “Yo digo de broma, e insisto en esto porque no quiero se tome como literal, que en cierto sentido el Ministerio de Transición Ecológica nos está haciendo la campaña de publicidad del libro”. El cierre definitivo de las minas se produjo el pasado 31 de diciembre y ante esta tesitura, la periodista parafrasea al profesor de Literatura Benigno Delmiro Coto, uno de los mayores entendidos en producción literaria sobre la minería de España: “La literatura es el pozo que no cierra”.
Una cantera de memoria histórica
En bajar al pozo a buscar historias sí que tiene Zapico mucha experiencia. Está rematando el tercer tomo de La balada del Norte (Astiberri), un monumental paseo gráfico por la historia de Asturias del siglo XX con los mineros en el punto de mira -ya saben, la Revolución de 1934, la huelgona de 1962huelgona-, que saldrá previsiblemente a finales de 2019. Y, adelanta, habrá un cuarto tomo. “El cómic nos permite llevar mensajes complejos a un gran abanico de lectores y hacerlo a través de textos e imágenes de una forma muy accesible. La revolución islámica de Irán, la Guerra civil y la posguerra, el conflicto de los Balcanes... son temas complejísimos y muy áridos que, traducidos al lenguaje del cómic, se hacen más digeribles para el lector generalista. Lo importante es el mensaje”, argumenta el historietista, que también ha abordado el conflicto vasco en Los puentes de Moscú y palestino-israelí en Café Budapest.
Resulta imposible no tender puentes entre La balada del Norte y Los niños del humo: el mismo gesto recio de los trabajadores y las trabajadoras de la mina, la misma nube gris sobre las cabezas de los personajes. “Hay una conexión inevitable, aunque la secuencia temporal es distinta”, reconoce su autor. “La balada del Norte es una historia bastante lejana, son los años treinta, antes de la guerra, cuando los mineros llevaban boina dentro de las minas. Las historias de los niños de humo ya no las contamos de oídas sino que las vivimos directamente, nos manchamos con el hollín de las cocinas de carbón, vimos el humo de los neumáticos en las huelgas, sentimos el dolor en cada funeral y en cada cierre de pozo. Todo esto ya parece tan lejano como los años treinta, por eso había que hacer este libro”.
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Coincide en esta opinión Castaño: “Da la sensación de que estamos hablando de algo que pasó hace mucho tiempo. La tradición oral en las cuencas la encuentras en los bares, en el gimnasio, en la calle. Hay prejubilados con 40 o 50 años, que trabajaron hasta hace muy poco y llevan la mina muy dentro. Hay que aprovechar eso y darse cuenta, pararse a escuchar”. Y así no olvidar la jerga propia del carbón: dar tira (ayudar), costero (madera que forma parte de la entibación), jaula (ascensor para bajar al pozo); y tampoco esa cosa “rara” que aprendieron todos los niños de humo, el valor de lo colectivo, porque, como subraya Zapico, “Europa hoy es más individualista, más rácana, más despreocupada de la suerte de otros, y el contraste es fuerte.”
Ilustración de portada, obra del autor de cómic Alfonso Zapico.
Hubo una época en la que a los chavales que llegaban a Oviedo desde las cuencas mineras del carbón ni siquiera tenían que presentarse. Olían a humo, y aquella no era en absoluto una cualidad etérea. La anécdota –consecuencia casi poética del tren que llevaba pasajeros y carbón hasta la costa asturiana, pasando por la capital— sirve para dar título al libro que acaban de publicar la periodista Aitana Castaño (Langreo, Asturias, 1980) y el historietista Alfonso Zapico (Blimea, Asturias, 1981). Pero también ilustra lo que durante décadas significó el carbón para la gente de las cuencas: el pan, pero también una forma de presentarse al mundo.