infoLibre publica un extracto de Cómo perder un país, un ensayo de la escritora y columnista turca Ece Temelkuran (Izmir, 1973) que reflexiona, a través de lo sucedido en su entorno, sobre el auge de los llamados populismos, el desarrollo de los nacionalismos y cómo se producen las derivas autoritarias de los Estados. El título, recién publicado por Anagrama, no se limita a estudiar el proceder del Gobierno de Erdogán, sino que lo pone en relación, de manera divulgativa, con lo sucedido en países como Venezuela, Hungría, Estados Unidos o Gran Bretaña. En este extracto, Temelkuran aborda la cuestión del lenguaje usado por políticos, medios y ciudadanos, y la infantilización del debate y la vida pública que observa.
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«Le daré una descripción que todo el mundo daba [en la Casa Blanca], que todos tienen en común. Todos dicen que es como un niño».
Casi un año después del referéndum del Brexit, los estadounidenses ejercían la misma «estrategia adulta» al otro lado del Atlántico. Cuando se publicó el libro Fuego y furia: en las entrañas de la Casa Blanca de Trump en enero de 2018, su autor, Michael Wolff, repitió esta frase en varias entrevistas de televisión. Los preocupados gestos de asentimiento de los circunspectos presentadores, junto con la característica expresión de Wolff propia de quien es portador de malas noticias, crearon la impresión de una reunión entre padres y maestros para hablar de un niño problemático. En cada entrevista se hacía hincapié en el comportamiento infantil de Trump, proporcionando con ello una visión cómodamente minimizada de la situación a los preocupados estadounidenses adultos. Él es solo un niño rebelde, ya sabes, y nosotros somos adultos. Nosotros tenemos más juicio.
En cualquier país que experimente el auge del populismo es frecuente que se califique de pueril al líder populista. Reducir un problema político al nivel de tener que tratar con un niño travieso ejerce un efecto tranquilizador, constituye una reconfortante minimización de un problema serio. El 5 de enero de 2018, el New York Times publicó una carta de un lector que incluía esta frase: «Viendo los titulares del jueves [sobre la guerra verbal entre Trump y su antiguo jefe de estrategia, Steve Bannon], me pregunto si tenemos un gobierno o un consejo de alumnos de secundaria.» De algún modo, la confianza de ser el único adulto presente en la sala debió de hacer que el autor de la carta se sintiera seguro de sí mismo; tal como debió de sentirse el primer ministro de Gales, Carwyn Jones, cuando el 15 de noviembre de 2016 afirmó: «Eso es como darle una motosierra a un niño», respondiendo a una propuesta en la que se había planteado el nombre de Nigel Farage como alguien que podría ayudar a impulsar las relaciones comerciales con la Norteamérica de Trump.
Pero presentar a los líderes populistas como pueriles no es la única trampa en la que resulta fácil caer. Escudriñar su infancia buscando los traumas que debieron de convertirles en tan despiadados adultos, y con ello revestir la realidad política de cierta compasión médica que en realidad el líder populista no ha solicitado en ningún momento, es otra táctica común utilizada por los críticos para evitar sentir una auténtica ansiedad política. Tanto el ex primer ministro populista polaco Jarosław Kaczyński como el turco Erdogan han sido objeto de este tipo de exámenes in absentia por parte de destacados psiquiatras, y se ha calificado a ambos de «niños rotos». Elżbieta Sołtys, una socióloga y psicóloga polaca, diagnosticó a Kaczyński como un niño traumatizado. En una entrevista, declaró que probablemente su baja inteligencia emocional estaba relacionada con su educación estricta y falta de amor, añadiendo que su furia actual era una explosión derivada de años de represión. El diagnóstico de Erdogan fue similar: su padre solía colgarlo por los pies como castigo por soltar tacos, y, como resultado, ahora un país entero tiene que sufrir sus inestables cambios de humor.
La principal consecuencia de calificar de pueriles a estos líderes y buscar explicaciones psicológicas a su crueldad no es otra que hacer que sus críticos se sientan más adultos y mentalmente sanos en comparación. Se atribuye íntegramente cualquier clase de política infantil al líder populista y sus partidarios, como si todos los demás (incluida la autora de este libro y sus lectores) fuéramos absolutamente inmunes a la posibilidad de una percepción del mundo infantilizada. Bueno, no es así. Lo sabe, ¿verdad?«¿Por qué veis esas películas? No son más que cuentos de hadas para niños. ¡Ya sois adultos, maldita sea!».
