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Estar, pero no existir

Luz Gómez

El nuevo libro de Luz Gómez, Palestina: heredar el futuro (Catarata), trata de adentrarse en la historia social, intelectual y política de Palestina e intenta explicar, a través de las propias voces palestinas y judías, no solo la ocupación y el apartheid, sino las condiciones materiales e inmateriales que garantizan que Palestina siga existiendo.

infoLibre publica un extracto del cuarto capítulo, titulado 'Estar, pero no existir'. El nuevo ensayo de la catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid, y una de las analistas que mejor conoce la compleja realidad en Oriente Próximo, llega este lunes 9 de septiembre a las librerías:

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Que seas un palestino del 48

quiere decir

que eres el bicho más raro

que se haya visto nunca.

Marwan Makhoul

En lo referente a Palestina, todo lo que podría ser anecdótico acaba siendo paradigmático. No es lo mismo ser un poeta palestino que un poeta de Palestina. Esto es, no es lo mismo ser una “persona palestina” que “de Palestina”. No es lo mismo un adjetivo que un sustantivo. Como no lo es ser adjetivo que ser sustantivo. Un adjetivo se rebate, se niega, se retuerce con su antónimo. Se sustituye. El sustantivo tiene existencia real, independiente e individual, el vacío es su único sustituto. Esto es algo que siempre ha tenido claro el sionismo, que ha jugado con qué sea una persona palestina, pero que no ha flirteado con Palestina: a Palestina, sin más, la ha borrado de su vocabulario. En 1969, la primera ministra israelí, Golda Meir, dijo al Sunday Times: “Los palestinos no existen”. Su antecesor, Levi Eshkol, había dicho: “¿Qué son los palestinos? Cuando yo llegué aquí, había 250.000 no judíos, sobre todo árabes y beduinos. Esto era un desierto, menos que subdesarrollado. Nada”. Más cerca en el tiempo, en marzo 2023, Bezalel Smotrich, ministro de Finanzas, llevó al paroxismo el negacionismo de Palestina y se explayó así en un acto en París:

El pueblo palestino no existe […] Hay árabes en Oriente Medio que llegaron a la tierra de Israel al mismo tiempo que comenzó el retorno sionista judío después de 2000 años de exilio, y que los árabes de la región no querían. ¿Qué hacen entonces? Se inventan un pueblo ficticio y reclaman derechos ficticios sobre la tierra de Israel, solo para luchar contra el movimiento sionista.

[…] Según el derecho internacional, un pueblo se define por su historia, cultura, idioma, moneda y liderazgo. ¿Quién fue el primer rey palestino? ¿Cuál es el idioma palestino? ¿Hubo alguna vez una moneda palestina? ¿Hay historia o cultura palestinas? No.

Lo que revelan estas declaraciones, que no son excepcionales, pues se integran en un extenso repertorio de afirmaciones sionistas en torno a la misma cuestión —”los palestinos no existen”—, es algo que Gilles Deleuze supo interpretar cuando dijo que “los palestinos han entrado en el alma de Israel, ocupan esa alma como quien la sondea y la taladra día tras día”. Si al adjetivo/accidente (“palestino”) se le puede nombrar para negarlo, el sustantivo/sustancia (“Palestina”) se aniquila sin contemplaciones: en 1973, con motivo de las conmemoraciones del vigesimoquinto aniversario de la fundación del Estado, Moshe Dayan, ministro de Defensa durante la guerra de 1967 y hasta hoy uno de los héroes del país, dijo ante los estudiantes de la Universidad de Haifa: “La creación del Estado judío se hizo fundamentalmente a cuenta de los árabes. Es un proceso que contempla la transformación de una tierra árabe en una tierra judía […] Ya no existe Palestina. Se acabó. Debería decir que lo siento, pero no es así”. El contexto importa: ante la primera generación de israelíes nacidos y criados después de 1948, Dayan se entrega al triunfalismo nacionalista israelí que corrió como la pólvora por toda la sociedad con la derrota árabe de 1967. Meses después tendría lugar la guerra de 1973, un episodio retardado de la guerra de los Seis Días que dejó claro que los palestinos solo contaban consigo mismos y que Israel no estaba dispuesto a aceptar ni la coexistencia con un Estado palestino vecino ni un gran Estado del Jordán al Mediterráneo que integrara en igualdad a palestinos y judíos. “Palestinos sin Palestina” es lo que constataba con dolor Etel Adnan en el Beirut de la época y quedó en los versos de L’Apocalypse arabe (1980):

Larga progresión del sol amarillo desde la mezquita a la plaza vacante. Taxis mudos. Ejército civil. Coche fúnebre silencioso. Los viejos acordes. Palestinos sin Palestina.

