No sabe tener las manos quietas

La gente que no sabe tener las manos quietas suele dibujar. Se trata de una inquietud que forma parte de nuestro paisaje cotidiano. Cuando entramos en un restaurante con manteles y servilletas de papel, vemos siempre a algún comensal con un bolígrafo o un lápiz en la mano, dejando las huellas de su inquietud en casas, árboles, aviones, barcos o autorretratos improvisados. Es un modo cualquiera de esperar el postre. Los componentes de las mesas redondas, mientras escuchan la intervención de sus compañeros, también cargan los cuadernos y las pistolas de la réplica con los figurines de un tedio imaginativo.

Joaquín Sabina no sabe tener las manos quietas. Sobre todo en las épocas de gira, cuando deja los escenarios y se refugia en las habitaciones de los hoteles, se lleva con él la energía del salto, la canción, la dedicatoria y los coros del público. ¿Qué es un dibujante? ¿Qué son un escritor, un creador, un músico? Gentes que no saben tener las manos quietas. Si los médicos, además, aconsejan guardar silencio para evitar las debilidades de la garganta y no abandonarse del todo a los excesos, la fuerza se va por las manos y acaba en dibujos, esbozos de poemas y muchas anotaciones con testimonios personales sobre la actualidad. Es una exageración de mal estilo literario hablar de actualidad candente en las noticias de los periódicos. La actualidad sólo es candente de verdad en un dibujo o en las frases dejadas a vuela pluma como huellas en un cuaderno.

Hay cuadernos que son un domicilio particular. Sabina muy personal, el libro que ahora publica la editorial Planeta, es el domicilio particular que Joaquín se abre para convivir con él mismo entre concierto y concierto. Los escenarios, igual que la fama desmedida, se parecen a un vértigo. Cada momento, situación, saludo, abrazo, aplauso, despedida, participan de un viaje que puede crear abismos, separar los pies de la tierra. La existencia corre el peligro de convertirse en una confusa realidad virtual. Por eso resulta conveniente buscar una raíz, fundar un hogar en el que sea posible mirarse a los ojos, recordar los colores, los sabores, las preocupaciones de un equipaje verdadero.

Como Joaquín Sabina es, ante todo un creador, ha fundado su domicilio particular en unos cuadernos llenos de testimonios que surgen a salto de lápiz. Quien conozca de cerca al autor podrá darse cuenta de que en estos dibujos y anotaciones fugaces hay mucha más piel, mucho más mundo personal, que en los libros al uso redactados por escritores de encargo para que los famosos vendan sus secretos. Como no sabe pararse, a Joaquín le falta paciencia y disciplina para escribir sus memorias. La prosa es una vocación tan sacrificada como la vida de un convento. Ha preferido, por ahora, dibujar y disparar a ráfagas. Dejar las manos quietas es tan complicado como dejar de fumar.

La filosofía general de este libro y de la vida de Joaquín Sabina se condensa en el horror al vacío. Quien visite su casa tardará mucho tiempo en descubrir un pequeño espacio libre. Cuadros, fotografías, pianos, mesas de billar, trajes de torero, santos, guitarras, libros, barcos, lámparas, peces, leones, y más cuadros, y más libros, invaden el espacio y el tiempo. Porque el horror al vacío es ante todo una enmienda a la totalidad contra el tiempo. Los que no saben tener las manos quietas dibujan para matar el tiempo. Pero nos equivocamos al interpretar esta frase hecha como un deseo de combatir el tedio mientras pasan las horas. Mejor comprender que el tiempo es un pecado mortal y que viene a por nosotros cuando pasa de manera impune. Crear de forma desmedida, compulsiva, acuciante, en lucha contra los blancos de las paredes y del papel, supone una reivindicación de la vida, una toma de postura contra la sequedad de la muerte. Conviene entender de forma literal el deseo de matar el tiempo, de asesinar aquello que nos persigue con malas intenciones.

Las otras frases hechas que perfilan el mundo de Joaquín se sitúan o se invierten en esta lógica. Como no le basta discutir las cosas con la almohada, dibuja para no tener las manos quietas mientras sube la marea. Y sus dibujos tienen olor a leña, atmósfera de interior recargado y con buena decoración. Brotan junto a una chimenea, porque su cuaderno personal es un refugio contra el invierno y las tormentas. A partir de aquí los ojos ven para hacer que el corazón sienta.

El color y las formas del Caribe

¿Qué sentimos al ver con nuestros ojos el cuaderno de Joaquín Sabina? En primer lugar sentimos que nos invitan a mirar por el ojo de la cerradura. Ahí están las pasiones cotidianas de Joaquín: las mujeres, las ciudades, el arte, los toros...El vitalismo se inclina con frecuencia hacia el color y las formas del Caribe: “qué humedad, qué mar, qué culos, qué calor, que donosura”. Y los dibujos se enredan con las palabras para dejar huellas de una forma de ser y de gustar: “El ideal de belleza caribeño, mexicano y centroamericano es con curvas y más quilos que en Europa. Me alegro”. Como cualquier genio clásico, fija antes que nada su ideal de belleza.