Corre el año 2016, y mi amiga Zeynep está hablando con algunos de nuestros amigos turcos en Estambul. Todos rondamos los cuarenta y tantos, y los hombres a los que reprende son todos cultos, de clase media alta y gran éxito profesional. Acaban de jugar un partido de fútbol virtual en la PlayStation y ahora están intentando decidir qué película van a ver. Aunque tienen la misma edad que los profetas y líderes revolucionarios del siglo pasado, con sus mochilas tiradas en el sofá parecen adolescentes que acaban de salir de la escuela. Su actividad política se limita a votar, principalmente porque se consideran por encima de la política. Obviamente, no son tan infantiles como quienes optan por creer a un fanático que no deja de repetir el cuento de hadas de «hacer que Turquía vuelva a ser grande». Pero sienten debilidad por los cuentos de hadas; solo que los suyos tienen que ver con vampiros, superpoderes y Cristiano Ronaldo. Como Zeynep se niega a quitarle importancia a la situación, en un primer momento los hombres intentan defenderse de su ataque con la risa, tal como harían los niños. Pero ella insiste:
–Lo digo en serio. ¿Por qué?
Deciden ver Los juegos del hambre, quizá como un intento de conciliación; pero ella sigue esperando una respuesta con cierta enjundia, alguna señal de autoconciencia o autocrítica, como hacen las chicas. Entonces los hombres pasan rápidamente a la diplomacia dura. Uno de ellos le dice, y no precisamente en tono de broma:
–Bueno, tú ves películas de dibujos animados, ¿no? ¡No eres mejor que nosotros, mami!
Zeynep y yo llevamos nuestra conversación adulta a otra habitación. Ella me comenta lo infantil que llega a ser esta generación de hombres, como seguramente hacen millones de mujeres en muchos otros países. Y yo empiezo a divagar sobre la teoría del realismo capitalista de Mark Fisher, la hegemonía ética del «Así es el mundo» y la hedonía depresiva que comporta. Pero luego nos ponemos a hablar de lo realmente divertida que resulta la nueva Lego película. Más tarde, esa misma noche, pienso en la cuestión de si la imagen de los «buenos» líderes de nuestra época es o no más adulta que la de los «malos».
«Conduzco un viejo Volkswagen porque no necesito un coche mejor».
Corre el mes de noviembre de 2015, y el expresidente uruguayo José Mujica habla en un estrado. Yo presido la que llegará a recordarse como una charla casi legendaria a un público de cinco mil personas, la mayoría de las cuales en realidad no están dentro del edificio del congreso en Esmirna, sino fuera, mirando una pantalla gigante. Mujica quiere explicar que Uruguay necesita máquinas para cortar carne (puesto que, para poder exportar su carne, el país necesita poder cortarla de acuerdo con las regulaciones de otros países), pero el público parece preferir centrarse en cosas más divertidas: su viejo y bonito Escarabajo, su humilde vivienda, etcétera. Al día siguiente, todos los periódicos describen a Mujica del mismo modo: «El más humilde de los presidentes, que conduce un Volkswagen Escarabajo y vive en una pequeña casita...». No se hace mención alguna del hecho de que es socialista, nada de palabrería ideológica, nada del aburrido contenido propio de los adultos. Es como Bernie Sanders, al que en las primarias demócratas se retrató como un anciano sabio y genial, o Jeremy Corbyn, cuya mermelada casera y cuya bicicleta roja recibieron más atención que sus planteamientos políticos. Estos son los derviches de nuestro tiempo, reducidos al papel de los bondadosos viejecitos de los cuentos de hadas; los cuentos de hadas que atraen a quienes se ven a sí mismos como adultos y se mofan de los «infantiles» partidarios de los líderes populistas.
Buena parte de la bibliografía sobre el populismo y el totalitarismo interpreta el relato infantil de los populistas, así como el de las masas «engañadas» que los apoyan y deciden pensar en su lenguaje de cuento de hadas, como una reacción política que les es peculiar. Sin embargo, en realidad da la impresión de que ni es una reacción ni es peculiar. Antes bien es una consecuencia coherente de los tiempos que vivimos, y algo que además nos contamina a todos, aunque de diferentes maneras. Por más que pueda parecer que los actuales líderes populistas de derechas están realizando alguna especie de truco de magia para hipnotizar a unas masas adultas hasta entonces racionales y convertirlas en niños, en realidad no fueron ellos quienes le abrieron las puertas al lenguaje político infantilizado. Ese proceso se inició mucho antes, cuando, en 1979, un famoso bolso saltó al escenario político y el mundo cambió.