Taxonomía y deshumanización

La negación de Palestina por los líderes israelíes ha sido siempre ontológica, con independencia de su mayor o menor recurso a la mitología bíblica. El sionismo es experto en retorcer las palabras para ejecutar la permanente negación de Palestina. En 2010 el ayuntamiento de París decidió dar el nombre de Mahmud Darwish a una plaza significada. La idea era que en la placa se leyese: “Mahmoud Darwich. Poète de Palestine (1941-2008)”. Alarmado, el lobby sionista inició una campaña en contra de la distinción y, en el peor de los casos, para que en el letrero rezase: “Mahmoud Darwich. Poète palestinien (1941-2008)”. Pero no lo logró. Finalmente, en esa plazoleta en el corazón de París, junto al Pont des Arts y la Academia de Francia, mirando al Louvre, se lee: “Mahmoud Darwich. Poète de Palestine (1941-2008)”.

La batalla por las palabras ha sido ardua en la historia de Palestina. En toda historia lo es, pero en la de Palestina se da la circunstancia de que, para ganar el relato, hay que rescatar a las palabras de la mitología y traerlas a la historia. Justo lo contrario es lo que ha venido haciendo el sionismo, que ha convertido la mitología en historia. Marc Bloch dijo que, para desgracia de los historiadores, los hombres no suelen cambiar de palabras cuando cambian de costumbres. Es lo que hizo el sionismo: hablar en términos bíblicos de un proyecto colonial.

Desde la constitución misma del Estado, los Gobiernos israelíes se afanaron no solo en la negación de la existencia de los palestinos, sino en una clasificación de la población autóctona en sintonía con el proyecto colonial orientalista que el sionismo es. La pasión orientalista por la taxonomía, que establece vagas, pero punitivas, categorías conceptuales como árabe, musulmán u oriental, fue en principio una práctica decimonónica, como ya explicó Anouar Abdel-Malek en “L’orientalisme en crisis” (1963), prefigurando el orientalismo saidiano. Fue sin duda una trasposición a los estudios filológicos e históricos del cientifismo supremacista ilustrado. En Israel, se asiste hoy a su degeneración en lo que bien pudiera constituir una especie de antropología entomológica.

No es por azar que un primer ministro, Isaac Shamir, llamara a los palestinos “saltamontes que hay que pisotear de vez en cuando” durante la Primera Intifada, o que Rafael Eitan, jefe del Estado Mayor israelí y responsable de las tropas que permitieron las masacres de Sabra y Chatila, dijera en un discurso en el Parlamento, cuando llegó a la política desde el Ejército, cosa nada infrecuente en Israel: “Cuando hayamos colonizado la tierra [de Cisjordania], lo único que los árabes podrán hacer será corretear como cucarachas narcotizadas en una botella”. “Cucarachas a las que hay que matar” fue, dicho de los tutsis, un eslogan repetido por Radio Télévision Libre des Mille Collines, en Ruanda, diez años después de la frase de Eitan. La deshumanización genocida parapetada tras la prosopopeya y la hipérbole refleja e induce la de los propios hablantes, que “aplastan” y “narcotizan”, en un ejercicio de lengua realizativa que ejecuta los actos más allá de la voluntad, en el sentido de esas palabras que hablan por nosotros y guían nuestras emociones, que decía Victor Klemperer. El resultado de este vómito, hoy centuplicado con las redes sociales, que brutaliza al enemigo hasta no reconocerlo como humano, no es meramente retórico. El lenguaje que deshumaniza es un lenguaje que mata: “No habrá electricidad, alimentos, agua, carburante, nada de nada. Estamos luchando contra animales humanos, y actuamos en consonancia”, dijo Yoav Gallant, ministro de Defensa de Israel, al inicio de la guerra contra Gaza de 2023.