Lo de mirar por el ojo de la cerradura tampoco es una cuestión menor. Todo artista se crea su personaje. Joaquín Sabina lo ha construido con especial cuidado. Es un triunfador que quiere representar a los perdedores y para eso no da puntada sin hilo. A la hora de escoger sus excesos, sus debilidades, su equipo de fútbol, su república, sus amores, sus chaquetas y su bombín sabe muy bien lo que le conviene a su carrera, el tipo de personaje que se espera de él. Dejar que miremos por el ojo de la cerradura y que entremos en el refugio particular de sus cuadernos es tanto como arriesgarse a enseñar el territorio incierto en el que pueden coincidir o cobrar distancia la persona y el personaje. Y la verdad es que los dos salen bien parados, porque la persona de Joaquín se parece cada vez más a su personaje, lo que significa también que el personaje de Sabina se parece cada vez más a la persona. Los dos se imitan con una extraña fraternidad gracias sobre todo al humor. Joaquín y Sabina son ya casi iguales..., ay, ahora que empiezan a fallar las fuerzas.

Joaquín sabe reírse de él mismo. El último dibujo del libro está protagonizado por un Sabina flaco, con chaqueta a rayas y bombín, que nos da la espalda al caminar por una ciudad doblada y amable, casi sensual, bajo un sol nocturno. Desde la cabeza a los pies, va bien conjuntado de ropa: será que alguien lo cuida. Pero resulta que se tambalea un poco al andar: él sabrá por qué. Lleva la mano izquierda en el bolsillo y levanta la mano derecha para hacernos una peineta. Lo bueno de esa peineta concebida como epílogo es que también se la dedica a él mismo.

Cuando Jesús Maraña invitó a Joaquín a colaborar con sus versos de forma semanal en el diario Público, Sabina planteó una única duda. ¿Cómo iba a colaborar en un periódico que no publicaba ni reseñas de toros ni anuncios de putas? Claro que acabó de forma disciplinada y regular publicando entre sus amigos. Él sabe con quién está porque sabe quién es. Pero sabe también que un día quiso salir corriendo de la España pueblerina y clerical del franquismo, y que hizo el equipaje con prisa y de forma revuelta, sacando de los cajones sus excesos, sus impertinencias, su botella de whisky, su libertad sin límites y la necesidad de empezar siempre de cero, como si no existiesen los malditos inquisidores y los enfisemas.

España, enferma de sectarismo

Uno tiende a perdonárselo todo o casi todo a esta libertad. Mezcla de Mariana Pineda y de Maradona, símbolo de libertad y milagro del talento, su público y sus amigos le dan licencia para actuar. Repito que el humor es un aliño imprescindible. No me resisto a copiar aquí el comentario que considero más gracioso del libro: “España está enferma de sectarismo. Mis amigos también. Yo no, lo juro”. Ole, un buen quite, sin duda aprendido en una plaza de toros. Jimena, su mujer, no me dejará por mentiroso si certifico la objetividad santa y la prudencia admirable del artista. Vivir para ver. Oficio de dibujante.

Así va habitando Joaquín Sabina los cuadernos. Sin sectarismo ninguno, habla de las aficiones, los escenarios, la política internacional, los desahucios, el Gobierno nacional y las vueltas que da el mundo mientras él sigue de concierto en concierto, de hotel en hotel, de página en página.

A través de los dibujos aparece Picasso, y Neruda, y doña Concha Piquer, y el gallo rojo, y ese empedernido bromista que no ha hecho otra cosa a lo largo de los años que tomarse en serio la vida. Es decir, tomarse en serio las palabras.

Joaquín y Sabina son un solo tipo que odia frases como “yo soy español, español, español”, “yo me visto por los pies” o “lo mejor de mi vida fue el nacimiento de mi hija, sangre de mi sangre”. Persona y personaje odian también palabras como telúrico, lúdico, ojete, entrañable, Jessica, apolítico o jolines.

Dibujos del nuevo libro de Sabina en tintaLibre de noviembre

Ver más

Las personas que no saben tener las manos quietas dibujan porque son un alma en borrador. Se ponen, se quitan, se esbozan en un perpetuo movimiento creativo. Le piden siempre algo más a la vida para devolverle todavía algo más.

Sabina muy personal, jolines, es un libro telúrico, lúdico, entrañable, compuesto por un ojete de mal asiento, no sectario, apolítico y lleno de mujeres que muy bien podrían llamarse Jessica.

Es broma.

La gente que no sabe tener las manos quietas suele dibujar. Se trata de una inquietud que forma parte de nuestro paisaje cotidiano. Cuando entramos en un restaurante con manteles y servilletas de papel, vemos siempre a algún comensal con un bolígrafo o un lápiz en la mano, dejando las huellas de su inquietud en casas, árboles, aviones, barcos o autorretratos improvisados. Es un modo cualquiera de esperar el postre. Los componentes de las mesas redondas, mientras escuchan la intervención de sus compañeros, también cargan los cuadernos y las pistolas de la réplica con los figurines de un tedio imaginativo.

Más sobre este tema
>