Ese fue el año en que una mujer le arreó un bolsazo a toda una nación con su Asprey de cuero negro declarando: «No hay alternativa.» Cuando Margaret Thatcher «rescató» a su país de la carga de tener que pensar en alternativas, su gesto halló eco al otro lado del Atlántico en un hombre que había perfeccionado su sonrisa presidencial haciendo películas de vaqueros. Mientras la celebración decenal de la falta de alternativas desembocaba en un triunfalista baile disco neoliberal sobre los restos del Muro de Berlín, el vocabulario político dominante se convirtió en una bola de espejos formada por palabras como «visión», «innovación», «flexibilidad» y «motivación», al tiempo que se distanciaba poco a poco de conceptos adultos que ahora adquirían un tono sepia como «solidaridad», «igualdad» y «justicia social». Porque «así es el mundo».
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Mientras tanto, en Turquía, todos estos términos, junto con otras doscientas «palabras izquierdistas», fueron oficialmente prohibidos del léxico estatal y eliminados del canal de la televisión pública tras el golpe militar de 1980. Ya fuera a través de la violencia o de la persuasión neoliberal, el vocabulario establecido utilizado a escala mundial para hablar y pensar sobre el mundo y sobre nuestro lugar en él –independientemente del idioma que uno hable– se transformó en un recinto de arena en el que pudiéramos jugar sin peligro, con el socialismo y el fascismo en extremos opuestos como elementos improbables de la política, y la religión y la filosofía en los otros dos extremos como factores irrelevantes de la ética. La política se redujo a la mera administración, cediendo la tarea de cuidar de nosotros a personas que sabían de números y derivados. Se convirtió en el tipo de bebida amarga que los niños evitan instintivamente; pero si la gente insistía en probarla, se vertían carretadas de cifras en sus vasos para darle una lección. No resulta sorprendente que Nigel Farage dijera: «Soy el único político que mantiene viva la llama del thatcherismo.» Y aunque muchos se enfurecieran cuando el biógrafo de Thatcher, Jonathan Aitken, declaró: «Creo que ella le habría aplaudido en secreto» (a Farage) por su política contra los refugiados, es bastante fácil imaginarse a Thatcher haciendo honor al que fuera su apodo en la década de 1970, arrebatando la leche de manos de los niños sirios y diciendo: «La gente debe empezar por valerse por sí misma.» De manera similar, tampoco Ronald Reagan se mostró menos infantil cuando a su equipo se le ocurrió el eslogan «Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande» para su campaña electoral de 1980.
El infantil lenguaje político del presente, que parece estar causando una regresión en todo el espectro político –desde la derecha hasta la izquierda–, no es en realidad una reacción contra el sistema, sino más bien un factor paralelo a las fracturas ideológicas que surgieron en el seno de este en la década de 1980. La única diferencia significativa entre los precursores y sus sucesores –aparte del ilusorio auge económico que hizo que los primeros parecieran más íntegros de lo que realmente eran y la respuesta a la invasión de refugiados que hace que los últimos parezcan aún más antipáticos de lo que realmente son– es que hoy la voz de la infantil política populista se ve amplificada a través de las redes sociales, multiplicando así más que nunca los cuentos de hadas y permitiendo que los ignorantes se reclamen iguales a las personas bien informadas. Debido a ello, esta vez son lo bastante poderosos como para que su ataque a nuestra capacidad de pensamiento político y razonamiento básico no tenga límites. Y todos sabemos ya que no les preocupan demasiado las buenas maneras.
infoLibre publica un extracto de Cómo perder un país, un ensayo de la escritora y columnista turca Ece Temelkuran (Izmir, 1973) que reflexiona, a través de lo sucedido en su entorno, sobre el auge de los llamados populismos, el desarrollo de los nacionalismos y cómo se producen las derivas autoritarias de los Estados. El título, recién publicado por Anagrama, no se limita a estudiar el proceder del Gobierno de Erdogán, sino que lo pone en relación, de manera divulgativa, con lo sucedido en países como Venezuela, Hungría, Estados Unidos o Gran Bretaña. En este extracto, Temelkuran aborda la cuestión del lenguaje usado por políticos, medios y ciudadanos, y la infantilización del debate y la vida pública que observa.