La retórica de la otredad inhumana del enemigo es tan antigua como el mundo. Israel manipula este artefacto lingüístico y lo transforma en un elemento constitutivo del Estado, que permea sus estructuras políticas, jurídicas y sociales, no solo las psicológicas y mentales de sus ciudadanos. Es más, tiene una repercusión directa en los mismos palestinos, que, como en el caso de los judíos en el Tercer Reich, analizado por Klemperer, acaban adoptando la jerga del colonizador. Es lo que Budour Hassan, activista palestina, caracteriza como una “forma de violencia inaprensible”.

A partir de 1948, a los habitantes oriundos de Palestina se les llamó oficialmente “árabes” en los documentos de identidad israelíes, y se les despersonalizó numerándolos sin consignar la pertenencia familiar. Mahmud Darwish convirtió este estatuto civil en un estatuto poético cuya capacidad de transgresión jamás pudo adivinar la autoridad militar que lo concibió con la Nakba. Su poema Carnet de identidad es un grito de insumisión que pasa de generación en generación entre los palestinos y entre los árabes. “Soy un nombre sin apellidos”, le grita la voz poemática al funcionario israelí que le permite o le niega cada movimiento en su propia tierra. El poema comienza así:

¡Apunta!

Soy árabe.

Número de carnet: cincuenta mil.

Hijos: ocho,

el noveno… llegará tras el verano.

¿Te da rabia?

Las autoridades israelíes adoptaron desde temprano una política consistente en parcelar en grupos comunitarios a los “árabes” israelíes, los palestinos que permanecieron en el nuevo Estado en 1948. Se discriminaba así entre musulmanes, cristianos, drusos, beduinos, circasianos, cada uno con un tratamiento jurídico diferenciado. La política de división y sectarización de los palestinos buscaba, claro está, atraerse a unos grupos y enfrentarlos con otros, sobre todo a la comunidad drusa, que tenía una larga historia de arraigo en zonas del norte de Galilea y una identidad confesional diferenciada del islam sunní, mayoritario en el resto de Palestina. El norte de Palestina, tierra de paso hacia la llanura Siria y los valles del Monte Líbano, siempre ha sido un lugar de encuentro de hombres y tradiciones. Su control resultaba de vital importancia para la seguridad de Israel, que se lo anexionó en la guerra de 1948-1949 (en el Plan de Partición de Naciones Unidas de 1947 era una región que quedaba bajo control palestino). Israel impuso a los drusos el servicio militar obligatorio, lo cual les daba algunas prerrogativas: becas, vivienda social o sanidad pública. A los cristianos, se les permitió cruzar a Jerusalén Oriental y Belén en las festividades religiosas, no así a los musulmanes, lo que provocó no poco resentimiento: no se trataba solo de un agravio confesional, sino humano y familiar, pues al pasar a Cisjordania los cristianos podían aprovechar para reencontrase con sus familiares refugiados en Jordania e incluso en Siria o Líbano.

En el contexto de la fragmentación planificada de la geografía humana, cultural y psicológica de Palestina, el Estado de Israel creó un estatuto jurídico especialmente sangrante: el de “presente ausente”. Esta categoría jurídica, que podría pensarse propia de un tratado de metafísica si no fuera absurda y prosaicamente administrativa, servía para diferenciar a los palestinos que, en 1949, por accidente o por voluntad propia, no entraron en el primer censo israelí. Existían físicamente, estaban presentes en la tierra de Palestina, bajo su cielo, pero quedaban fuera del régimen “regular” del Estado de Israel, que confiscó sus propiedades dándoles por ausentes, como hizo con las de los refugiados. Los presentes ausentes eran una suerte de apátridas refugiados en su propia tierra. El “presente ausente”, irritante oxímoron, es un buen ejemplo de la lógica sionista exterminadora, y ha sido un peligroso instrumento político. Crear una nueva realidad a partir de la fricción entre sentidos opuestos fue un procedimiento intrínseco a la fundación misma de Israel: “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” fue el santo y seña de la mitología fundacional sionista. Una mitología realizativa, activa y agente en cada judío israelí, que hace de cada palestino un sujeto pasivo y subalterno.

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